Aunque nació en el holguinero y eufónico poblado de Báguanos, Miguel Ángel Sánchez se considera “oriundo” de Guayos, villorrio perteneciente al municipio espirituano de Cabaiguán, asiento de isleños en el pasado que él, cuando se le desbocan los recuerdos, tiende a comparar con las principales capitales del mundo moderno.
Se graduó de periodista en la Universidad de La Habana en 1971, pero no recibió el título hasta 1974, luego de purgar en la Columna Juvenil del Centenario algunos pecadillos ideológicos, como mostrar “tendencias hacia la literatura y el arte”, según le comunicó un comisario de entonces. Ha ejercido la profesión en Cuba, España y Estados Unidos, donde vive desde 1980. En el periódico hispano más antiguo de este país, El Diario, se desempeñó, entre otras responsabilidades que prefiere olvidar, como editor de turismo, por lo que viajó gratis a casi todo el mundo y se montó en cuanto barco nuevo de pasajeros era botado al mar.
Recientemente han aparecido nuevas ediciones, corregidas y aumentadas, de su célebre biografía de José Raúl Capablanca, temática en la que es considerado la mayor autoridad mundial. Exitosas presentaciones en La Habana, Nueva York, Londres y Miami de estos volúmenes preceden a nuestro diálogo.
¿Cuándo tienes la primera noticia de que hay un juego llamado ajedrez?
Por 1956, en La Habana. Mi hermana y dos primas no tenían la más remota idea de lo que es el ajedrez, pero sus futuros maridos, sí; noviaban y jugaban entre ellos. Uno atesoraba el libro Partidas clásicas de Capablanca, de Gedeón Stahlberg y Alles Monasterios, un texto muy ameno, que devoré. De manera que mi primer impacto en este campo no fue una partida, sino la descripción de una partida de Capablanca. Desde entonces este genio me acompaña.
¿Cómo era el mundo ajedrecístico de La Habana en los años 60?
En esa época se estaba formando, otra vez, un gran ambiente de ajedrez. Digo otra vez porque antes los hubo. A finales del siglo XIX La Habana era la Meca universal del ajedrez. Allí se efectuaron dos campeonatos mundiales entre Wilhem Steinitz y Mijaíl Chigorin, algo insólito en una provincia española de ultramar, dado que eventos de tal magnitud eran más propios de grandes metrópolis, como Nueva York, Londres o Viena. Todo el que brillaba en el juego era invitado a La Habana, y se les pagaba muy bien. Otro momento de esplendor fue cuando Capablanca se convirtió, a partir de 1909, en una celebridad global, lo que influyó en la formación de clubes de ajedrez en casi todos los pueblos de la Isla, aunque suene exagerado.
La gira de Capablanca de 1912 por una buena parte del territorio nacional recibió un gran despliegue en los periódicos de la época, que reseñaban, además, los bailes y banquetes que se daban en su honor, y las simultáneas que iba librando a su paso. A Capablanca le gustaba mucho jugar a la ciega y a la vez conversar con las encantadoras damiselas de las localidades que visitaba, era todo un personaje romántico.
Volviendo a los 60, recuerdo haber participado en un torneo infantil que se realizó en el antiguo Frontón Jai Alai, que de “palacio de los gritos” pasó a ser un reposado palacio del silencio, pero más recuerdo a un zapatero remendón de N y 27 que sacaba un tablero de ajedrez de su establecimiento y lo ponía debajo de un árbol. Allí se formó una peña a la que acudía todas las tardes. Cuando comenzaron los torneos internacionales en memoria de Capablanca, en 1962, iba directo desde mi escuela secundaria al Hotel Habana Libre, antiguo Hilton, para ver las partidas, que entonces me parecían, todas, inmortales.
