El pasado sábado 30 de junio, después de un incomodísimo viaje de dieciocho horas, Yonais Faríñez llegó a Bogotá. El semblante que cargaba era deplorable, casi fantasmagórico: estaba sucia, mareada, tenía taquicardia y sus sangrantes labios intentaban cicatrizar. La deshidratación ya había empezado a pasarle factura.
Aquello que dio la bienvenida a Yonais a un lugar que jamás pensó visitar, fueron varios garrotazos que dio el ayudante del bus donde viajaba. Estos golpes, para sus fatigados oídos, fueron como una hermosa percusión en medio de la férrea cacofonía del motor. A continuación, dos gritos secos: ¡Llegamos! ¡Bájense!
Cuando Yonais percibió la luz de la ciudad, se encandiló. “Yo pensé que me iba a desmayar, que no iba a aguantar, fue un momento horrible” dice. La repentina ceguera le impidió moverse con la pericia propia de sus veintiséis años, entonces tuvo que pedir ayuda para salir del maletero del bus interdepartamental en el que se transportó, hacinada con otros ocho venezolanos desde la fronteriza ciudad de Cúcuta.
Para poder entrar a Colombia, Yonais pasó por debajo del Puente Internacional Simón Bolívar. El río Táchira no estaba tan crecido y, siguiendo algunas recomendaciones de otros migrantes, levantó su precario equipaje y empezó a cruzar. Una mala pisada hizo que se cayera, mojando así todas sus pertenencias y perdiendo la gorra vinotinto con la V de Venezuela que el hermano menor le había regalado en Maracay, su ciudad natal, minutos antes de abordar el autobús que la llevaría hasta la frontera.
“Con noventa mil pesos (30 USD) habría viajado a Bogotá, sentada, tranquila, como cualquier persona, pero como no tenía ningún papel que me acreditara como persona legal, se aprovecharon de eso. Es un negocio perfecto: ninguna línea vende boletos a indocumentados, pero los conductores, a las afueras de la terminal, ofrecen lugares en los maleteros y cobran trescientos mil pesos (100 USD). Saben que los pagas porque tienes la necesidad pintada en la cara”.
Para viajar, Yonais no gastó nada. Ella solo tenía que llegar a Bogotá con el dinero que William Bohórquez, un profesor universitario colombiano, le había hecho llegar. De cualquier manera, si Yonais hubiera decidido abandonar Venezuela por cuenta propia, no habría tenido cómo, ya que ni el diploma que la acreditaba como Contadora Pública, ni el bajo sueldo que percibía como soldado de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana le valían para sobrellevar una subsistencia digna, por lo menos capaz de atajar las necesidades más básicas.
Su adhesión castrense, además, le ponía varios inconvenientes al frente: Uno, sabía que si pedía la baja no se la darían. Dos, seguir trabajando significaba defender la doctrina de un gobierno que a sus ojos no hace otra cosa más que hundir al país. Tres, si desertaba, se haría acreedora de una causa penal en su contra con el pomposo título de “Traición a la Patria”.
Yonais optó por la última opción.
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Carmen Lucía abandonó su trabajo. De un día para otro notificó que no volvería. Cuando William le preguntó el porqué de su repentina decisión, ella se limitó a responder: “Cuestiones personales”. La noticia consternó a la familia, sobre todo a Susana, la pequeña de ocho años que, después de cuatro de convivencia, consideraba a Carmen Lucía su segunda madre. William no quiso ahondar en el asunto, más por irritación que por otra cosa y, por el contrario, empezó a preguntar a conocidos si sabían de alguien que estuviera disponible.
Una noche, William recibió la llamada de un amigo que le proponía poner un aviso en la plataforma OLX. “Se busca nana, venezolana, Bogotá”. A él le había funcionado: después de haber entrevistado y haber enviado dinero a dos chicas para que vinieran a Colombia, la tercera fue la que llegó. A William le hizo ruido la propuesta, pero a los pocos días reaccionó: “¿Y si en vez de poner un anuncio le preguntamos a tu nana si conoce a alguna que esté dispuesta a venir?”
Naturalmente, la nana del amigo intentó involucrar primero a un par de hermanas y después a una prima, pero ninguno de los perfiles presentados convenció a Susana. Algunas semanas después de estar buscando por todos lados, llegó una solicitud de amistad y un mensaje al perfil de Facebook de William: “Hola, mi nombre es Yonais y estoy interesada en trabajar como nana. Nunca antes lo hice pero me gustan los niños. No tengo problema en viajar. Su contacto me lo pasó una amiga que ya está allá. Quedo atenta. Gracias”.
William aceptó la solicitud de amistad y respondió al mensaje solicitando el currículo. Mientras tanto revisó el perfil de Yonais. Lo visto le entusiasmó: joven, profesional, amante de los animales, muchas fotos familiares, publicaciones con frases de superación personal. Al día siguiente llegó el currículo.
“Experiencia laboral:
2010-2011 Cajera Supermercado José Félix Rivas.
2012-2014 Mucama Hotel Princesa Plaza.
2015-Actualmente Militar Fuerza Armada Nacional Bolivariana.”
A William se le ocurrió que podría ser una broma y, después de consultarlo con su mujer, ambos decidieron, por mera curiosidad, citarla a una entrevista virtual. Después de la presentación, la primera pregunta, directa: “¿Por qué no quieres seguir siendo militar si supuestamente Venezuela está en las manos de ustedes? Yonais sonrió y replicó: “Señor, mi país está en las manos de unos pocos. Yo solo sigo órdenes y si eso me diera para vivir seguiría haciéndolo, es más, si pudiera ejercer mi profesión ¿qué necesidad tendría yo de irme? Yo no sé nada de política, pero sí sé que aquí lo único que da es irse”.
