A las mujeres y hombres de la primera línea, de donde sean y dondequiera que estén.
En marzo de 1918, un médico del campamento militar Funston, en el condado de Riley, estado de Kansas, recibió a un individuo con síntomas de gripe. Cocinero de profesión, se llamaba Gilbert Mitchell, y era el paciente cero. Poco después, los galenos del campamento registraban la aparición repentina de miles de casos de gripe entre los soldados. Los síntomas incluían fiebre alta, tos, cansancio, dolores corporales, diarrea y vómitos. También dificultades para respirar debido a inflamación y hemorragias en los pulmones, sangramientos nasales violentos, marcas rojas en el globo del ojo y manchas de color caoba/negruzco en la cara y el cuerpo.
A fines de 1918, ya en pleno apogeo de lo que se ha pasado a los libros como la pandemia de Gripe Española (1918-1919), el médico militar Roy Grist le relataba a un colega el cuadro que tenía delante a diario:
Estos hombres comienzan con lo que parece ser un ataque ordinario de la gripe o influenza y cuando llegan al hospital desarrollan rápidamente el tipo más vicioso de neumonía que se haya visto. Dos horas después del ingreso, tienen las manchas de Mahogany en las mejillas y pocas horas después puede verse la cianosis extendiéndose desde las orejas hacia toda la cara, hasta que se hace difícil distinguir a negros de blancos. En cosa de horas sobreviene la muerte, es horrible. Uno puede ver morir uno, dos o veinte hombres, pero estos mueren como moscas […] ha habido un promedio de cien muertes por día […] la neumonía es la causa de todas estas muertes.
Y describía situaciones no muy distintas a las de hoy entre el personal que estaba en la primera línea contra la pandemia:
Hemos perdido numerosos médicos y enfermeras […] son necesarios trenes especiales para trasladar a los muertos. Por varios días no había féretros suficientes y fue necesario apilar a los muertos. Se ha desocupado una gran barraca para adaptarla como morgue, donde los cadáveres reposan en doble fila…
La anatomía patológica ha bautizado como manchas de Mahogany a unas manchas negras que salen en la piel después que la persona fallece, originadas en la sangre coagulada en diferentes partes del cuerpo. Testimonios como estos nos evidencian por qué médicos y expertos de entonces no vacilaban en comparar esa llamada Gripe Española con la peste bubónica de la vieja Europa (1347-1351). Un informe interno de la Cruz Roja estadounidense daba fe de ello: “Un pánico similar al de la Edad Media con respecto a la Plaga Negra se ha observado en muchas partes de los Estados Unidos”…
Fue, sin dudas, la peor de todas. Pero pasaría a los récords con una impostura gentilicia: su origen no tenía nada de español. Como se ha visto, en realidad había emergido en los Estados Unidos y llegado a Francia mediante los hombres de aquel campamento de Kansas a fines de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
El origen de este equívoco consiste, al menos en parte, en la ausencia de censura de prensa en España, que se mantuvo al margen de la primera guerra. Esto propició la libre circulación de noticias sobre la pandemia de gripe, por oposición a lo que ocurría en la de Inglaterra, Francia y, más tarde, de los Estados Unidos, donde se bloqueaban cosas de ese tipo para no desmoralizar a sus siempre entusiastas y aguerridas tropas.
Un editorial de un periódico estadounidense, sin embargo, prefirió explicar su origen de otra manera: “se le llamó Gripe Española porque fue traída a los Estados Unidos por inmigrantes españoles, pero la epidemia, en realidad, comenzó en China y le dio la vuelta al mundo”…
Lo cierto es que hoy no sabemos a ciencia cierta a cuántos millones de personas se llevó esa pandemia del Reino de este Mundo. Pudo ser entre 50 y 100 millones. Más que los 17 millones de muertos que trajo consigo la Primera Guerra Mundial, muchachos en edad militar y por consiguiente jóvenes. Y por si fuera poco, la segunda ola de aquella pandemia, ocurrida en el otoño de 1918, tuvo un mayor índice de mortalidad entre hombres de 20 a 40 años.
Nos dice un científico:
Una característica clave de la pandemia de 1918 fue la alta tasa de infección y mortalidad observada en adultos jóvenes (20-45 años de edad), patrón epidemiológico diferente al observado habitualmente para otras pandemias y epidemias de gripe estacional, en las que los niños y ancianos son generalmente las poblaciones de mayor riesgo. Durante la pandemia de 1918, la incidencia de infecciones bacterianas secundarias a la gripe fue, con casi total seguridad, la principal causa de mortalidad. Las tasas de mortalidad por gripe y neumonía entre los 15 y 34 años en 1918-1919 fueron veinte veces más altas que en años anteriores.
