En la foto de Juan Villoro que aparece en la solapa de las obras suyas publicadas por la Editorial Anagrama, puede vérsele ante una mesa sobre la cual descansa, abierto, un libro o un cuaderno. La cabeza del escritor mexicano, de barba negra y frente ancha, se encuentra ladeada hacia su izquierda; su atención es reclamada por algún objeto o persona fuera de la foto, aunque lo más probable es que no esté mirando hacia ningún lugar, sino pensando. ¿En qué? Me gustaría creer que en el texto que lo ocupa en ese momento. Posiblemente me equivoque y Villoro, en realidad, esté pensando en algo un tanto más pedestre, como las compras que debe realizar al día siguiente (si es que Villoro va de compras) o en esa cena a la que fue invitado y de la cual quisiera zafarse. La imagen, no obstante, por su demasiada perfección y elocuencia, parece montada. No debe descartarse, pues, que el escritor esté pensando en el fastidio que supone posar para una foto tan obvia.
Juan Villoro, como la mayoría sabe, es hijo de Luis Villoro, reconocido intelectual y filósofo mexicano, y nació en Ciudad de México, en 1956. Su afición por el aforismo, que él mismo ha cultivado, y por el rock es harto conocida por quienes hemos tenido la placentera oportunidad de leerle. Es igualmente conocida por muchos su disposición a socorrer a sus amigos escritores.
Las relaciones entre literatos suelen estar matizadas por recelos, envidias solapadas y rencores inconfesados. Sin embargo, tengo la impresión de que Juan Villoro se lleva de maravillas con sus amigos escritores. Más de uno ha precisado de su ayuda y el mexicano, que yo sepa, no ha vacilado en dársela. Y no lo ha hecho a regañadientes, sino de buen grado. El argentino Rodrigo Fresán, por ejemplo, al final de Mantra, una novela sobre México, le agradece a Villoro «por la santa data ofrecida y por su entusiasmo de siempre». En la lista de nombres consignados en los «Agradecimientos» del libro Huesos en el desierto, de Sergio González Rodríguez, está incluido el de Villoro. No me cabe duda de que algún tipo de auxilio proveyó a Roberto Bolaño mientras el chileno, su amigo, escribía esa obra monumental que es 2666. Y todo parece indicar que puso en contacto a Sergio Pitol con el doctor Federico Pérez, su propio cuñado, quien el 14 de octubre de 1991 procedió a hipnotizar a Pitol para liberarlo así de la adicción a la nicotina. Su generosidad, sin embargo, puede alcanzar incluso a escritores que él no conoce y que tal vez nunca llegue a conocer.
Uno de ellos es cubano.
Hace dos o tres años, Juan Villoro, como hiciera antes Achy Obejas, tuvo la gentileza de facilitar los 1000 dólares que hacen del Premio de Cuento La Gaceta de Cuba uno de los mejor cotizados en la Isla.
Pero Villoro no es únicamente un buen tipo, un amigo solícito y fiel. Villoro, y he aquí lo que de veras importa, o lo que de veras nos debería importar a nosotros, quienes lo conocemos tan solo por sus libros, es asimismo un gran escritor. Sus cuentos, dijo Bolaño, «están entre los mejores que se escriben hoy en lengua española». Y no le falta razón.
En 2004, un jurado compuesto, entre otros, por Esther Tusquets y Enrique Vila-Matas, le otorgó el XXII Premio Herralde a El testigo, acaso la novela más ambiciosa de cuantas haya escrito hasta ahora el mexicano. En esta obra, a primera vista, se cuenta lo que acontece a Ulises una vez que arriba a Ítaca, si bien el Ulises de Villoro se llama Julio Valdivieso y su Ítaca tiene por nombre México. El testigo es también una novela sobre la historia de ese país o al menos sobre una porción significativa de ella. Y es, quizá antes que todo, una novela sobre el poeta Ramón López Velarde.
El disparo de argón, su primera novela, fue publicada en Cuba por la Editorial Arte y Literatura. En 2012 la barcelonesa Editorial Anagrama, por su parte, publicó Arrecife.
El ensayo ha sido otro de los géneros literarios frecuentados por Villoro. A él debemos algunos de los textos más lúcidos o amenos sobre las obras de Juan Carlos Onetti, Thomas Bernhard, Ernest Hemingway, Juan José Saer, Sergio Pitol, Malcolm Lowry, William Burroughs, Arthur Schnitzler o J.M. Coetzee. Un número considerable de ellos se puede hallar en los libros Efectos personales y De eso se trata. Ensayos literarios.
Además de ser un buen tipo y un excelente novelista, cuentista, traductor y ensayista, que ya es bastante, Juan Villoro ha ejercido con éxito el periodismo. Sus crónicas le han ganado un prestigio y una popularidad comparables con los que le ha conferido el resto de los géneros que ha tenido a bien cultivar. Dios es redondo, volumen que reúne crónicas de fútbol, fue merecedor del Premio Internacional Vázquez Montalbán.
En este año que ya casi termina, la editorial Seix Barral publicó Espejo retrovisor, un libro que recoge varios cuentos y crónicas escritos por el mexicano a lo largo de tres décadas y seleccionados por él mismo. «No busqué los “mejores” textos», confiesa en el prólogo, «sino los más próximos a mi memoria». Espejo retrovisor, afortunadamente, será publicado en Cuba por el Fondo Editorial Casa de las Américas.
Juan Villoro, el escritor que tradujo a Lichtenberg y que asistió durante un semestre a un curso sobre Shakespeare impartido por Harold Bloom, el periodista irónico y sagaz que entrevistó a Mick Jagger y acompañó a Salman Rushdie durante la breve y cautelosa visita de este último a México, el profesor que ha dado clases en las universidades de Yale y Princeton, estará en La Habana.
Entre el 26 y el 29 de noviembre próximos, la Casa de las Américas dedicará su Semana de Autor al escritor mexicano.
Yo, si mis obligaciones me lo permiten, iré a escuchar lo que Villoro tiene que decir y lo que por supuesto otros, quizá un poco presionados por la presencia del mexicano, dirán sobre él y su obra. Estoy seguro de que muchísimos acudirán a la cita. Habrá, como es lógico, quien no vaya ni un solo día, ya porque no le interese o ya porque algo se lo impida. Pero hay una persona que, si se encuentra en La Habana por esas fechas y si carece de obligaciones apremiantes, haría bien en no faltar, pues ¿en qué otra ocasión tendrá la oportunidad de ver a Villoro de cerca y, si la suerte le sonríe, de estrecharle la mano y agradecerle? Me refiero, claro está, al ganador de cierto concurso cubano de cuento.