Silvia Rodríguez Rivero ha tenido una intensa vida creativa. Egresada de la Facultad de Economía de la Universidad de La Habana en 1977, ha desarrollado la investigación, la escritura y la poesía; ha sido la directora artística y productora discográfica del músico José María Vitier, su esposo.
En conversación con OnCuba, esta mujer de exquisita sencillez, confesó que “cuando se llega a los cincuenta años ya avanzados, uno comienza a verlo todo de una manera diferente y las premuras que te exige la cotidianidad, empiezan a cambiar”. Es el momento en que surge la necesidad de un espacio solo para uno; en su caso, tal vez, tuvo que ver con su “esfuerzo persistente por sacar adelante a la familia y por las renuncias voluntarias y gozosas que la vida me obligó a realizar, pero que a su vez me abrieron otros muchos caminos y otros mundos”.
En los difíciles años 90 decidieron unir esfuerzos. Esa etapa la califica de “muy fructífera”, sobre todo, porque Silvia es una mujer muy creativa y se entrega a fondo. La pintura le llegó de manera sorpresiva e inesperada, según cuenta: “nuestro hijo José Adrián, entre otras cosas, pinta, y un día me dice que va a asistir a unas clases de dibujo que va a impartir una amiga y le comenté: ‘creo que si supiera pintar, no pararía’, y él me propone, ‘¿por qué no me acompañas?’, ‘¡qué va, si no sé pintar ni un cochinito!’ No obstante, asistí a tres clases que se realizaron espaciadamente porque en ese momento teníamos mucho trabajo y varios viajes. Recuerdo que la primera clase fue dibujar una copa y una taza y eso salió bien y cuando llegué a la casa empecé a dibujar las lámparas y todo cuanto tenía a la vista. La tercera clase que impartió esa maestra iniciática fue de acuarela y, la vedad, no me fue mal. Ella decidió sacar un pincel, una cartulina y acrílico e hizo unos trazos y, luego, me dio todo ese material. Para mí aquel pincel era un objeto inmenso –aunque hoy supongo que sería un pincel común– y sentí una sensación casi infantil. Fue como un descubrimiento, como algo muy fuerte que se movió dentro de mí; hice un garabato y, de repente, empecé a llorar. Pedí disculpas y me fui y continué llorando de emoción. El arte es muy misterioso, incluso, en ese momento en que todavía yo no sabía que iba a dedicarme a él”.
Asegura ser una persona callada, reflexiva y cuidadosa de no hacer el ridículo, pero en relación con la pintura, no tuvo ningún tipo de temor o reparo: “me lancé sin miedo, con unas ganas tremendas y con una fe incomprensible; comenzar a pintar me resultó una acción liberadora y de una gran plenitud”.
Vencida una primera etapa en la que ángeles alados revoloteaban a su antojo, su mirada se desvía hacia el tema femenino porque ella concibe a la mujer como un símbolo poético que –dice–, quizás, tenga que ver con la maternidad: “el amor es una forma de fe” por eso dentro de su obra se yuxtaponen varios temas; “es cierto que está la figura de mujer de manera preponderante, pero a través de ella abordo asuntos que son vitales como, por ejemplo, las nostalgias, las lejanías, La Habana como ciudad en la que vivo, en la que he sentido todo y en la que ha crecido toda mi poética y mi necesidad de crear”.
Para Silvia la Villa de San Cristóbal que celebrará sus 500 en noviembre es “especialmente motivadora”, y si el espectador observa con detenimiento sus cuadros, se tropezará con despedidas, desgarramientos, tristezas, ofrendas, todo lo mucho que atesora La Habana, y también lo que le falta.
Con apenas siete años de carrera como artista de la plástica, ella no se ha quedado en un estanco de confort. Todo lo contrario, ha ido un poco más allá y, en paralelo a su obra bidimensional, realiza exquisitos retablos en madera que cada uno narra una historia con principio, desarrollo y final; son como pequeñas/grandes puestas en escena realizadas con una elevada factura y gran ingeniosidad: “he usado el volumen para hacer objetos lúdicros e interactivos. Con los retablos se puede jugar y se pueden mover por lo que cada quien construye su propio cuento”.
Esta artista –vamos a calificarla de emergente en el sentido de que aún tiene mucho que hacer, que contar y que decir– usa la paleta completa y, a la vez, la sobriedad de los ocres le confiere al resultado final un toque tan distintivo como elegante buscando, tal vez, una gama más apagada: “el color lo siento, lo vivo, pero prefiero que unos se disuelvan en otros. Tanto, que mis fondos son cuadros abstractos e, incluso, hay quienes me han recomendado que los deje así, pero siempre aparece la figura humana, que me sugiere relatos. Muchas veces, en esos mismos fondos, se asoman siluetas que me hablan, retan, extrañas ciudades que se me revelan y lo único que hago es plasmarlas”.
Asegura, con honda sinceridad, que aborda la pintura “sin pretensiones” y que a lo único que aspira es a pararse delante de una tela y ser capaz de llenar ese vacío con ideas. “Mi objetivo es descubrir en cada cuadro una belleza diferente. La sensación que tengo cuando concluyo una obra es que forma parte de la naturaleza, de la realidad; es un paisaje interior que se me descubre. He sido muy afortunada en la vida por estar rodeada de personas maravillosas y comenzar a pintar a mi edad ha sido como un premio final, ¿qué más puedo pretender?, ¿qué mayor regalo puedo pedir? Solo dar gracias”.
Dirección del estudio: Calle 160 no. 524, entre 17 A y 164, Playa, La Habana, Cuba
Tel.: +53 52378326 (celular)
Website: www.silviarrivero.com
Correo electrónico: silviavitier@gmail.com