Olvídense de las estadísticas. La mejor manera de saber el arribo de turistas a La Habana es el largo de la fila para entrar a La Zorra y el Cuervo.
¿La ecuación? A mayor longitud, mayor afluencia. Eso no falla.
En la mañana, pueden verse a pequeños grupos husmeando en la cartelera de la semana de este club temático, dedicado en cuerpo y alma al jazz cubano desde hace más de veinte años y ubicado en La Rampa.
En esa rambla de fines de los cincuenta que termina en el mar, el paseante puede tener, sin convertirse en un vándalo, a un Lam, Portocarrero, Martínez Pedro, Bermúdez o Amelia Peláez bajo las suelas de sus zapatos. Se trata de reproducciones en mosaicos graníticos en las aceras de la avenida 23, una arteria que combina sin prejuicios bares y ministerios.
De todas partes
En la noche, cerca de las diez, la fila es un remedo babélico. Desde los cercanos latinoamericanos, hasta los lejanos coreanos o australianos, pasando por los infaltables estadounidenses, canadienses y europeos.
Kim, un seulés con lentes de miope, balbucea en inglés que es su primera vez en Cuba, pero una ansiedad que se agolpa en su mirada pone en entredicho la pródiga ecuanimidad de los asiáticos. Está loco por conocer el jazz hecho en la isla.
Melanie, californiana, dice en perfecto español: “No me pierdo una noche aquí por nada de la vida”.
¿Y usted conoce el jazz cubano? “Hombre, como no lo voy a conocer. Es como si preguntara a alguien si conoce la Biblia”, me responde el malagueño Arturo, quien el día anterior no pudo entrar al club por vestir en short.
A las diez, en una rara puntualidad en una isla de horarios laxos, los casi hieráticos integrantes de la hilera bajan las escaleras del soterrado y franquean la puerta mullida.
Entonces la semipenumbra y la música hacen lo suyo. Ríen, conversan, se saludan, baten palmas, mueven los pies y hasta saltan de sus sillas para estirar las piernas con un pasillo cuando la percusión cubana pone a hervir la sangre.
Hasta han sacudido el esqueleto con el estadounidense Víctor Goines, una estrella de la Jazz Band at Lincoln Center, que esta noche por momentos ha abandonado su parquedad gestual para salirse del plato, invitando al público a que siga la belleza colérica de su saxo.
Sonido y espacio
La música en este sótano de unos cien metros cuadrados es compacta. Puede imaginarse como una placenta sonora que, pese a lo invisible, envuelve y hasta se podría palpar.
“Los pisos son muy duros, las paredes no tienen recubrimiento, el techo es plástico. Trato que las agrupaciones tengan un sonido más acústico, más natural, evitando así tanta estridencia”, cuenta Inti Martínez, el sonidista del bar, también un veterano de veinte años en el sitio.
Gestionar el sonido en esta ratonera es todo un arte. Las bandas tienden cada vez más a emplear la electrónica. “A veces hemos llegado a trabajar con dos kilos de potencia”, precisa Martínez.
El quid está en evitar un caos sonoro, cuando a la misma vez se mezcla el sonido de la sala, con el de la propia referencia y el que sale de los instrumentos en un escenario casi liliputiense.
A estas alturas, el local, al que los directivos del Blue Note no miran por encima del hombro, sino como a un honroso similar, todavía no posee un sistema óptimo de grabación para editar jam sessions en directo con sello propio.
Música y cocteles
En la triunfante euforia nocturna de la tribu, tienen su parte de mérito, sin menoscabo de la música, los mojitos preparados por Eliecer Carbajo.
Habilidoso hasta casi lo circense con las botellas y los vasos, este barman no sabía nada de jazz hasta que hace veintiún años se vino a trabajar a esta barra.
“Todo lo que sé lo he aprendido aquí”, dice mientras dispone un Blen, blen, un cóctel de su autoría a base de jugo de naranja, ron Havana Club Reserva y licor de menta.
La bebida fue pensada en honor a Chano Pozo, el percusionista cubano que aportó las picantes congas a la banda de Gillespie- y por extensión al género en Estados Unidos- y que murió a tiros en una barbería de Harlem, en 1948, por un asunto de drogas.