Fue más o menos en esos meses en que se jugó un torneo clasificatorio en la Ciudad Deportiva y yo iba también a ver a esos gladiadores, sin perderme una ronda. Ya para entonces mis rivales en la peña del zapatero se me iban quedando pequeños, y comencé a asistir al Club Capablanca de la calle Infanta. Una noche, para mi sorpresa, una de las grandes personalidades del club, el Maestro y antiguo Campeón de Ajedrez de Cuba Miguel Alemán, se acercó a la mesa en la cual yo estaba jugando y me dijo: “Te veo todas las noches en la Ciudad Deportiva, ¿quieres venir con nosotros?” Nosotros eran él y el Maestro Eldis Cobo, que, en su Chevrolet iba al Club Capablanca, recogía a Alemán y juntos salían hacia la Ciudad Deportiva. Yo no lo podía creer: en un automóvil, nada menos que con Alemán, que acompañó a Capablanca en 1939 a la Olimpíada de Ajedrez en Buenos Aires, y con Cobo, el ídolo de mi juventud, el hombre que había ganado en 1959 el torneo abierto de ajedrez de los Estados Unidos. Pero la principal figura del ajedrez cubano era entonces Eleazar Jiménez. Una vez fue de visita al Club Capablanca y yo le extendí un pedazo de papel que arranqué de mi cuaderno escolar, para que me diera su autógrafo. Eleazar fue luego otro de mis preciados amigos; él y toda su familia. Más tarde me enteré de que Hilda, la esposa de Eleazar, al conocerme, entonces joven y apuesto, empezó a hacer planes de matrimonio entre su hija Thelma y yo. Y, cosas del destino, Thelma fue la principal impulsora, y además editora, de la versión del libro sobre Capa que se publicó en La Habana en el año 2017 por la UNEAC, en donde ella trabaja.
En 1963 finalicé en el primer lugar de mi grupo en el torneo estudiantil nacional, del cual saldría el equipo que participaría en las llamadas Olimpiadas Estudiantiles de Ajedrez, que ese año se celebró en Budva, entonces Yugoslavia. Fue un certamen fuerte en el que finalicé por encima de Jesús Rodríguez González, después muchas veces Campeón de Cuba. El otro grupo lo ganó Silvino García, el primer Gran Maestro que tuvo Cuba después de Capablanca.
Pero no me dejaron ir a Bubva. En una reunión en la oficina del entonces vicedirector del INDER, Jorge García Bango, nos dijeron a Francisco Delgado, un jugador de Santa Clara, y a mí que la CIA iba a pagar mucho dinero por presentar a dos jóvenes ajedrecistas como desertores, algo a lo que ni remotamente nos pensábamos prestar. Y nos “plancharon”.
Luego aparecieron algunos letreros contra Fidel en los baños del preuniversitario, y como yo estaba entre los “dudosos”, me “depuraron”: directo al primer llamado del Servicio Militar Obligatorio. Para colmo, mi novia de entonces, que era militante de la Juventud Comunista, a pesar de que lloró por la injusticia que cometían conmigo, me dejó casi enseguida. Así que en unos pocos meses tuve un promedio de tres, tres; pero tres strikes. Una especie de Jaque Mate Pastor: en sólo tres jugadas pasé de ganador del torneo nacional estudiantil, lo que era entonces para mí el pináculo, a un recluta venido a menos.
¿Qué tal el paso por el SMO?[1]
El ajedrez y escribir a máquina con dos dedos me hicieron la vida más fácil en el ejército. Al terminar el curso de reclutas de 45 días me enviaron como oficinista para una unidad de artillería que estaba ubicada en la cercanía de Guanabo. Una tarde se apareció una delegación de oficiales del Estado Mayor de la Artillería, y en ella venía un conocido mío del ajedrez, el primer teniente Eduardo Heras León, que era el campeón de ajedrez de las FAR[2] y el Jefe de Preparación Combativa de la Artillería y Tropas Coheteriles Terrestres de todo el ejército. Cuando Heras hace el cuento, dice que yo estaba lleno de fango y que le supliqué: “Chino, sácame de aquí”. Bueno, no es del todo cierto. Yo no traté de “chino” a Eduardo hasta muchos años después; cuando ya él no era un primer teniente ni yo un “siete pesos”[3].
En pocas semanas, para mi alegría, se recibió en la unidad militar un telefonema para que me presentara en La Cabaña, a fin de cumplir allí en comisión de servicio, con la gran ventaja de que podía ir a dormir todas las noches a mi casa. Mal le pagué al Chino por su gran ayuda: en el siguiente torneo de las FAR le gané la partida individual entre nosotros, por lo cual perdió su título de campeón de las FAR, que yo tampoco pude ganarlo, al posicionarme a medio punto del sargento Antonio Cifuentes. Mi premio por quedar segundo en el torneo fue que el comisario político de la artillería, un viejo estalinista de apellido López, me sancionó por el “mal” resultado, y me mandó de castigo a una unidad de cohetes tácticos terrestres, que eran como unos pequeños Migs sin pilotos, detrás del poblado de San José de las Lajas, en la cual imperaba un régimen muy estricto. El Chino no pudo hacer nada por evitarlo, pues a él mismo el tal López consiguió que lo degradaran y expulsaran del ejército.
