Frente a la antigua Plaza de Armas, actual Parque de Céspedes, en el mismo corazón de Santiago de Cuba, se encuentra la edificación más antigua del archipiélago cubano. El inmueble es conocido como la Casa de Diego Velázquez, fundador de la villa en 1515. Un poco más abajo, hallamos un sitio singular: el Balcón de Velázquez. El lugar conserva restos de los muros originales del revellín o bastión que se construyera entre 1538 y 1544. Son dos testigos que nos hablan de las fechas fundacionales de una ciudad inicial de tejas, patio interior y puntal alto que celebra cinco siglos de existencia.
Estos días de jolgorio son quizás el momento mejor para escarbar más allá de las construcciones. Solo adentrándonos en sus cimientos espirituales, podremos entender el aporte de sus instituciones y las maneras de su gente.
Santiago de Cuba logró acentuar su espesor intelectual con la creación del Colegio Seminario San Basilio Magno (1722) y la primera imprenta, constituida a finales de ese propio siglo, de manos del músico y profesor Matías Alqueza. El abolengo literario, sin embargo, comenzó con el poeta Manuel Justo de Rubalcava (1769-1805) y el erudito periodista Manuel María Pérez y Ramírez (1772-1852). En su Silva cubana, Rubalcava marcó la diferencia desde la naturaleza: “Más suave que la pera/ en Cuba es la gratísima guayaba”.
Lleva razón el premiado escritor Leonardo Padura cuando apunta que es José María Heredia (1803-1839) el primero en “definir, sentir y expresar a través de la poesía, la existencia de una comunidad real y espiritual diversa e indispensable en la formación de una nación”. Su casa natal es sede de recitales y tertulias como permanente homenaje a su legado.
El benefactor Emilio Bacardí Moreau (1844-1922) es nombre clave en la identidad santiaguera. Sufrió presión en Ceuta por su apoyo a la lucha anticolonial y resultó electo alcalde de la ciudad en los albores del siglo XX. A sus crónicas y su obra social, habrá que agregar haber preservado las reliquias de la guerra de independencia, con la creación del primer museo del país, que justamente lleva su nombre.
El edificio que ocupa el Museo Bacardí y el inmueble del frente, el Palacio de Gobierno Provincial, son obra del arquitecto Carlos Segrera, que trajo la modernidad arquitectónica al Oriente. La recia apostura de sus edificaciones alrededor del parque Céspedes, aún levantan los ojos a visitantes y foráneos.
En sus costas, todavía se hallan los restos de la armada española vencida por la fuerza naval estadounidense en la Guerra Hispano-Cubano-Norteamericana. Basta mirar la proa herrumbrosa del Almirante Oquendo en la playa Juan González. En la loma de San Juan, pueden verse las trincheras que tropas del Norte cavaron y los monumentos que rinden homenaje a todas las partes implicadas.
El aporte de las letras santiagueras no se ha detenido. Valga como botón de muestra la lírica de Jesús Cos Causse, César López y Teresa Melo; la novela Bertillón 166 de José Soler Puig, arraigada en la lucha clandestina de los cincuenta del pasado siglo; la narrativa de Aida Bahr y la ensayística de José Antonio Portuondo; sin olvidar, por supuesto, a la historiadora Olga Portuondo Zúñiga, que demuestra en cada entrega, la relevancia de la memoria local.
“Si encuentras alguna piedra que no haya sido lanzada contra el enemigo (…) puedes decir entonces que Santiago no existe”, escribió Waldo Leyva Portal en su antológico poema Para un definición de la ciudad. Manuel Navarro Luna, por su parte, apuntó en una de sus odas. “¡Es Santiago de Cuba, no os asombréis de nada!”. A ninguno de los dos les falta razón.
Ciudad mil veces pintada, Santiago guarda en su Museo Arquidiocesano resguarda el Santo Ecce Homo, óleo sobre madera del pintor Francisco Antonio. Envuelta en mil leyendas, en ella aparece Jesús atado a una columna. La pieza llegó a la Isla en 1610 y se le considera la obra pictórica más antigua de Cuba.
Son nombres fundadores de las artes plásticas en la nación, los de Tadeo Chirino (1717-1791) y Baldomera Fuentes (1809-1877). La obra de José Joaquín Tejada fue elogiada por José Martí, quien al escribir sobre su autor destaca que “tiene el mérito sumo (…) de enseñar por la sagaz percepción del laboreo de las almas en la carne, la vida interior (…) del personaje a quien el suelto contorno deja pleno carácter y movimiento”.
