Yo no conozco la Habana nada. Me doy cuenta sobre todo cuando los almendrones trazan otra ruta (larguísima) y llegan a costar hasta veinte pesos de un viaje que comienza en el parque de la Fraternidad. El paisaje cambia. Se aplacan los ruidos. El verde (la tierra) se hace presente tomando posesión a los lados del camino, las casas –ahora mansas- bajan a ras de suelo, la gente anda en bicicleta, se saluda con un gesto de la mano todas las mañanas y es como si supieran todo de la vida del otro –y al otro no le importa demasiado porque no hay nada que esconder-, a veces no hay aceras mas poco importa, un gallo canta y la tierra emana ese olor limpio como agradeciendo la vegetación, las casas se fabrican “a la medida de las posibilidades”, acaso buscando lo que hace falta para vivir tranquilos mientras el carretón de caballos pasa recogiendo la basura y sorteando los baches que deja una reparación general de tuberías que al parecer no terminará nunca. Los muchachos saltan sobre los huecos y se van a jugar a la pelota.
En el Cotorro la gente respira lento, sonríen pacíficos y cordiales, cada dos pasos la gente se (re)conoce y responde amable cualquier pregunta del visitante. Mientras espero en el parque del centro, frente a la iglesia, siento que voy felizmente perdiendo ese ritmo acelerado de la Habana Vieja, presiento que este lugar que ha visto pasar generales y huelgas y caravana de la libertad, ha sabido firmar la paz, su paz. Entro a la iglesia y un señor me recibe, responde mis preguntas, baja las cortinas para que luzca bien la foto que tiro al altar de San Pedro.
Fotos: Dazra Novak.
Texto tomado del Blog Habana por dentro