Desde el principio tienes que ponerte fuerte, porque todo parece como si te mandaran a Guantánamo con la Cruzada Teatral a que le tengas lástima a la gente que vive muy intrincada y es muy humilde. Y aunque a nadie lo manden a ningún sitio con esa función, llevar teatro a la gente que no ha visto en su vida un teatro te puede confundir si te pones sensiblero y luego, sin saber cómo, puedes terminar escribiendo un relato heroico y lacrimógeno de cuán pobre e infeliz es la gente en los campos de Baracoa.
Y hay que tener cuidado con eso. Es tan innoble desdeñar a esa gente como compadecerla. No se ha de tener lástima de nada ni de nadie. Todo, absolutamente todo lo que ha sido lanzado al mundo, es ya culpable y es ya sucio. No hay inocencia ni pureza total.
Esto no es tan despiadado, ni es tan nuevo. En su Lobo estepario ya decía Herman Hesse que ni los niños eran dignos de lástima: «El hombre simpático, pero sentimental, que canta la canción del niño dichoso, quisiera volver también a la naturaleza, a la inocencia, a los principios, y ha olvidado por completo que los niños no son felices en absoluto, que son capaces de muchos conflictos, de muchas desarmonías, de todos los sufrimientos».
La idea de la lástima en los campos de Baracoa a los que llega la Cruzada Teatral cada año está, inconscientemente, relacionada con los conceptos de la cultura alta y la cultura baja, con el espejismo de que el arte y la cultura son omnipotentes, de que sin ellos no se puede vivir y de que, quien los tiene cerca, ha sido bendecido tanto como para decir que tiene una vida menos vacía. El arte, como la necesidad de dejar una huella, está sobrevalorado.
Hay algo, en cambio, que uno sí siente cuando ve a los niños salir corriendo de las escuelas rurales porque llegó la Cruzada, hay algo que uno siente en el momento en que ve reunidos, en cualquier escenario improvisado de los campos de Baracoa, a la gente que ha salido de la casa en chancletas para distraerse un rato. Pero ese algo que uno siente no debe parecerse a la compasión ni de cerca. La gente humilde en su caserío ni es tan única ni es tan infeliz. En cualquier caso, es única e infeliz en la misma medida en que lo soy yo: cada cual con su signo.
Es más, quien no ha visto un teatro nunca se ahorra preocupaciones que no hacen falta para vivir. Yo mismo me voy la mitad de las veces del teatro peor de lo que entré, confundido, con la sensación de ser un analfabeto emocional, de tener la sensibilidad en cero, porque no entiendo a Rogelio Orizondo ni a ninguno de los novísimos dramaturgos, y porque se supone que a estas alturas entienda.
Quien no ha experimentado el arte es acaso más feliz que yo, cerca de los cines, los museos y las galerías. Y el que no conoce la ciudad tiene incluso más sosiego. Llegar a La Habana es peor que haberse quedado en Boca de Yumurí, Bariguas, Cayo Güin, Mosquitero o cualquiera de los poblados más inaccesibles de Guantánamo. Una vez que pones un pie en tierra te reconectas mecánicamente con todo lo que no te deja vivir tranquilo; que no tienes casa; que quieres conocer Inglaterra; que necesitas que llegue el lunes para ir al trabajo y conectarte a Internet para saber, con urgencia de vida o muerte, si ya Lady Gaga estrenó el video que estaba grabando.
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