Hace unos meses visitaba Cuba y, de paso por Viñales, tuve ocasión de conversar con una familia campesina de ese poblado pinareño. Mientras degustaba un café en la humilde vivienda, la señora de la casa me explicaba los avatares por los que pasaba Rafaelito, uno de sus hijos, de 8 años.
Según me contaba esta mujer, el muchachito era muy laborioso en sus tareas escolares pero un poco lento a la hora de completar las actividades asignadas. Por esta razón, sus calificaciones eran malas. En ocasiones el niño no podía completar los exámenes porque no le alcanzaba el tiempo estipulado para concluirlos. Últimamente, el chico, cada vez más frustrado, le estaba haciendo rechazo a la escuela. El papá de Rafaelito me explicó que en una reunión con la maestra (donde se habían discutido algunas formas de ayudar al muchacho) ésta les había explicado a los padres que ella hacía todo su esfuerzo y les daba la misma atención a todos los niños. Por esa razón, según la instructora, la mayoría de los chicos obtenían buenos resultados académicos.
En conclusión, la profesora afirmaba que “la culpa” del retraso escolar del niño no era de ella, sino que debía radicar en que Rafaelito, o era lento, o era vago, o era bruto. La maestra también les había dicho que no podía darle al niño minutos extra para completar las pruebas (o dedicar un tiempo excesivo de la clase enfocada en él) porque esto sería injusto para con los otros estudiantes (aquellos que sí estaban bien en la escuela y que terminaban sus exámenes y tareas a tiempo). Por último, la educadora les había sugerido que quizás la solución estaba en que los padres del niño contrataran a un tutor para que este le repasara el contenido escolar al muchacho.
Como una visión recurrente, la historia de Rafaelito ha estado martillándome la cabeza durante todos estos estos meses. Quizás porque la solución sugerida por la maestra -contratar un tutor- está fuera de las posibilidades económicas de esta familia; tal vez porque el tema de los niños con desventajas es universal y urgente en escuelas y familias de todos los confines del mundo; o a lo mejor porque mientras escuchaba la historia me sentía identificado con el muchacho que yo fui.
El caso es que no he dejado de pensar en esta situación.
Estos hechos cuentan la experiencia de una familia cubana que vive en un pueblito en la serranía, acurrucado entre mogotes, pero son al mismo tiempo, hechos universales. En países pobres o ricos, en campos y ciudades alrededor del mundo, hay muchos Rafaelitos y muchos padres preocupados por el futuro de sus hijos. Hay también muchos maestros que, ante el dilema de dedicar más tiempo y recursos a niños rezagados o con discapacidades (y ante la disyuntiva de darle tiempo extra para que completen sus exámenes) optan por priorizar al resto de los “buenos estudiantes”. Todo en pos de la sacrosanta “igualdad”.
Educadores y padres: la justicia social empieza por las aulas. El trato igualitario a todos los alumnos no es necesariamente un trato justo. Los maestros deben optar por una instrucción diferenciada a la hora de impartir las clases.
Hay niños que, más que otros, necesitan atención y dedicación adicional por parte de sus instructores. Sin abandonar al resto de los estudiantes, los profesores deben de hacer un esfuerzo especial para adaptarse a las necesidades particulares de cada educando. Si un estudiante no ha terminado una prueba en el tiempo estipulado para concluir el examen, por qué penalizarlo. ¿Qué es lo que estamos evaluando, la capacidad de demostrar que se han adquirido los conocimientos o la velocidad de la respuesta?
Los seres humanos somos una creación maravillosa y única. Unos somos más rápidos que otros; otros adolecemos de esta o aquella habilidad. Todo maestro debería llevar anteojos que tuvieran la capacidad de ver la belleza intrínseca y la maravilla de cada niño y niña; procurarse una visión que incentivara y premiara cada singularidad, especialmente la de aquellos menos favorecidos por situaciones de orden físico o social.
Los niños son el producto de factores genéticos y sociales. Aunque no es una regla exacta, hay familias donde los padres son profesionales, doctores, ingenieros, médicos y donde los niños reciben más apoyo educacional y afectivo, comparado con niños de familias más pobres económicamente o con menos nivel educacional y cultural.
Si los maestros instruyen de manera que la enseñanza fluya hacia los que tienen ventajas, los maestros están contribuyendo a perpetuar el ciclo aberrante y eterno de las inequidades y las injusticias sociales. Y los niños menos aventajados (o que requieren de una atención especial e individualizada) continuarán quedándose atrás. Cuando estos niños sean hombres y mujeres, probablemente ocuparán puestos en la sociedad que serán menos remunerados y menos reconocidos socialmente. En un círculo vicioso nefasto. Los maestros deben de ser la primera trinchera social que se oponga a estas injusticias para intentar revertirlas.
El trato igualitario en las aulas no es la solución. Cuando tenemos un niño que no ve bien, un niño miope, hacemos lo posible por sentarlo más cerca de la pizarra y proveerlo de lentes para que tenga el mismo acceso al contenido de clase que el resto de los estudiantes. Es decir, al que es corto de vista le damos cierta ventaja para que no se quede atrás. ¿Por qué no hacer lo mismo con los que no pueden terminar un examen a tiempo? ¿Por qué no buscar vías para ayudarlos? ¿Por qué no nivelar el terreno para que las ventajas que otros traen de sus hogares no se conviertan en barreras educacionales para los niños menos favorecidos? ¿Por qué hacer que los estudiantes con problemas accedan y demuestren su conocimiento por vías alternativas y que toda la clase prospere al unísono, como un jardín pleno donde no hay flores marchitas?
Si queremos construir un mundo más justo, sociedades más democráticas y participativas y donde los privilegios no terminen perpetuándose en un grupo o en una casta de afortunados —y donde cada hombre y mujer tenga la posibilidad de alcanzar su máximo potencial humano— la labor debe empezar en las escuelas. No es cosa de tratar a todos los estudiantes por igual, porque esa “igualdad” no se traduce en justicia social. Equidad es la palabra de orden.
Bien artículo. Y si algún país está en condiciones de cambiar en la dirección hacia ese paradigma educativo más justo, ese país es Cuba.
Hay q escuchar ambas partes, la del maestro tambien,no se puede juzgar sin sabet,me lo enseño mi padre q era analfabeto a los 5 años.Escucha ambos lados antes de dar tu opinion,así no tendrás sorpresas.