Diré que el escenario de mi infancia fue amoroso y lleno de ternura. Mi abuela paterna, Isabel, me enseñó la compasión. Es más, creo que estaría mejor decir que me la legó. De mi tía Nené recuerdo su dulzura. En los últimos meses he dado en recordarla más y más porque su partida física me afectó bastante. Es la distancia, creo, la que me ha clavado su figura en la mente. Cada vez que como berenjenas pienso en mi tía Isa, la hermana mayor de mi padre. Gracias a la tía Isa, aprendí a diferenciar la Q de la G, además de empezar a reconocer la existencia de grandes seres humanos como José Martí y Lezama Lima. Ella nos regaló, a mi hermano y a mí, las ediciones facsimilares de La edad de Oro y Paradiso.
Los días más felices de mi vida transcurrieron en la casona de la Calle Máximo Gómez, en el número 768 de la ciudad de Guantánamo. Casa conocida como el “Hotel Centeno”, gracias a la desbordada hospitalidad que siempre tenía mi abuela para con amigos, peregrinos, vecinos, comadres y compadres. De la familia de mi madre recuerdo, con especial cariño, a la abuela María. De ellas dos conservo la correspondencia que mantuvieron durante muchos años. Cartas extremadamente afectuosas que quiero conservar toda mi vida. Mi madre era hija única.
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Soy Elaine, la hija mayor de Karina Álvarez y de Carlos Centeno. Guantanamera de nacimiento y habanera por adopción. Tenía cinco años cuando llegué a la capital. Mi madre era maestra de danza, enseñaba Composición coreográfica en la Escuela Nacional de Danza-ENA. También hubo un tiempo en que fue su directora. Mi padre fue actor del Grupo de Teatro de Arte Popular y dirigió teatro para niños con el Grupo de Teatro Anaquillé. Tuve la fortuna de haber nacido en el seno de una familia de creadores, y el arte, lo que sea que eso signifique, me llegó por herencia genética o por simple tradición filial.
Mi primera pasión fue la guitarra, pero desaprobé la prueba de solfeo en la escuela de música Alejandro García Caturla. Aquel día, salí llorándole a gritos a mi madre que ya antes de entrar a hacer esa prueba me había recomendado que en vez de estudiar guitarra estudiara percusión, porque se me daba bien la cosa. Yo le dije que no: ahora sé que mi respuesta estuvo atravesada por un tremendo prejuicio de género que hoy es inconfesable. La danza y el teatro, que fueron las pasiones y los oficios de mis padres, terminaron por cruzarse en mi camino y en el de mi querido hermano, Juan Carlos Centeno, historiador de arte, poeta, ensayista y artista performático.
Nuestros padres murieron muy tempranamente. Ninguno de los dos había cumplido los cuarenta años. Así que las obras humanas y creadoras de Karina y de Carlos, mi hermano y yo hemos intentado continuarlas desde nuestras propias inquietudes y caminos muy personales. Mi hermano, un día me dijo que cumplimos así un precepto yoruba que manda: “aguja que lleva hilo”.
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No tengo ningún porqué para haberme ido. En La Habana, cada vez que podía corría al muro del malecón a suplicarle a Yemayá que por nada del mundo hiciese posible que yo cruzara ese mar hacia ningún lado. Así que en modo contracorriente, sobre todo en aquellos años difíciles, aposté por permanecer en Cuba. Era febrero de 1994 cuando me vi enrolada en este viaje a Venezuela, concretamente a Maracaibo. Viaje que dura ya 25 años. El Grupo de Teatro Tablón desde hacía tiempo quería invitarme a venir. Terminé accediendo. En medio de la preparación para este viaje yo había enviado una solicitud de beca al Grupo de Teatro Fronterizo –con sede en Barcelona– dirigido por el destacado dramaturgo español José Sanchis Sinisterra. Allí deseaba estudiar dramaturgia. Como proyecto de desarrollo artístico había enviado una fábula llamada “Ciudad sumergida”. De esta manera, mi estancia en Maracaibo sería solo por tres meses, porque mi intención era volver cuanto antes a Cuba y esperar la respuesta de Teatro Fronterizo. Esa respuesta llegaría: fui aceptada. Me lo va a contar mi hermano en una carta fechada en mayo de 1994. Lo cierto es que la que no llegaría a Barcelona sería yo: una serie de azares me dejarían anclada a tierras maracuchas.
