En Cuba ha sido una constante, en diversos períodos históricos, la cocina de contingencia: la alimentación de los esclavos, mambises, campesinos, obreros, tropas rebeldes, barrios marginales; la búsqueda de solución en circunstancias extremas, difíciles o limitadas como períodos de sequía, tormentas tropicales, lluvias intensas, crisis económicas agudas.
Las generaciones nacidas en los años 60 y 70 del siglo XX, a lo largo y ancho del país, tenemos una marcada influencia de los regímenes de alimentación introducidos por las políticas del gobierno en los diferentes niveles del sistema educacional. Perpetuamos hábitos y gustos derivados de nuestras experiencias en los llamados comedores, tanto en los primeros niveles de la enseñanza como en los siguientes: secundarios y preuniversitarios (escuelas en el campo), así como en las opciones familiares en lugares públicos y otros.
No somos generaciones con saberes profundos de la cultura integral culinaria y alimentaria. En nuestros primeros años de vida, fuimos bien alimentados, en el sentido de la nutrición, pero con grandes limitaciones en la variedad de alimentos y sus formas de cocinarlos e ingerirlos.
Las dinámicas de los comedores hicieron que muchos se acostumbraran a degustar los alimentos con una única cuchara (grande, desde la sopa hasta el postre), y se decidieran mezclas inconcebibles, en tanto todo se servía de una vez, en una “bandeja”, y cada quien escogía en qué forma y momento lo ingería.
El hecho de convivir con colegas y amigos propició un especial sentido de solidaridad y desprejuicio para compartir e intercambiar lo que se degustaba tanto en los comedores como fuera de ellos, incluidos los alimentos almacenados y traídos desde casa, muchos de ellos verdaderas “joyas de la imaginación culinaria”, conocidos como tentempiés, a partir de la necesidad de conservar alimentos por varios días para complementar la insuficiente y nada agraciada dieta escolar.
En nuestra memoria reviven los recuerdos de comer, al amanecer o en las noches, el “fanguito” (leche condensada enlatada y cocinada en baño de María), gofio con azúcar, turrones de maní, cremitas de leche, galletas dulces y saladas, torticas de morón, melcochas, raspaduras del jugo de la caña de azúcar, mayonesa casera o pastas para aderezo preparadas con lo que se tuviera a mano, leche en polvo (latas importadas de la entonces Unión Soviética) y chocolate en polvo, sin diluir y mezclados con azúcar; dulce de guayaba en barra y quesos artesanales (con el pan, la guayaba y el queso se prepara “la timba”), caramelos “rompe quijá”, etcétera.
Aquellos comedores, que no estaban concebidos para cumplir con las más elementales reglas de servicios gastronómicos, tenían su olor característico, nada agradable, que más bien recuerda los olores de lo que los cubanos llamamos despectivamente “comida sancocho”. Entre las ofertas de rutina estaban la leche de vaca –sin añadidos, es decir sin café o chocolate, con grandes proporciones de nata en su superficie–, o el yogurt natural a temperatura “bomba”. Entre los potajes habituales, con mayor frecuencia que los frijoles negros y colorados, estaba el de chícharos y, con altísima frecuencia, los pescados importados en conserva como la sardina, el tiburón y “tronchos” de pescados como el jurel, la macarela u otros.
El huevo era otra constante en las ofertas, casi siempre en revoltillos descoloridos o hervidos y servidos enteros, al natural. En ocasiones se comían pequeñas porciones de pollo o carne de res o cerdo, previamente hervidas, con algo de tomate o alguna sazón en mínimas cantidades, también la pata y la panza del cerdo, menú que se rechazaba con mucha frecuencia, la harina de maíz seco, hervida, sin sazón, la combinación de sopa y arroz amarillo “sorpresa” (quería decir que alguien corría con suerte si aparecía algún pedazo de carne dentro del mismo). De las ensaladas de estación, ocasionales, nos queda el recuerdo predominante de tomates y pepinos en rodajas, mustios y al natural.