Luego, gracias a dotes organizativas que al parecer he perdido, me designaron al estado mayor de las FAR para que me ocupara del ajedrez en la Sección de Cultura, aunque el encargado oficial del asunto era el comandante Alberto Bayo, el entrenador de los expedicionarios del Granma en México, que ya estaba muy viejo, y alguien tenía que ayudarlo. Mi proposición de que el ejército cubano tomara parte en los llamados Torneos de Ajedrez de los Ejércitos Amigos fue bien recibida, motivo por el cual tomé parte en el de Praga, 1966, y La Habana, 1967, aunque en el de Praga no me correspondía, pues el lugar le tocaba por derecho a Guillermo Estévez, casi siempre metido en rollos disciplinarios por abandonar su unidad sin permiso, o a Oscar Cuesta. Sabe Dios por qué razón no permitieron viajar a Cuesta, un sólido cuadro político que luego fue subdirector de Juventud Rebelde y del ICRT[4], pero lo cierto es que me dieron cabida en el equipo, que éramos nada más que dos, Antonio Cifuentes y yo. Es decir, los “ex” ocupamos los puestos que correspondían a los ganadores del último torneo. Yo no lo hice tan mal como Cifuentes, que perdió todas las partidas menos conmigo, ya que terminamos con unas tablas patrióticas.
Praga fue memorable, pues era la primera vez que me dejaban salir de Cuba, y porque allí hice amistad con el poeta salvadoreño Roque Dalton, uno de los poquísimos asistentes al torneo militar de ajedrez; ya te puedes imaginar lo que le gustaba el ajedrez a Roque. Con Roque y con el Gran Maestro checoeslovaco Vlastimil Hort me iba casi todas las noches a Ufleku en la Mala Strana, el barrio viejo de la ciudad, que Roque inmortalizó en su poemario “Taberna y otros lugares”. Otro tirón de orejas por eso. Cuando regresé a La Habana, tanto Cifuentes como el jefe del grupo, el alférez Alberto Reyes, me levantaron un papelón por mi conducta individualista al dejarlos varados a ellos en el hotel y no invitarlos a Ufleku. Me salvé de la acusación con el argumento de que quienes invitaban eran Hort y Roque Dalton, ya que a nosotros nos enviaron a Praga con quince dólares cada uno, y la advertencia de que eran para una emergencia y debíamos devolverlos al final, cosa que Reyes hizo puntualmente. Mi jefe de entonces, el teniente Héctor Canciano, me dijo: “A ver si la próxima vez puedes hacer algo por ellos.” La próxima vez nunca ocurrió.
¿En qué momento surgió la idea de escribir una biografía de Capablanca?
La primera idea sobre una biografía de Capablanca no fue propia, sino que vino de Oscar Hurtado, el escritor de temas espaciales y parasicológicos de Cuba. Oscar ya había hecho en 1960 el suplemento especial que Lunes de Revolución dedicó a Capablanca, para lo que contó con todo el apoyo de Guillermo Cabrera Infante, otro gran aficionado del ajedrez y de Capablanca. A finales de esa década, cuando yo estaba estudiando periodismo en la Universidad de La Habana, Hurtado me propuso escribir ese libro entre los dos, y acepté de muy buen talante. Pero Hurtado se enfermó y nunca mejoró, de manera que si el libro se daba debería escribirlo yo solo.
Por suerte, existía entonces una importante bibliografía sobre Capablanca, pero en su mayor parte era anecdótica, no profundizaba en el personaje ni en su entorno. No era eso lo que quería escribir. Yo me empeñaba en hacer una que siguiera las pautas de otras dos biografías de ajedrez que me impactaron: la de Paul Morphy, escrita por David Lawson, que ni siquiera contenía partidas, y la de Emanuel Lasker, escrita por el Dr. Joseph Hannak, que incluía ejemplos. Estoy seguro de que haber leído entonces el primer tomo de El ingenio, del historiador cubano Moreno Fraginals, me influyó mucho, pues quedé impresionado por la forma en que él hacía fácil de leer un tema tan árido como la fabricación de azúcar en la Isla. No había entonces Internet, pero el Club Capablanca tenía una colección muy completa de la revista American Chess Bulletin, en la cual Capablanca era un personaje principal. También estaba vivo el único hijo varón de Capablanca, de quien recibí una gran ayuda, así como de otras dos hermanas de Capablanca, Zenaida y Graciela, a la que llamaban la historiadora de la familia; ellas me brindaron muchos datos. Vivían todavía Francisco Planas y Miguel Alemán, que formaron el equipo cubano al torneo de Buenos Aires de 1939 junto con Capablanca. El libro lo envié al concurso de la UNEAC mientras estaba en el EJT. Como sabes, Capablanca, leyenda y realidad, que así se titula, ganó el premio en el género de biografía, una decisión que se debió en gran parte al entusiasmo del propio Manuel Moreno Fraginals, que formó parte del jurado.