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Maracaibo es Caribe puro y duro. Una ciudad tremenda. Muy fuerte en su constitución histórica y cultural. Aquí confluyen colonias de migrantes colombianos, italianos, árabes, portugueses y chinos. Al sur del lago de Maracaibo hay pueblos de descendientes de africanos esclavizados que fueron traídos de las Antillas para trabajar en las plantaciones de azúcar de la zona. Así mismo, la migración de los indígenas Wayúu localizados en la zona noreste y norte de la ciudad, han reproducido sus formas culturales de vida como si vivieran en el desierto de la Guajira, su territorio ancestral. Esta particular mixtura, sin lugar a dudas, le confiere a la ciudad, y al estado Zulia, un profundo carácter telúrico y fantástico.
Al cabo del primer mes de estar aquí fuimos con las mujeres del Teatro Tablón a la oficina de Viasa, la aerolínea por la que había viajado desde la Habana a Caracas. Quería confirmar mi vuelo de regreso. Este será el día marcado para saber que el pasaje comprado en la Habana era de una tarifa que no tenía regreso. Fui engañada. En ese momento, Venezuela atravesaba una profunda crisis financiera. Los banqueros se habían ido con los ahorros de la gente. Había una conmoción generalizada y no había dinero. Nadie podía ni pudo ayudarme a regresar a Cuba. Entonces empecé a hacer todo lo posible para entender, para pertenecer, para conocer a estas gentes y a esta ciudad mientras, a su vez, Cuba se iba transformando en recuerdo. Esta travesía de emociones y desgarramientos –sufría por estar lejos de mi país, me dolía mi hermano, mi tía Nené, mi familia toda, extrañaba los libros que dejé, la música, la casa, la vida en sí misma– se convirtieron en una excusa para re-crear a partir de mi teatro: comencé a escribir y a dirigir, y estas fueron mis salvaciones.
Debo decir que fui acogida con mucho amor por amigos que se convirtieron en parientes. Con ellos empezaría un nuevo viaje. Haciendo teatro, naturalmente. Desde mi llegada a Maracaibo, he propuesto un teatro que investiga y experimenta con el cuerpo y la memoria de quienes lo hacen. Este teatro rudimentario, corporal, psíquico y reactivo se inscribe en la tradición de la Antropología Teatral. No necesariamente parte de un texto de autor sino que actrices y actores son autores de una dramaturgia que se escribe sobre sus propias memorias y sobre la propia escena. Ya venía de Cuba con estos apuntes. Una noche en nuestra casa de La Habana mi hermano había resignificado estas nociones con algunas ideas de cómo encarar el asunto en la praxis escénica y, esos apuntes, vinieron conmigo cobrando materialidad cuando comencé a dirigir.
De esta manera, desembarqué en un puerto dramatúrgico que no comía de estos asuntos y ahí mi condición de extranjera cobró un costoso saldo: aireadas discusiones, agrias provocaciones y múltiples menosprecios. Igual no puedo generalizar. En esta experimentación escénica me acompañaron los mejores cómplices: un sinfín de fotógrafos, escritores, actrices y músicos locales que se interesaron, documentaron y trabajaron en pro del fortalecimiento de mis propuestas teatrales.
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Al salir de Cuba, el domingo 20 de febrero de 1994, no había en mí una idea deliberada de quedarme. Me quedé varada y sobre esa contingencia aprendí y sobreviví. El regreso a Cuba no iba a ser posible sino hasta 2001. Siete larguísimos años en los cuales nunca dejé de pensar en mi amada isla. He dicho siempre y me he dicho a mí misma que mi exilio fue poético, no político. Y que el Lago de Maracaibo, esta reserva lacustre llena de petróleo, contaminado y salinizado para siempre, estaba predestinado a convertirse en mi hogar.