Cinco días después de la entrevista, además de ir a buscar el dinero que William le había enviado, Yonais se encontró redactando una carta en la que muy formalmente pedía la baja. Una carta que llegaría a feliz destino gracias a su mejor amiga, también militar. La carta sería entregada una vez Yonais ya no estuviera en Venezuela y, para evitar sospechas de complicidad, la amiga diría que la carta amaneció debajo de la puerta de su casa.
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Yonais le ha contado una y otra vez su historia de migración a Susana. Lo que más interesa a la pequeña es el episodio del viaje en el maletero. Le parece tan asombroso el relato que siempre quiere saber más: “¿Te daba miedo la oscuridad? ¿Qué comías? ¿En qué pensabas? ¿Hacía mucho frío? ¿Qué pasaba en las curvas? ¿Cómo hacías para hacer pis?”.
Yonais permanece tranquila y responde cosas que ni siquiera ella misma sabe cómo sobrellevó: “Sí le temo a la oscuridad, no comí nada porque no tenía, no pensaba nada porque estaba muy asustada, la segunda mitad del viaje fue terriblemente gélida, en las curvas todos nos apretujábamos y nos golpeábamos entre nosotros y no había donde hacer pis. Algunas personas no aguantaron las ganas y no tuvieron más remedio que hacerse en los pantalones”.
No obstante, lo que más descolocó a Yonais no fue el nebuloso viaje entre Cúcuta y Bogotá, sino, paradójicamente, el desplazamiento que realizó entre Maracay y San Antonio del Táchira: “Cada kilómetro recorrido significó para mí una herida profunda de la que no creo poder recuperarme tan fácilmente. Ver tu país, tu gente, tus montañas y saber que va a llegar un punto en el que todo eso que eres se va a convertir en pasado, en memoria, que ya no vas a pertenecer más a tu lugar, es muy triste. Lloré muchísimo.”
Yonais vive con la familia Bohórquez. Allí no le falta nada y tampoco tiene que aportar económicamente. En un principio, ella temía que William le fuera a cobrar los quinientos mil pesos (170 USD) que invirtió para traerla a Bogotá, pero eso nunca pasó. Al contrario, asegura que ha sido acogida de una manera que ella no esperaba, más cuando en Venezuela había escuchado historias de mujeres que una vez cruzaban a Colombia las secuestraban y las obligaban a prostituirse o a transportar drogas.
Su trabajo es cuidar a Susana: llevarla, traerla, atenderla, alistarla, escucharla, supervisarla. Gana ciento cincuenta mil pesos semanales (50 USD) y, en dos meses de trabajo, Yonais ha enviado la mitad de los sueldos a su familia. El resto intenta ahorrarlo, pero confiesa que se ha topado con algunas tiendas de ropa que la tienen seducida. Los fines de semana tiene salida y, hasta ahora, siempre se ha ido con la amiga que la animó a ponerse en contacto con William.
– ¿Con qué sueñas?
– Sueño con volver a soñar. Desde que salí de Venezuela no sueño nada.
– ¿Cuándo vuelvas a soñar con qué te gustaría soñar?
– Con volver, obvio, pero eso es imposible mientras ellos sigan mandando, por lo menos para mí: si yo vuelvo me meten presa por supuesta traición a la patria.
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El caso de Yonais es uno más en medio de la ola migratoria que tiene trastornada a una ciudad de 9 millones de habitantes como Bogotá. Una ciudad que nunca recibió elementos externos masivos, más por una política internacional asumida por un gobierno híper conservador que, por ejemplo, para evitar la llegada de extranjeros, decidió prácticamente cerrar todos los trámites en los consulados y embajadas en Europa durante gran parte de la convulsa primera mitad del siglo XX.
De esta manera, la migración venezolana actual ha puesto a pulso tanto la tolerancia como la solidaridad de los bogotanos. El transporte público y las calles son los principales espacios de trabajo y supervivencia. Muchos ejercen la venta ambulante, reparan tecnología, atienden negocios, asean viviendas, cuidan lugares, se prostituyen, cocinan, algunos cantan y bailan, otros simplemente piden. Pocos han podido insertarse formal y determinantemente en la vida económica del país, mientras los demás, en su gran mayoría, no tienen más remedio, para poder comer, que dejarse explotar.
Según datos de la ONU, 2,3 millones de personas han abandonado Venezuela en los últimos años. Se calcula que un 70 por ciento de esa migración se trasladó a países sudamericanos y del Caribe. El caso colombiano es el más espinoso, ya que al ser el país limítrofe más accesible es, por supuesto, al que llega la gente más empobrecida.
En este 2018, por ejemplo, se han empezado a visibilizar largas marchas de venezolanos a lo largo y ancho del territorio colombiano. Miles de personas han cruzado el país a pie desde Cúcuta (frontera con Venezuela) hasta Ipiales (Frontera con Ecuador) con el objetivo de seguir bajando hasta países como Perú, Chile y Argentina.
Mil cuatrocientos treinta kilómetros separan las dos ciudades colombianas; hay que subir y bajar varias cordilleras, pasar por todo tipo de climas y se corren innumerables riesgos, no solo humanitarios, sino también de seguridad. Colombia, aún después del acuerdo de paz, sigue alojando una guerra multilateral, una guerra taciturna pero igual de feroz y decisiva.