Uno de los espacios diseñados en la “bandeja” se reservaba para el único trozo de boniato, plátano (verde o maduro), calabaza o papa, siempre hervidos y también al natural. De los postres quedan en la memoria la natilla, el arroz con leche o el cuáquer (cereal cocido con una textura pegajosa como la plastilina), servidos a temperatura ambiente porque no daba tiempo para enfriarlos. Con frecuencia también servían mermeladas, muy dulces, de guayaba o de mango.
Entonces, qué pasaba un día a la semana: llegaban en bandadas los familiares y, de golpe y porrazo, comíamos en demasía “chucherías” como croquetas –alimento que merece todo un estudio en la cocina cubana–, panes con…, refrescos, dulcería de todo tipo, y mucho más. Para los fines de semana, en casa se acopiaba lo que era considerado exclusivo y exquisito: el bisté de res o la pechuga de pollo, las papas o las malangas fritas, el congrí o los moros, los flanes y pudines, entre otros alimentos guardados con celo porque eran de difícil o muy limitada adquisición.
Paradójicamente, no se aprovecharon las bondades del entorno agrícola y rural de las escuelas en el campo para trasmitir una cultura integral dirigida a la buena alimentación, a la salud, a la ecología, a la alimentación y a las tradiciones alimentarias. Pasamos por aquellas “becas” y siempre sentimos más que todo el encierro, la necesidad de subsistir con alimentación y cocinas de contingencias, que definieron, en cierta medida, los limitados hábitos alimenticios y el desinterés por una nutrición balanceada.
Como colofón de estos incompletos y simples apuntes de mis recuerdos, que sin dudas, forman parte de nuestra memoria colectiva, no quiero dejar de mencionar algo que también marcó y definió gustos y placeres para nuestros nada exigentes paladares en la niñez y en la adolescencia: las “meriendas de la primaria” (escuelas de primero a sexto grados), compuestas, fundamentalmente, por la tortica de morón o el masarreal y los refrescos gaseados, marca Son, en botellas de cristal, en dosis individuales, de cola, naranja, piña o Materva, tomados directamente en su envase original, “del tiempo”, es decir, a temperatura ambiente.
Todo ello, y más, forma parte también del por qué y del cómo entendemos los cubanos las preferencias y los hábitos al relacionarnos con la comida.
Como odiaba los nasarreales y las torticas. Ni siquiera hoy en dia puedo con ellos. Y el dia que habia pata y panza (que por suerte no era muy frecuente) , casi todo el mundo la dejaba en la bandeja.
Acertada descripción, es un reflejo exacto de lo que nos tocó vivir en cuanto a alimentación escolar. Párrafo aparte para la calidad pues iba de extremo a extremo, en las primarias con marcada calidad, ya en secundaria y preuniversitario con cuestionada calidad y en la universidad (en mi caso la Universidad de Las Villas) sin alguna calidad, aquello era un auténtico “sancocho” y en los 90’s no quedaba de otra que comérselo o mejor dicho: buscarlo, ponerle condimento y algo más en el cuarto (en nuestras cocina improvisadas) y así echarle algo caliente al estómago fue una época dura, no había nada de la noche al día pasamos de desayunar en el bar universitario con refresco, pan c/ queso o jamón, yogurt, leche y demás a un módico precio a desayunar agua con azúcar y punto. De ahí en adelante todo fue de malas a peor a más peor y no se ahora por donde irá este tema pero debe estar tocando fondo. Ni preguntárselo, verdad?? Como todo.
Es un artículo de nostalgia,pura nostalgia.
Los muchachos q nacieron cuando comenzó el periodo especial( q aún no ha acabado) no conocen nada de lo descrito en este post y ojalá q hubieran tenido una realidad como aquella,incluso se nota en su bajo peso corporal las huellas de la poca o mala alimentación.
El cubano medio de hoy en día y q vive en la isla no sabe lo que es alimentarse bien y no sabe que es diversidad culinaria y m da la ligera impresión q seguirá así unas cuantas generaciones más. La cultura alimentaria del cubano de hoy se reduce a escasos platos en su imaginario popular.
La ” famosa ” cocina cubana ,es hoy solo historia.