Medio millón de bañistas ganosos asalta los domingos las Playas del Este, dice una cifra oficial. Durante los meses de verano, Guanabo, una extensión que recibió su topónimo de los aborígenes, ubicada a 20 kilómetros del centro de La Habana, alcanza su cenit.
Estoy por atestiguarlo.
Sule chapotea y levanta un arrebato de espuma a tres cuerpos de donde floto en posición supina. Qué te pasa, Sule, pregunta el novio. Sule se da la vuelta -el pelo abrochado atrás en una cebolla, biquini con top cruzado y dibujos de frutas – y responde que había caca al lado suyo. Toda compuesta. Ni ojos grandes ni boca abierta ni nada que dé signos de terror ni nervios.
El novio se apura en dar unas brazadas, toma valientemente un objeto extraño en la mano, un cilindro marrón como tabaco. Sule chilla, por primera vez espantada, como si la caca no fuera caca real en tanto no la tocaran. Mira, chica, es un palo -la tranquiliza el novio. A decir verdad, es un pedazo de rama que la corriente empujó hasta Sule. Simple detalle. Palo o rama, caca no es, y ya Sule se alegra de que la fortuna le sonría. Para cerrar el episodio, el novio le regala un beso dramatúrgico de pulpo, un beso Hokusai.
Antes de los hechos, yo solo quería ir panza arriba despreocupado. Ahora andaba con ojo avizor, evitando una colisión con las heces de algún bañista que no logró aguantarse o que le importaba una mierda sus congéneres. Nada nuevo bajo el sol, literalmente. Hace dos años estaba en el mismo lugar, evitando las mismas agresiones. A diferencia de Sule, por esas fechas me encontré con una flota a la que Salgari nunca aludió, pero que en Guanabo se le teme igual que a los thugs. Es eso o que te atropellen con la nariz de una bicicleta acuática rentada. Estamos, a fin de cuentas, un poco más cerca del libre albedrío.
En definitiva, no me tropiezo con materia fecal, pero sí con una almohadilla sanitaria. Inapelable.
Me acuerdo de cuando venir a Guanabo en plena canícula y volver rostizados inspiraba una composición para la clase de la escuela primaria: Fui a la playa con mi familia, llevamos a mi perro Canelo, se metió al agua que estaba tibia y jugué con Canelo y la arena, esos bocadillos para contentar a la profesora, que no esperaba descubrir ninguna gema de las letras dentro del grupo.
Hay un perro en la arena, no un Canelo juguetón sino un ejemplar de peleas, algún cruce con pitbull que llamaríamos Spike o Machete. Una amenaza a las pantorrillas que vuelan cerca. El perro le ladra a un calvo corpudo tipo Pablo Morsa, que se dirige a sus bultos para embadurnarse con bloqueador solar. El calvo dice, masajeándose los cachetes que, si el perro lo muerde, él ya se encargará de matarlo a pedradas, que, habrase visto, la playa es lugar de personas y no de animales. El perro no deja de ladrarle.
Entre las declaraciones de odio, perruno y humano, un niño moldea un gran pene de arena, testículos incluidos. Si este niño jugara en la nieve, en lugar del clásico snowman, sospecho que construiría el mismo monumento fálico. No me imagino, por otro lado, al niño regresando al aula con un párrafo que confiese la escultura que le inspiró la playa, o los bañadores atrevidos. A menos que se llame Pepito o Jaimito.
En Guanabo hay adultos que dan cerveza a los niños. Los niños, también, sirven cerveza a sus adultos. Se los llevan, recíprocamente, en vasos desechables. Vasos que se desechan sobre la arena y el agua. La arena habla de lo que somos. Cientos de miles de almas veraneando en ella dejan, por obligación, rastros. Buenos, regulares y malos, siempre los hay. Un pueblo puede evaluarse por lo que imprime en sus playas. Guanabo es el vertedero de un país que contradice cínicamente sus niveles de instrucción. Según Juventud Rebelde, en los tres meses de temporada veraniega (junio, julio y agosto), la basura dejada por los bañistas solo en la arena de las Playas del Este, agregando la Veneciana y Brisas del Mar, suman por día unos 30 metros cúbicos.
Avanzo lento, el camino está retocado con botellas vacías, latas, cajas, trozos de cartón con arroz salteado, huesos de pollo y chuletas de cerdo, espinas, jirones, puntas filosas, cajas de preservativos, plumas blancas encajadas en las dunas, animales muertos, animales muertos por sacrificios religiosos. Caminos abiertos por vehículos, consumo, despojos de alguna cópula, detritus.
De los aborígenes que donaron el topónimo al reguetón y trap que pulula ahora por estas tierras sometidas, aparece un nudo gordiano.