Uno de los símbolos más notables de la ciudad es la Plaza de la Revolución Antonio Maceo. La figura ecuestre del Mayor General es de la autoría de Alberto Lescay Merencio, quien hoy preside la Fundación Caguayo para las Artes Monumentales y Aplicadas, única de su tipo en el país.
Es un tributo apenas en una tierra paridora de héroes: de los Maceo y de Guillermón Moncada ―nombre del puerto y de su estadio deportivo ―; tierra de Mariana Grajales, que desterró las lágrimas ante el lecho de su hijo herido; tierra de Frank País, héroe casi niño de la clandestinidad. Tierra que guarda los restos del Héroe Nacional, José Martí en la necrópolis de Santa Ifigenia.
El habanero Esteban Salas, llegó a Santiago de Cuba en 1764 y al pasar de los años, conviertió la Capilla de Música de la Catedral “en un verdadero conservatorio”. Así lo afirma Alejo Carpentier.
La migración franco-haitiana se asentó en los albores del diecinueve y trajo sus finezas y ritmos. Las calles se llenaron de pasteles, horchatas, sombreros, tejidos, cantos. En las montañas orientales sonaba lo mismo un oboe que un tambor. Su sistema de haciendas y construcciones alrededor del oro rojo (café), ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad; lo mismo que la Tumba Francesa La Caridad de Oriente, con sus toques africanos, la asimilación de trajes y gestos de la corte de Versalles.
Siempre me he preguntado dónde esa legión de guitarreros y cantadores, halló aquella poesía conmovedora y sutil, imbatible y eterna que conforma la trova tradicional. Siempre me he preguntado por qué Santiago. Ese misterio acompaña la obra de Pepe Sánchez, Sindo Garay, Salvador Adams, Emiliano Blez, Alberto Villalón, Rosendo Ruiz, Lorenzo Hierrezuelo, Eliades Ochoa, Emilio Cavailhón, Augusto Blanca, José Aquiles, Eduardo Sosa, William Vivanco… De su bohemia, también estamos hechos.
Capital coral, cuna del bolero, ciudad de cuerdas y artesa donde el son se fusionó para expandirse por la Isla y el mundo, puede blasonar de haber dado al mundo a Don Miguel Matamoros y su Son de la Loma o Lágrimas negras; Compay Segundo y su universal Chan Chan.
Y de los boleristas Fernando Álvarez, Pacho Alonso e Ibrahim Ferrer; el arrebato musical de La Lupe; la reina del guaguancó, Celeste Mendoza, y de compositores de la talla de Electo Silva, Harold Gramatges y Enrique Bonne.
Sus pasacalles y carnavales tienen ascendencia secular desde las procesiones religiosas, los desfiles de mamarrachos hasta el sonido inconfundible de la corneta china. Arrollar detrás de una conga santiaguera es uno de esos sucesos que se ha de vivir aunque sea una vez.
En los años treinta comenzaron las transmisiones radiales continuas en una tierra que ha dado al mundo tres magos de la dramaturgia en el medio: Félix B. Caignet (El derecho de nacer), Antonio Lloga y Marcia Castellanos.
No he podido olvidar ―nadie puede―, el teatro de relaciones que salió a la calle un día. El narrador Ño Pompa de Raúl Pomares, el Santiago Apóstol de Dagoberto Gaínza, el pensamiento de Joel James y el arte de Rogelio Meneses, Fátima Patterson, Nancy Campos…Muchos de ellos fueron artífices del nacimiento del Festival del Caribe que cada julio convierte a Santiago de Cuba en una olimpiada cultural.
Una tarde el maestro Eduardo Rivero, Premio Nacional de Danza, me dijo que a los santiagueros se le desborda el eros, que parecen bailar cuando caminan; que te dan la mano con firmeza y te llevan a su casa, como si nada. Quiero quedarme con ese juicio acerca de una ciudad cálida; ruidosa y sedienta, por momentos; cuna del ron Bacardí. De una ciudad con nombre de apóstol y apellido de país. De una ciudad telúrica, con sus orgullos, utopías y carencias. De una ciudad a punto de cumplir quinientos años.