Entonces, ¿cuáles crees que sean los aportes fundamentales de tu obra?
El haber desarrollado la biografía de Capablanca no tan sólo en el medio ajedrecístico, sino, además, como ser humano, con la sociedad de su época como trasfondo. Lo usual es que sus biografías arranquen en el año 1888, cuando Capablanca nace, pero yo llevé ese instante inicial hasta siglo y medio antes, con las historias de su familia en Italia y España, y la llegada del primer Capablanca a Cuba, en 1860. Estos eran aspectos ignorados hasta entonces. El hecho de utilizar elementos propios de las biografías clásicas también le brindó un cierto aire de originalidad al libro, aunque parezca insólito. Escribir un libro de ajedrez para no ajedrecistas, que pudieran leer y disfrutar todos, es también una contribución al conocimiento de la vida y obra de Capablanca de la cual me siento orgulloso: fue una forma de popularizar aún más su figura fuera del círculo limitado de los aficionados al juego ciencia.
¿Qué hace tan singular a Capablanca, qué lo mantiene vigente?
Los cubanos tenemos en él a un gran personaje universal que no debe su fama a tiros o revueltas. No es que haya sido campeón mundial de ajedrez, que ya es bastante, sino que además constituye una piedra angular en lo que ahora es el ajedrez contemporáneo. El ajedrez que se juega hoy día está influenciado más por Capablanca que por ningún otro maestro de la historia. El primero que comprendió esto fue el varias veces monarca mundial ruso Mijaíl Botvinnik, que escribió que “era imposible comprender el mundo del ajedrez sin mirarlo con los ojos de Capablanca.” Antes de Capablanca el ajedrez estaba repleto de ismos y seudo definiciones: que si ajedrez romántico; que si ajedrez de ataque; que si ajedrez clásico o defensivo; que si ajedrez moderno, ultramoderno… Hoy día ningún historiador serio de ajedrez habla de esas tendencias, y es que Capablanca acabó con ellas, al mostrar que el ajedrez era uno solo. No hay ningún jugador de ajedrez contemporáneo que se atreva a decir que no está influido por Capablanca, pues resulta imposible, de ahí que Capablanca se halla en los más altos escaños de la historia del juego, y de ese lugar no lo moverá nadie.
Pongamos el ejemplo del azerbaiyano Gari Kasparov, un gran jugador dinámico y de ataque. Cuando Kasparov en su posición encuentra una maniobra ganadora mediante el cambio de piezas y la transición a un final ganador, lo hace. Eso es jugar como Capablanca, no ofuscarse en dar jaque mate al rey contrario, sino convertir una ventaja táctica en un procedimiento estratégico mediante los métodos económicos de simplificación para alcanzar la victoria. Capablanca fue el primero que entendió cabalmente que la esencia del ajedrez es la posición.
Hablemos del estadounidense Robert Fischer, que es un Capablanca con más conocimientos teóricos en las aperturas. Fischer era un Capablanca que estudiaba ajedrez diez o doce horas al día. O el hindú Anand; hay partidas de Anand que recuerdan las joyas de Capablanca. O mucho mejor, otro gran campeón, el ruso Anatoli Karpov; cuando él plantea sus esquemas y los desarrolla, es como si Capablanca guiara sus manos. No por gusto Karpov dijo que su libro de cabecera era Fundamentos del ajedrez, de Capablanca. Recientemente Leinier Domínguez, nuestra joven estrella, me confesó la gran influencia de Capablanca en su desarrollo ajedrecístico. Hoy cuando alguien juega una partida virtuosa lo natural es decir que jugó como Capablanca. Tal es su impacto en el ajedrez, de ahí que no pase de moda, porque no fue una moda, sino el máximo arquitecto de eso que llamamos ajedrez, y que antes de él nadie lo entendió en toda su magnitud, excepto el estadounidense Paul Morphy, que a su vez fue la mayor influencia que recibiera Capablanca.
