Nuestra condición insular, el pasado colonial, la ausencia de una cultura aborigen con ganas de construir algo para la posteridad o quizás la suma de todo lo anterior, puede ser el factor que desata en algunos cubanos una especie de añoranza por la nobleza, no la nobleza de carácter o de sentimientos, sino aquella que se plasma en un título y gracias a la cual un individuo se gana el respeto o al menos la consideración de sus semejantes.
Cuba tuvo su aristocracia, de la cual dejó la mejor constancia Francisco Xavier de Santa Cruz y Mallén, Conde de San Juan de Jaruco, en su obra Historia de Familias Cubanas; pero, salvo algunas excepciones, la aristocracia de ultramar olía rancia desde sus orígenes y no era más que el último estertor apenas imperceptible de un pasado glorioso y bélico, lejano en el tiempo y el espacio.
Pero como siempre se añora lo que no se tiene, quizás para los criollos nacidos en la isla, lejos del viejo continente y de sus títulos nobiliarios, tener una distinción de este tipo era algo que podía contribuir a abrirse camino en la vida, y los títulos poco a poco pasaron de ganarse en las batallas a comprarse en las notarías, algo que no era nada nuevo si tenemos en cuenta que Góngora en el mil seiscientos algo ya lo había inmortalizado en un poema:
Cruzados hacen cruzados,
Escudos pintan escudos,
Y tahúres muy desnudos
Con dados ganan condados
El siglo XX trajo la abolición de estos títulos por todo el mundo, algunos restaurados posteriormente, para más tarde volver a desaparecer según los gobiernos de turno. Lo cierto es que los títulos nobiliarios se convirtieron en una especie de arcaísmo que desentonaba con la manera de comunicarse en los tiempos modernos y muchos de ellos se convirtieron en meros apellidos, en el más noble de los casos con preposiciones o guiones separando las palabras.
Cuando parecía que iba a morir para siempre esa nobleza olvidada en el escudo de alguna fachada cubana, o en los volúmenes empolvados y solitarios de las bibliotecas renació, gracias a los nuevos negocios que el cubano, en su afán de expresar su grado de calidad superlativa, volvió a rescatar; esta vez para asuntos menos heroicos pero más cercanos a la naturaleza humana o, mejor aún, a sus necesidades.
Es por eso que hoy tenemos un Palacio… de Los Jugos, un Castillo… de Las Frutas, pero también un Rey… de Las Fritas, a los cuales acudimos a saciar nuestro apetito plebeyo agradecidos de sus reales banquetes.
Tenemos también un Rey… del Ponche, que es capaz de descender de su trono e inclinarse ante nuestra llanta desinflada y arreglarla con su excelentísima destreza. Le llamamos Reina a una olla eléctrica que puede cocinar a presión los más disímiles platos, quizás porque reconocemos la nobleza que ese acto implica, aún cuando nadie se imaginaría a Isabel La Católica haciendo carne con papas o a María Antonieta programando el tiempo de un congrí.
Incluso hasta en un género tan “terrenal” como el reguetón tenemos príncipes y un autoproclamado “heredero al trono”, y también en el Changüí. Y uno piensa en qué Marqués o qué Conde se va a dedicar a inventariar esta nobleza postmoderna con la que chocamos a diario o cómo se sentiría Robespierre caminando por las calles de Miami o La Habana, viendo tanto Rey y Reina anunciado. ¿Le dolería la cabeza, tomaría la pastilla?
En fin, nuestra monarquía es una realidad y hay que aceptarla, aún cuando nos haya sido impuesta (¿no fue así con todas?), como aquel bardo que se autoproclamó el monarca absoluto de la salsa en los 90 con un edicto que rezaba: “Y ahora soy el rey, si te gusta bien y si no, también”.
Te falto Rey Pizza, ese es el verdadero Rey