Los carteles en la entrada del estadio señalan las rutas posibles a la frontera norte de México: Vía Querétaro hacia Nuevo Laredo. Vía Irapuato hasta Ciudad Juárez. Vía Guadalajara hasta Tijuana. Cualquier camino supone hasta 25 días caminando 24 horas consecutivas. Muy pocos van con una ruta trazada. La mayoría se aferra al lomo de las pipas, a las cajas de los tráileres, a la buena voluntad del aventón y el azar.
La sobrepoblación es una de las especialidades de la Ciudad de México. En este paraíso de transeúntes sin rumbo fijo, los refugiados tienen una idea que no se quitan de la cabeza: “llegar al otro lado”. Los centroamericanos se acoplan con la multitud. Caminan en todas direcciones con sus cobijas enrolladas en la mochila. Desde el domingo 4 de noviembre, miles de ellos acampan en las gradas del Jesús Martínez Palillo, en el oriente de la capital mexicana.
Alrededor del estadio están los refugiados que ya no alcanzaron lugar. Acampan debajo de casas de campaña improvisadas con cobijas estampadas con animales salvajes. Otros duermen sobre las resbaladillas. Los tigres, los elefantes y los flamencos protegen su sueño de las ramas otoñales. Rigoberto Núñez, de 32 años, está sentado en un subibaja. Deshebra un muslo de pollo con sus dientes, y entre bocados comenta:
“Yo tengo tres hijos pequeños, no es lógico arriesgarlos. El mayor riesgo es mío. Mire que a un primo le pegaron tres balazos en Morazan. Tenía 16 años. Me buscaban a mí también. Solo por ver. Me dijeron ‘tienes dos opciones: o sales o te matamos’. Entonces agarró un machete y me dio en la rodilla” (sic).
Rigoberto muestra una cortada detrás de la rodilla. Una cicatriz blanda. Irregular. A pesar de eso, Rigoberto está feliz porque el exilio lo llevó a conocer al “amor de su vida”. Se encontró con Vilma Hueso cuando fue a la tienda.
“Ves, pues cruzamos las miradas”, cuenta con picardía. El esfuerzo de varios días de caminata los unió de un modo físico. Rigoberto le coqueteó, bebieron cerveza y entraron en la intimidad del pasado.
“Sentí mucha calma porque como uno viene con la niña, da angustia”, cuenta Vilma, de 33 años, con su hija entre los brazos. Ella es una de los mil menores de 17 años que han recorrido más de mil 800 kilómetros desde Morazán, Honduras.
–¿Tiene miedo de que la separen de su hija?
– Uno tiene más miedo de regresar –dice mientras la niña ahora corretea en el lodo.
Vilma compensó la incertidumbre con acción y se fueron juntos inmediatamente, en una oleada de romance trashumante. Cuentan que gracias a la caravana no los interceptaron agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), quienes extorsionan con 1000 pesos mexicanos (unos 50 dólares) para permitir el tránsito. En la zona sur de México, los migrantes están expuestos a abusos de delincuentes comunes y autoridades públicas, desde el Ejército hasta la policía municipal.
Rigoberto tiene una camiseta con las letras Ley SB1070 con una raya cruzada. Es la ley de odio impulsada por el estado de Arizona para criminalizar a los inmigrantes.
–¿Vale la pena migrar?
–Lo más difícil ha sido pensar en mi familia, quiero en este tiempo ir a Estados Unidos para ayudarles. Quiero conocer Las Vegas, trabajar en la construcción, en la soldadura o en la mecánica. Solo volvería para sacar a mis hijos de la violencia –dice Rigoberto.
Los refugiados acampan en un estadio con el nombre de un humorista de la época de oro del cine mexicano. Su currículum lo describe como el “rey del teatro de carpa”. Donde antes había una pista de atletismo, hay ahora cinco carpas blancas instaladas por el gobierno de la Ciudad. La más grande está confinada para las familias, las medianas para las madres solteras y las pequeñas para los hombres. Los márgenes del estadio son agujeros de perdición, hoyos fonki donde un salvadoreño intercambia una bacha con un hondureño. Urinal al aire libre. Depósito de pañales, envases y ropa abandonada.
Un informe sobre las deficiencias de la atención del Estado mexicano a la caravana migrante, realizado por la Defensoría de los Derechos Humanos de Oaxaca (DDHO), documentó sanitarios en condiciones insalubres, contaminación de agua, ausencia del gobierno federal, abuso sexual contra menores y mujeres, violencia intrafamiliar, discriminación a adultos mayores, maltrato físico a integrantes de la comunidad LGBT+, “el extravío de al menos tres menores” y hasta “prostitución al interior del albergue”.
En las carpas transcurre el tiempo. Algunos refugiados están panza arriba, contemplando el techo. Están cuerpo con cuerpo, como si estuvieran metidos en una caja de lápices de colores. Afuera los juegos de fútbol se repiten por todo el estadio: dos cobijas bastan para formar una portería. Hay filas que se hacen y deshacen al mínimo rumor. “Conseguimos calcetas”, se escucha en la línea para pedir zapatos. “Fúmele banda, fúmele”, grita un hondureño que vende cigarrillos chinos.
Los hondureños Víctor Leonel (26) y Jessica Britany (25) saldrán pronto a Monterrey. Llevan a un bebé con un moco tendido sobre los labios. Su ubicación es estratégica: cerca del servicio médico, cerca de los sanitarios portátiles, cerca de los tanques que fueron instalados para ducharse al aire libre, cerca de las filas para recoger tenis.
“El presidente está perro, mejor llegar a los iueséi”, dice con tenacidad. El gobierno de Daniel Ortega comenzó un proceso de represión contra los manifestantes que exigen fin a su mandato.
Johny Muller, de 28 años, chofer en Nicaragua, huye del régimen orteguista. “Soy perseguido por protestar pacíficamente. Temo por mi vida”, confiesa. “En Nicaragua nos despiden, nos meten presos por delitos que no cometimos y se nos acusa de terrorismo”.
–¿Regresarías a tu país?
–¿A qué? El gobierno sólo mata: ya van más de 600 muertos.
Los peligros que enfrentan muchos de ellos no exceden los riesgos a los que están sujetos ahora en México: Arturo Peimbert, titular de la DDHO, denunció la desaparición de entre 80 y 100 migrantes en Ciudad Isla, donde la caravana se fragmentó. “65 niños y siete mujeres fueron vendidos”, denunció públicamente el 5 de noviembre.
Luis Antonio Pineda, de 38 años, tiene la piel curtida por el sol. Los pies ásperos, con el cuero endurecido. Lleva 24 días desde que cruzó la frontera de México con Guatemala. Luis se repite entre murmullos un mantra: “No hay trabajo, por eso nos vinimos”. Luis viaja junto con su hermana y su sobrina. A las dos las maltrataba su cuñado, padre de la niña.
Luis huye de la estadística económica, porque en Honduras hay 270 mil personas desempleadas al año, informan cifras oficiales. El currículum de Luis es portentoso: mecánico, albañil, constructor, cuidador de ganado, chofer, aserrador. Hace un mes vendió sus herramientas por 14 mil lempiras (580 dólares). “Ya me lo comí casi todo”, cuenta.
Se lleva las manos al rostro y suelta mortificado: “A mí me da pena. Ayer me quedé sin cenar y salí a buscar comida. Me dijeron: ‘váyanse cabrones, ya no los queremos’. Y nosotros no venimos ofendiendo, venimos pacíficos”.
–¿Regresaría?
–No, yo no le avisé a mi esposa.