El Blen, Blen no es el único. La imaginería asociada al género da para mucho más. Entre otros, Havana Jazz, Jazz and Soul, Sexo Jazz y Claudia, que toma el nombre de una pieza del gran Jesús Chucho Valdés.
“Para mí el jazz es una de las músicas más preciosas que hay, porque el músico trata de sacar dentro de él toda su energía improvisadora y trata de crecerse”, entiende Carbajo. “Incluso hay quien dice que todos los jazzistas son músicos, pero no todos los músicos pueden ser jazzistas”, lo cual, según este cantinero de manos centelleantes, puede llevarse a clave etílica: “Todas las cavas no son champán, pero si todos los champanes son cavas”.
En La zorra y el Cuervo la bebida es un valor agregado. Aquí, a la mayoría de los clientes les basta con el par de cocteles que asegura el cover. Con ellos pasan las cuatro horas de espectáculo.
“El bar no es el centro, el centro es la música”, exalta Waldo Cárdenas, productor artístico del club.
Flash back
Con Cárdenas uno puede armar la historia de este club. Nacido en 1957 al estilo de los nichos underground de Nueva York, La zorra y el Cuervo era uno más en la juerguista Habana de entonces, una ciudad de millonarios y mártires.
Aunque ocurrieron esporádicas jam sessions en este sótano de la avenida 23, sus dueños lo concebían para fines menos sofisticados.
En los sesenta, ya con los barbudos en el poder, el local apañó las descargas de Los chicos del jazz, una banda informal por la que pasaron el saxofonista Paquito D’Rivera, el bajista Nicolás Reinoso y el percusionista Amadito Valdés, además del compositor y arreglista Rembert Egües, entre otros.
Aunque durante las décadas de los sesenta y los setenta, el jazz fue contenido por cierta ojeriza oficial, hacia fines de los noventa la isla se había convertido en una de las potencias del género a nivel internacional, toda vez que los permisivos ochenta trajeron aires renovadores, como el Festival Jazz Plaza, el esplendor de la superbanda Irakere y una eclosión de grupos formados por talentos salidos de los conservatorios y las escuelas de arte.
Desfile de estrellas
Fue tal el desborde de las nuevas generaciones de músicos, que en 1997 se creó en La zorra y el Cuervo el concurso JoJazz.
Esa plataforma caza-talentos ha nutrido el sello Colibrí, con nombres que ahora llenan tanto el club como diversos lunetarios, dentro y fuera de fronteras, con igual holgura y diversa geografía.
Es una lista larga. Algunos nombres chisporrotean. Yasek Manzano, Michel Herrera, Jorge Luis Pacheco, Roberto Fonseca, Yissy García y Dayramir González, entre otros, que se sustentan sobre la tierra firme de consagrados: los dinásticos Valdés –Jesús, Oscar y Lázaro– Gonzalito Rubalcaba, el Greco, Fidel Morales, los López-Nussa –otra familia con heráldica– o bandas como Mezcla y Opus 13, que han desfilado por la escena de La Zorra y el Cuervo, junto a George Benson, Wynton Marsalis, Ron Carter, Ronnie Scott, Arturo O’ Farrill Jr. y un largo etcétera de notables extranjeros.
“Muchos son leyendas y consideran este lugar como un templo”, dice orgulloso el productor artístico.
Para calzar la calidad de la oferta, echa mano a estadísticas de TripAdvisor: Poco más de setenta por ciento de los clientes le otorgan excelente y veinte por ciento un muy bueno, pese a que algunos, como Ken Lee, pasan por encima de contrariedades escribiendo en el portal turístico cosas como “Alta energía. El sudor cae por la cara (el espacio es un poco caluroso incluso con los aires acondicionados). Pero si realmente te gusta el jazz puro, este es el lugar para estar”.
Otra ventaja de esta exclusividad habanera, pondera el empresario, es que nunca cierra.
“Trabajamos siete por siete. El cliente no tiene que preguntar cuándo abrimos. Abrimos todas las noches y todas las noches hay jazz”, sella Cárdenas, pensando tal vez que la música puede competir con la eternidad. Siempre estuvo y siempre estará.
El como siempre, tan excelente profesional. No deja de atraparme con sus trabajos.