Clara videncia de su asimilación al paladar, el mango clasifica como fruta predilecta, al punto de convertirse en un tesoro vegetal, cuyos orígenes ignoran la mayoría de los cubanos de hoy, quienes asumen su existencia como una bendición de las naturaleza, con raíces adosadas a la cultura de toda la nación.
Como un anillo universal, incontables plantas del popular fruto circundan las regiones tropicales del planeta, pero en pocos lugares consiguen integrarse a la tradición popular como ocurre en la mayor de las Antillas, donde los mangos han sido y son compañeros de todas las edades, tamaños y formas de presentación.
Poco importa su maduración, que resulte más o menos dulce; de masa fibrosa, de intenso aroma o pálido e insípido, lo importante es que sea el fruto de las tentaciones, con el que hemos mantenido una relación marcada por hazañas infantiles, el desafío de alturas y peligros, los riesgos de regaños y castigos en la vida de millones de personas de diferentes regiones, épocas, procedencia social, razas y sexos.
Con más de cuatro milenios de historia, sus orígenes se localizan en el sur de la India y parte del sudeste asiático, donde desde la antigüedad se le atribuyeron propiedades sagradas y mágicas para la unión familiar y fertilidad. Se cuenta que Buda meditaba a la sombra de un mango, por mucho tiempo considerado el sitio ideal para realizar compromisos amorosos. Su nombre procede del término tamil mangay. A partir del siglo XV fue extendido por viajeros, comerciantes y colonizadores al resto de las regiones tropicales y subtropicales del orbe.
Sin embargo a Cuba no llegaría hasta fines del siglo XVIII, casi como una curiosidad y mucho después que otras variedades exóticas eran cultivadas, incluso con fines comerciales. Adquiridas pocos después que el monarca español Carlos III reafirmara la libertad comercial establecida en La Habana durante el breve dominio británico, las primeras semillas llegaron procedentes de Jamaica en 1793, pero no de manos de un botánico sino de un elegante empresario, dedicado, entre otros giros, al tráfico de esclavos.
Felipe Alwood, apoderado de la firma londinense “Baker and Dawson”, principal proveedora de esclavos que había en Cuba en esa época, la vendió al jardinero de los condes de Jibacoa, Gervasio Rodríguez, quien decidió plantarlas en la hacienda de Micaela Jústiz, ubicada en la céntrica barriada de Centro Habana.
La primera parición del árbol reportó sólo cinco frutos, de los cuales dos fueron vendidos a una onza de oro cada uno, por lo que se supone que el comprador apreciaba tanto el sabor del exótico manjar como la propiedad de la semilla, considerada una de las simientes primadas en la difusión del mango entre los cubanos.
Sin muchos requerimientos agrotécnicos, una semilla de mango puede convertirse en un formidable árbol de 10 metros de alto con solo ser depositada en un suelo húmedo, facilidad empleada para fomentar arboledas o marcar caminos, de ahí su rápida multiplicación por todo el archipiélago cubano.
A lo largo de más de dos siglos el mango ha quedado en la obra de poetas, pintores o músicos como expresión de una identidad nacional, capaz de integrar todo lo que le rodea, al extremo de que sin reparar en el origen de la primera semilla, prolongación a su vez de un antecedente asiático, nuestros mangos reinan en los claro oscuros de los lienzos de Arturo Montoto o convidan con el dulzor de los biscochuelos del Caney, inmortalizados por Felix B. Caignet, confirmación de que nuestra prolongada primavera nunca será real sin la inseparable compañía de los mangos.