La Habana desde el Habana Libre; Atenas desde la Acrópolis; Manhattan desde el Empire State o Shangái desde la Jing Mao Tower: cada ciudad parece diferente cuando se le ve desde las alturas, porque se puede trazar, sin instrumentos, mapas propios y observar la vida más íntima de una urbe.
Mirar a la distancia desde lo alto provoca una sensación de pequeñez repentina, de ser una versión reducida de aquello que se mueve allá abajo. Por las calles las personas no son personas, sino un enjambre descontrolado de hormigas afanosas. Unos se ocultan del sol, otros corren para montar un ómnibus, y otros miran, desde las entradas de sus casas, la vida que discurre afuera.
En las azoteas los niños crían palomas, se tiende la ropa mojada, o alguien coloca los trastos viejos. Los cables del tendido eléctrico y telefónico son una enorme telaraña visible por kilómetros, apoyados en diminutos palillos de fósforos.
Los autos son puntos de colores que se mueve a gran velocidad por las vías, juguetes para un niño más grande que los descoloca y recompone. Como no se ven los choferes, parece que tienen alma propia, que se mueven sin control. En los parqueos, otros se están quietos, como pequeñas bestias dormidas bajo el sol del mediodía.
La Calle 23 luce mucho menos ancha. Se vuelve una línea fina que se pierde cuanto más se aleja del Coopelia. La señalética sobre el asfalto cobra nitidez y sentido, como un lenguaje nuevo, más fácil de entender porque parece un mapa desplegado.
La Habana, a decenas de metros sobre su superficie, se deja ver como otra geografía; una maqueta enorme e imposible de abarcar en toda su extensión; un conglomerado de edificios dispares con techos variopintos.
En ciertas partes de La Habana Vieja, por ejemplo, abundan las cubiertas de tejas con el color terroso característico. En el Vedado, los árboles cubren las calles, un bosque disperso. El Malecón luce como el borde de un enorme recipiente de agua que la contiene e impide que arrase con la ciudad indefensa.
Desde El Morro o La Cabaña parece que podríamos, si quisiéramos, bombardear la ciudad con los viejos cañones. Y desde el faro, o el Cristo, el mar es un cinturón que la rodea y la constriñe.