Las investigaciones más recientes apuntan a que se trataba de una variedad de gripe aviar con bastantes mutaciones y con una capacidad de multiplicación diaria hasta cincuenta veces más fuerte que la gripe corriente. Era, además, un virus nuevo, como el de ahora. Por eso afectó gravemente a personas urbi et orbi. No tenían desarrolladas las defensas inmunológicas necesarias para asumirlo.
Pero desde cierto punto de vista, las cosas no eran entonces muy distintas a las de hoy. Hay fotos de más de cien años atrás que nos muestran a médicos y enfermeras escudados tras sus nasobucos: familias y socios de la vida retratados con ellos puestos; trabajadores neoyorkinos quitándoselos para almorzar; hospitales e instalaciones improvisadas rebosantes de enfermos, al borde del colapso.
Ellos, como nosotros, cerraron teatros, escuelas, cinematógrafos e instalaciones deportivas. Y también, como nosotros, acudieron a teorías conspirativas ante la imposibilidad de saber de dónde había salido aquella extraña muerte súbita, algo que no podían saber de ninguna manera porque los virus fueron descubiertos en los años 30 con el microscopio electrónico.
Una muerte horrible que a menudo ahogaba al enfermo en sus propios fluidos sin que pudiera hacerse muy poco, o nada, por salvarlo.
Para tratar de explicarlo no acudieron ni a un laboratorio, ni a los chinos, ni al ejército de los Estados Unidos, sino al enemigo de entonces, los alemanes, que, según las elucubraciones al uso, habrían inoculado unos gérmenes en la aspirina fabricada por el consorcio teutón Bayer. O a unos comandos del Kaiser Guillermo que habrían dispersado gérmenes desconocidos en el área de Boston, procedentes de un submarino.
De igual manera, generaron sus propias narrativas sobre el tratamiento y la cura de aquella horripilancia ante las limitaciones de la ciencia médica y la farmacología. Acudieron a un impresionante abanico de portentos que incluía suministrar a los enfermos arsénico, aceite ricino, aspirinas, enemas de agua dos veces al día –para limpiar el colon, argumentaban–, abundante ingestión de líquido y/o jugo de frutas cada media hora, transfusiones de sangre… Y lo insólito de todo el paquete: recomendarles fumar cigarrillos asumiendo que el humo del tabaco liquidaba a los gérmenes de las vías respiratorias.
La Gripe Española tampoco respetó categorías sociales, profesión, estatus económico, jerarquía política u origen de clase, como ocurre en todas las pandemias que en este mundo han sido.
Entre sus víctimas fatales figuraron, entre otras, el pintor austríaco Egon Schiele (1890-1918), la estrella del cine silente ruso Vera Kholodnaya (1893-1919) y por último, pero no menos importante, el gran poeta Guillaume Apollinaire (1880-1918), los tres arrancados de la vida en plena efervescencia creadora.
Escribe un investigador:
En las últimas décadas se ha podido secuenciar el genoma completo del virus de la gripe de 1918, proporcionando información crucial sobre la evolución, la virulencia y las propiedades antigénicas del virus. Tras el desarrollo de la genética inversa, se pudo reconstruir el virus, lo que ha permitido estudiar su potencial patogénico, la especificidad del receptor y las mutaciones necesarias para su modificación, los requisitos necesarios para la transmisión de persona a persona y la respuesta del huésped a la infección en el modelo animal. El virus pandémico de la gripe A(H1N1) de 1918 demostró ser altamente patógeno, sin adaptación previa, en ratones, hurones y macacos.
Y más adelante, añade:
Hoy podemos estar seguros de que cuatro aspectos influyeron de una forma decisiva en la severidad de la pandemia de 1918: la guerra, un sistema de salud escasamente desarrollado, la ausencia de antimicrobianos para tratar la neumonía como complicación de la gripe […] y la inexistencia de la virología.
En otras palabras, los enfermos no fallecían como consecuencia directa de la gripe, sino debido a bronconeumonías bacterianas, para las que entonces no había tratamiento. La penicilina, que no sobrevino hasta diez años después con Alexander Fleming, hubiera marcado la diferencia.
Ahí está el detalle.