Hace 95 años Luis Casas Romero y sus hijos Luis y Zoila sorprendieron a Cuba. Fue el 22 de agosto de 1922, sobre las nueve de la noche. Con una cornetica de juguete, el músico camagüeyano realizó una llamada de atención a sus posibles oyentes y luego hizo sonar el tic-tac de un reloj. A las nueve en punto se escuchó el tradicional cañonazo de la fortaleza de La Cabaña y luego se leyó el parte del tiempo.
Así nació la 2LC y, con ella, la radio cubana.
Casas Romero –que por entonces vivía en la calle Ánimas no. 457, en La Habana, y era subdirector de la Banda del Estado Mayor del Ejército– había construido junto a su hijo la pequeña planta de diez watts que inauguró las transmisiones regulares en la Isla.
Un boletín de noticias y la transmisión de piezas musicales, se sumaron luego a la incipiente programación de la emisora. Según el investigador Oscar Luis López, para radiar música “los Casas colocaban uno de aquellos antiguos fonógrafos de trompeta frente al dispositivo que recibía el sonido que luego pasaba al transmisor. Los discos se transmitían así, directamente, por la reproducción sonora del fonógrafo, que no tenía ninguna conexión eléctrica con el transmisor y lanzaba la música a través del primitivo micrófono”.
Poco después, en octubre de 1922, surgiría la PWX, propiedad de la Cuban Telephone Company e inaugurada por el presidente Alfredo Zayas con un discurso en inglés. Poco a poco la Isla se iría poblando de pequeñas estaciones. Comenzaba así el furor de la radio.
Caignet, también para los niños
La radio cubana ha sido un semillero de artistas. En ella comenzaron muchas figuras que luego dieron lumbre a la música, el cine, la televisión y el teatro cubanos. Pocos, sin embargo, pueden emular la grandeza de Félix B. Caignet.
El nombre de Caignet (San Luis, Oriente, 1892 –La Habana, 1976) merece reverencia en todo el continente americano. Los estudiosos lo consideran el padre de la radionovela y, por extensión, de la telenovela. El público todavía aclama sus obras.
El Derecho de Nacer conquistó multitudes. También otras novelas suyas como Ángeles de la calle, El precio de una vida y la detectivesca Chan Li Po. Las calles se paralizaban. La gente se pegaba como lapa a las bocinas.
Hizo música, poesía y periodismo. Compuso temas tan conocidos como “Frutas del Caney” y “El ratoncito Miguel”. Aun así, la radio fue su gran pasión. Pudo morir como millonario en México, Caracas o Miami, pero lo hizo en Cuba, apartado de las cámaras y las lentejuelas.
Lo curioso es que, en sus inicios, Caignet se burló de la radio. Era un hermano suyo, Juan Emilio, el aficionado al nuevo invento, y Félix se reía divertido cuando lo veía horas y horas pegado a sus equipos. Luego comprendió su error.
En Santiago de Cuba inauguró los programas infantiles, incluso los seriados. En Buenas tardes, muchachitos narraba cuentos propios o recreados, interpretaba todos los personajes y hacía también los efectos de sonido, imitándolos con la voz. Luego, le preguntaba a los niños que le parecían sus historias y tomaba en cuenta sus opiniones para mejorarlas.
Con Chilín, Bebita y el enanito Coliflor sentó definitivamente a los niños frente a los receptores y se ganó a los padres para siempre. Cuando en 1933 lo encarcelaron por criticar solapadamente a la dictadura de Machado en un espectáculo musical, fueron los padres santiagueros los que acudieron al cuartel Moncada a exigir su liberación.
Sobre su trabajo para los niños contaría años después a Reynaldo González: “Los padres iban a verme y me pedían: Caignet, mire, mi hijo, o mi hijita oye todos los días sus aventuras infantiles. ¿Por qué usted no hace una aventura de esas corrigiendo la mentira? Porque la niña mía dice muchas mentiras. O: Mire, tengo un niño que se come las uñas. Y como él le presta tanta atención a ese folletín y esa audición radial… Puedes creer que me dio un resultado pedagógico extraordinario. Porque empecé a corregir defectos. No pensando directamente en quien me pedía el mensaje, sino pensando que los niños que me oían no se comieran las uñas, no volvieran a decir mentiras.”
Para muchos que lo conocieron, Caignet era un niño grande. Su facilidad para imantar a los más pequeños venía entonces de su propia capacidad de asombro, de su enorme poder de invención.
Navarro Coello, la voz
Tenía la voz más fuerte que he oído en mi vida. Cuando lo conocí pasaba de los ochenta años pero todavía impresionaba hasta al más pinto. “Qué va, ya no es lo mismo –me dijo un tanto acongojado– los años no pasan por gusto”.
Luego pude escuchar algunas grabaciones de archivo. La gravedad de su registro le hubiese ganado una silla en cualquier cabina de La Habana, pero prefirió quedarse en Santiago. Todo el colegio de locutores lo respetaba. “El hombre de la voz de trueno”, lo llamaban algunos. Otros, más concluyentes, le decían sencillamente “la voz”.
Julián Ercilio Navarro Coello había nacido en San Luis en 1926. Fue en este territorio oriental donde se puso por primera vez frente a un micrófono. Su vozarrón –no podía ser de otra manera– fue su llave de entrada.
Otro locutor del pueblo, Ulises Escalona Osorio, lo alentaba constantemente para que se decidiera: “Me decía que yo tenía muchas posibilidades en la locución, que lo intentara. Y efectivamente, cuando empecé a salir por la radio le agradé bastante a la gente; entonces decidí seguir”.
De sus tiempos en San Luis, allá por 1943, me contó que la emisora –la CMKQ– quedaba frente a su casa y era un poco chiquita: “Los equipos estaban ahí mismo, detrás del operador y casi no había discos. Había un programa que se llamaba Amanecer campesino, y ¿tú sabes a qué hora empezaba? A las nueve de la mañana. A esa hora era que salíamos al aire.”
Luego soltó la carcajada.
Navarro también trabajó como locutor en Bayamo antes de radicarse definitivamente en Santiago. En la santiaguera CMKC llegó a cobrar 150 pesos, “un dineral”, antes de 1959. Aun así, se opuso desde la radio a la dictadura de Fulgencio Batista y sirvió de enlace al mismísimo Frank País.
Los noticieros le venían como anillo al dedo y los disfrutaba línea a línea. Leyendo versos provocaba terremotos en las oyentes. Una sonrisa pícara se dibujó en sus labios cuando me contó de Tríos y poemas, un programa que hizo durante varios años. Salía a las 10:30 de la noche.
Sentó cátedra en la narración dramática. Hablaba con una admiración mayúscula de escritores como Antonio Lloga y Soler Puig. Se llevaba los libretos a su casa “para estudiarlos”. La locución nunca fue para él una cosa de juego.
“A la radio hay que vivirla, hay que sentirla –me dijo poco antes de su muerte, en 2010–. No se trata de leer, sino de interiorizar.”
En 2003 se convirtió en el primer santiaguero en recibir el Premio Nacional de Radio. En la ceremonia, en la que también se entregaron los Premios de Televisión, fue homenajeado junto a grandes como Rosita Fornés, María de los Ángeles Santana y Maritza Rosales.
Hasta sus últimos días guardó ese orgullo como el mayor premio de su vida.