Hay quien dice que resulta inexplicable el surgimiento de un genio como Capablanca en un territorio tan pequeño, un archipiélago del Caribe con un fuerte pasado colonial.
Cuando Capablanca nace en Cuba es un hecho extraordinario, pero no incomprensible, y es que La Habana de finales del siglo XIX era, como bien dijeron Alexander Alekhine y Andy Soltis, un verdadero caldo de cultivo para el surgimiento de una figura como Capablanca, debido a lo animada que resultaba la “temporada de ajedrez” en los meses de invierno, cuando eran convidados a la capital de Cuba las principales figuras del juego.
Esto comenzó en 1883 cuando los habaneros invitaron a Wilhem Steinitz a demostrar sus talentos en la Isla. El propio Steinitz volvió a visitar la capital cubana en 1883, 1888, 1889 y 1892. Su gran rival de entonces, el ruso Mijail Chigorin lo hizo en tres ocasiones: 1889, 1890 y 1892. El famoso inglés Joseph H. Blackburne, en 1891; el húngaro inglés Isidoro Gunsberg, en 1890; el futuro campeón mundial Emanuel Lasker, en 1893, el mismo año de las primeras y precoces partidas de Capablanca. Es decir, Cuba no era un páramo para el ajedrez, sino uno de los centros más activos del planeta. Y el asunto venía de lejos. La primera mención al ajedrez en todo lo que ahora es América se registró en Cuba en 1538. El primer libro importante de ajedrez publicado en toda América lo tradujo del francés Carlos Manuel de Céspedes, en 1855. El único país del continente que visitó el norteamericano Paul Morphy fue Cuba, en dos ocasiones,1862 y 1865. El archifamoso “Autómata de Ajedrez”[5] , que se paseó por las cortes europeas, estuvo en La Habana en 1837 y 1838. Ningún otro país de América, excepto Estados Unidos, recibió la visita del autómata. Hasta 1927, los únicos campeonatos mundiales celebrados fuera de Estados Unidos o Europa fueron en Cuba entre Steinitz y Chigorin y entre Capablanca y Lasker. Es decir, que pese a su pequeñez geográfica, Cuba, La Habana, era un centro mundial del juego, al que Steinitz llamaba “El Dorado del ajedrez,” tal era su fama. En Cuba, a fines del siglo XIX, surgieron antes de que Capablanca al menos tres jugadores jóvenes de enormes talentos y con partidas muy bellas que han llegado hasta nosotros. Uno de ellos era el niño de ocho años Celsito Golmayo, que venció en exhibiciones al campeón de los Estados Unidos George H. Mackenzie. Otros dos niños, Enrique Ostolaza y Guillermo López dejaron antes de cumplir dieciséis años victorias de gran belleza contra el propio McKenzie y contra Chigorin. Esto prefigura el surgimiento en la Isla de un genio como Capablanca.
Personaje también del imaginario colectivo, por su donosura, caballerosidad y patriotismo, Capablanca dejó tras de sí múltiples anécdotas.
Y la mayoría muy buena. Me gusta recordar estas dos. En la casa de un mecenas de Nueva York esperaban a Capablanca, que era el invitado especial. Alguien, que nunca lo había visto, pidió que se lo señalaran. A éste le respondieron: “no se preocupe, cuando Capablanca llegue, usted se dará cuenta.” Esto habla a las claras de la gran personalidad y magnetismo del genio.
La otra se refiere a una figura importante del ajedrez, amante de componer problemas, que le dijo, excitado, al Gran Maestro Richard Reti: “Cuando llegue Capablanca le voy a enseñar mi composición.” Reti lo miró con pena y le respondió: “No pierda su tiempo, Capablanca lo resolverá antes de que usted termine de poner las piezas.”
Notas:
[1] Servicio Militar Obligatorio.
[2] Fuerzas Armadas Revolucionarias.
[3] Mote popular de los reclutas, que percibían como estipendio siete pesos mensuales.
[4] Instituto Cubano de Radio y Televisión.
[5] Se refiere a El Turco, un ingenio que pretendía librar partidas de ajedrez contra humanos. Su constructor fue Wolfgang von Kempelen (1734-1803). Se trataba de una cabina de madera con un maniquí adentro. Se supone que era puro ilusionismo, y que en vez del muñeco quien movía las piezas era un maestro de pequeña estatura, escondido tras la maquinaria de relojería.