Por lo pronto, enfilo hacia el río de Boca Ciega, eso me han dicho. Un kilómetro caminando con tal de huir de la vorágine. Por el borde del mar se va mejor, las olas te acarician los pasos y detrás de ti los borran. El sonido ambiente no es terapéutico. Lamentablemente, los cubanos encontraron las bocinas portátiles y no las sueltan, las quieren llevar consigo a todas partes. El opio, algo así. Enajenación a tiempo completo. La playa no es excepción. Bandadas de amigos y familiares la visitan con bocinas a todo dar. JLo y su petición de anillo, Bad Bunny con lo que sea que dice, J Balvin, de la escena nacional El Pocho, Jacob Forever con Ojalá que te vaya bien. Y mucho mucho, toneladas de Manu Manu, Kokito y el Negrito, y el nuevo hit “Bajanda”, de Chocolate MC. Mañana, tarde y noche. Si estimulan la oxitocina, lo sabrán las neurociencias.
Ir a la playa dejó de ser un ejercicio de distensión. Pensemos que todos los que van con las contaminantes bocinas, primero, no van a disfrutar del mar, sino a quedarse alrededor del equipo, como de una pira ardiente, bailando con unidad coreográfica: acaso la evolución del areito. Segundo, estas bocinas llevan carga eléctrica, lo cual nos dice que sus propietarios tuvieron, desde la partida, la preocupación por traerlas, como si dijéramos una sombrilla, gafas o una pelota, cualquier artículo playero más afín. Agréguenle la constancia que envuelve el acto, esto es que, por cada traslado a la playa, tienen que ocuparse de recargar la mentada bocina. Tercero, quienes van a la playa con bocinas, seguramente tienen que montar guardia, o sea, no salir al mar, no alejarse de la orilla porque podrían robarles el amado equipo, y solo los astros saben cuánto les dolería perderlo.
Él último día en Guanabo me zambullo y veo la puesta del sol. Estuvo pegando fuerte, pero cuando se hunde es tierno. Pica el cielo en dos. La noche empuja los diurnos matices hacia abajo en el horizonte, provocando estos reflejos que se acuestan sobre el mar, y yo hago lo mismo. Floto. Media hora, no sé. Me miro la cara interior de las manos, es el pedazo más terso que conservo, más que las plantas de los pies, más que las partes pudendas. Me suavizo hasta que irrumpe una señora con trusa negra floreada. La señora por sí sola no me incomoda, si no fuera porque lleva una bocina a prueba de agua. Parece querer vendérmela, porque la sumerge frente a mí media docena de veces. La bocina resurge, escupe el agua salada y Chocolate canta “Gato dice Miau miau mia miau, ese es el gato y viene super asfixiao”. Pequeña y, sin embargo, poderosa. Gracias, señora, pero olvidé la billetera.
Salgo del agua. Recojo las chancletas. Los dientes de una muchacha castañetean, sopla un viento, cambio brusco de temperatura. Al rato, para entrar en calor imagino, ella se pone a bailar con una vibración meritoria de nalgas. Las bandas con bocinas la encorajan: “Ojalá que te vaya bien pero bien lejos”.
Más tarde sabré que hubo una riña grande en la calle, los fragmentos de las botellas quedan como lo que son: frustraciones acumuladas, indicios. Cada verano algo se procrea en la playa, por detrás de lo evidente; luego revienta en pedazos furiosos e inconsistentes. Lo peor que puede sucederle a un país es sostener la inconsistencia. Los policías refuerzan las paradas de las guaguas, los puntos más conflictivos. Son jóvenes y esmirriados, a su uniforme le sobra tela. La gente comenta que son guajiritos recién traídos de sus provincias a controlar una ciudad descontrolada, con la promesa de ser parte, en algún momento, de La Habana. Ya sea en apartamento o bajareque, La Habana es La Habana. Guanabo son otras ligas. Con el aumento de turismo, los hostales prosperaron. Las viviendas se revalorizaron. Dinero llama más dinero.
La noche, grasienta, tumbada entre las calles sin un farol funcionando, se aviva por aquí, por los parques infantiles, donde la menor presencia es casualmente la infantil, salvo por la zona de los tatuadores. Dibujos salivados con pistolitas de tinta resistente que cuestan de 1 a 8 CUC, y que se caen frotándolos enérgicamente después de 72 horas. Las filas para subir a los aparatos son largas y caliginosas. Viene gente desde Boyeros, desde el otro extremo de la capital. Jóvenes que, sin nada mejor, encontraron el muelle de sus naves en Guanabo. Bocinas dondequiera y a montones, enganchadas de sus teléfonos. Los aparatos del parque no tienen pinta de ofrecer seguridad. Fabricación autóctona, lo grita un dragón contrahecho que se columpia escupiendo una llama eléctrica. Uno de los aparatos, el más demandado por su mayor rango de edades, es una especie de bote cuadrangular que imita el movimiento de un péndulo. Cuando acelera, el aparato roza las copas de los árboles. Entonces a cada ascenso empiezan unos ruidos extraños de hierro dolido. Clac… Clac. Los gritos de la tripulación se vuelven más agudos. Dicen que algunos, allá arriba, vomitan. Estando más cerca del cielo, les viene la náusea.