La casa de José Lezama Lima está siendo restaurada; aunque, no es exactamente su vivienda, sino la contigua. Al parecer, ambas fueron hechas siguiendo parámetros exactos, como para que las bases del edificio de Trocadero 160 alcanzaran una elegante simetría.
Dicha construcción aloja papeles y objetos que complementan el Museo, abierto en 1994, después de sostenidos esfuerzos intelectuales para salvaguardar y proteger de un peligroso abandono institucional la obra y memoria de quien será uno de los monstruos sagrados de la literatura universal y también cubana; ese habanero nato, antípoda del realismo socialista con su vida de palabras mitológicas, metáforas enigmáticas y erotismos rebeldes.
Antes de volar de regreso a Buenos Aires fui hasta su casa, ubicada a un costado del Paseo del Prado. Quería husmear el refugio literario del escritor y, de ser posible, averiguar sobre la existencia de un libro que Lezama dedicó a un coterráneo nuestro, también escritor.
Los sonidos del mortero y el alarido de una lijadora advertían, sin embargo, lo fallido de mi visita. Aun así, metí la cabeza por el acceso abierto y comprobé que, en efecto, al espacio lo llenaba una prolongada nube. Alguien rayaba las paredes con un disco giratorio y esparcido el yeso transformaba el ambiente en una resurrección onírica.
Logré dar con un técnico que me recomendó localizar a las especialistas y, a tientas, esquivando escaleras, andamios y obreros, atravesé el pasillo y un pequeño patio hasta alcanzar otra puerta. Toqué y abrieron dos mujeres, que -hube de descubrirlo en breve- miraban un filme en la televisión. “Estamos cerrados hasta la semana que viene”, dijo una. Pero en lugar de despedirme, como si estuviera perseguido yo por criminales del yeso matutino y el instinto maternal la obligara a salvarme, pidió urgente que entrara.
La pausa posterior dio pie a un intercambio sobre el escritor y su residencia, situada en esta Habana profunda que se han ido comiendo el tiempo y la gente, la basura, la música y los avisos en puertas y paredes. “Vivió en un lugar bastante humilde para ser quien es”, apuntó otra vez, señalando la puerta cerrada por la que puede accederse al espacio de estanterías repletas y mesitas con cuadros y libros, tal como podría recordarlo cualquiera mínimamente informado de la vida del escritor nacido en 1910.
Yo había visto a Lezama sentado en sus habitaciones, rodeado por su madre, esposa o amigos, apretado por libros, fumando y meditativo en la ventana. Retratos de fotógrafos como Chino López o Iván Cañas logran que la escena íntima sea pública.
De Cañas, en particular, tenía recién fijada unas cuantas imágenes dado que seguí las noticias relacionadas con el documental Lezama Lima: soltar la lengua, de Ernesto Fundora, presentado en Miami el pasado septiembre y para el que se utilizan imágenes inéditas tomadas por el fotógrafo cubano radicado desde 1992 en esa ciudad.
No he logrado ver el trabajo de Fundora, pero sé de sus consultas a amigos, estudiosos y discípulos de Lezama, y que durante dos horas lo evocan escritores como Cintio Vitier y Fina García Marruz, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat y Eliseo Alberto Diego y otros tantos. Todos ellos dan testimonio de una profunda huella de Lezama debido a su erudición, sentido del humor y verbalidad lenta y quemante como un volcán.
No obstante su capacidad para confraternizar, la poderosa estética de Lezama suscitó intensas polémicas y acabó por transformarlo en figura recurrente de los debates sobre la literatura que debía desarrollarse en Cuba después del triunfo de la Revolución. Mucho se habló y se dijo de su filosofía y credo, de los misterios ocultos en su obra, razones que, pese a todo, no resultaron suficientemente poderosas como para apartarlo de la vida cultural o de las instituciones, al menos no en los primeros tiempos.
Integró la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación en 1959, y formado el primer Consejo Nacional de Cultura Lezama estuvo allí, en 1961. Poco después fue elegido vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y se mantuvo cercano a Casa de las Américas como jurado y asesor.
En su libro de memorias Llover sobre mojado, Lisandro Otero recuerda cómo ante la creación del Partido Comunista, en 1965, Armando Hart, quien sería una década después el primer ministro de Cultura, reunió a “valiosos” intelectuales para desde su puesto como organizador escuchar el criterio que tuvieran los artistas sobre política y cultura. Uno de ellos era Lezama, a quien Otero evoca con una anécdota peculiar, pues finalizada otra de las reuniones se puso de pie y pasándole un brazo por sobre los hombros a Hart, dijo: “Mira que has llegado lejos, Armandito”.
Las circunstancias empezaron a cambiar para Lezama Lima tras la publicación de Paradiso, acontecimiento seguido por el conflicto en torno a los premios de la UNEAC y Casa de las Américas, en 1968 y, como colofón de todo, con el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla, en 1971. Para entonces Cuba prefería realismos edulcorantes y no inauditas metáforas.
Creían ciertos funcionarios oportunistas y timoratos que había demasiadas necesidades en la “construcción de la utopía” como para que también ese hombre inmenso como su sabiduría anduviera por las calles campante platicando de literatura.
Solo después de la muerte, conectada con el olvido de los años anteriores, Lezama fue resurgiendo en homenajes de menor a mayor alcance. Cada nueva aparición, dentro o fuera del país, intenta reparar su memoria e informa al pueblo de este héroe de las letras que en 1994 un filme como Fresa y Chocolate elevó ante las masas a la altura de mito: con sutileza la cámara mostraba en el altar personal de Diego el rostro de Lezama situado justo debajo de Martí.
José Lezama Lima, vencedor hoy, ha logrado despegar de la isla y él, que al decir de María Zambrano, su amiga, “tenía la facultad de definir exactamente lugares donde no había estado ni anhelaba estar”, se encuentra ya en todas partes del planeta como un verdadero gordo cósmico.
“Lezama debía ser nuestro poeta nacional”, apuntó también una de las especialistas en la Casa Museo. Muchas veces me he visto inserto en conversaciones donde se habló del asunto y me pregunto: ¿Qué suma o resta a la obra de Lezama dicha condición? ¿Qué le importa a los cubanos si lo que menos piensan es en poesía cuando esperan una local o el turno para la comida? Por otro lado, ¿qué características vuelven imperecedero y necesario a un poema? ¿Qué pulsaciones desconocidas nos conectan?
En efecto, la casa de Lezama es lo más alejado a un palacio, pero podría ser lo más cercano a una máquina del tiempo, a un monumento personal, al templo donde el monstruo se refugiaba del sol y la dejadez y de donde solo salía para devorar tandas pantagruélicas de comida, porque necesitaba alimentar a su cuerpo tanto como a su alma, perpetua la última, no así la armazón que la sostenía. Él mismo lo presintió al final: “He dialogado con la muerte y los dos sabemos lo que nos toca hacer”.