Lo que sí es cierto es que esa cosa encarnecida llamada vida la he transitado llena de tensiones fecundas entre la añoranza por Cuba y la conmoción de vivir en Venezuela. En Venezuela, en ocasiones, alguien advierte mi acento cubano y quiere saber cómo llegué, cuándo llegué y por qué me he quedado tanto tiempo. Y cuando regreso a Cuba muchas veces no me creen que sea cubana. Creo que, simplemente, soy caribeña.
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De Cuba vine a Maracaibo con unos libros que Inés María Martiatu (QEPD) me encomendó entregar a Juan De Dios Martínez (QEPD). Estamos en mi primera semana en Maracaibo. Es sábado. Alguien me dice que ese día Juan De Dios va estar con su Grupo Ajé (Tambores de San Benito) en la Plaza Baralt, un lugar en el centro histórico de la ciudad. Un grupo de negras y negros preciosos me dan la bienvenida. Yo estaba con mis collares protectores –mi medio asiento de santo– y Juan De Dios me da un abrazo cálido antes de convidarme a bailar al son de los golpes de percusión. Yo me entregué a la celebración como si fuera una vasalla más del santo (San Benito de Palermo, un santo negro, venido de Palermo, Italia), y cuando se terminó todo me dijo: ¡Te jodiste. El que baila San Benito aquí no se va más nunca! Esto pasaría días antes de enterarme que no tenía pasaje de regreso a Cuba, ni posibilidad concreta de irme a Barcelona.
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Adoro el lugar donde vivo desde hace siete años. En 2012 dejé Maracaibo y crucé el Puente sobre el lago para venir a vivir a un caserío llamado Punta de Leiva. A orillas del lago. El jardín de mi casa es el lago en todo su esplendor. He hecho, en cofradía con muchos buenos amigos y amigas, crecer un jardín espléndido. Y el sueño a fuego vivo es poder construir aquí un centro cultural de nombre Café Lezama Teatro. Ya hemos levantado la primera de todas las estructuras. No es un espacio para lucrar. Es un espacio dedicado a la creación y a la experimentación escénica con diseño de jornadas teóricas, seminarios, foros, encuentros que van desde la antropología hasta la filosofía. Y a la postre todo lo que se nos ocurra: una comuna de artistas agricultores.
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Antes de salir de Cuba, viví una época alucinante. En pleno Período Especial me convertí en una lectora ávida. Fue también el momento en que junto a mi hermano acopiamos y regrabamos mucha música. Nos manifestamos perdidos melómanos. Una vez por semana íbamos al cine. En la sala Chaplin de 12 y 13 seguí el último ciclo de cine antes de mi partida: todo lo de Andréi Tarkovsky. La última película que vi fue Nostalgia, una obra inmensa que ahora siento como una pequeña apología a propósito del exilio que estaba por empezar.
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Soy profesora universitaria. Hace dieciséis años fundamos en Venezuela la Universidad Bolivariana que es un proyecto educativo experimental, transdisciplinario y territorializado. Doy clases en Los Puertos de Altagracia y en Cabimas. Mis últimos años han sido muy fecundos. El teatro no ha dejado de atravesar todas mis prácticas vitales, ni como docente ni como mujer.
Actualmente vivimos un tiempo de mucha conmoción. Hoy por hoy en Venezuela todo es muy complejo y difícil de narrar. Lo estoy viviendo. Lo estamos viviendo. Es difícil hacer balance con la vivencia tan a pulso porque no permite pensarlo con toda la inteligencia pretendida. Tampoco voy a decir aquí que la situación por la que atraviesa Venezuela me tiene rendida. Todo lo contrario. Sueño con el teatro en el patio de mi casa, sueño con el jardín de mi casa. Tengo la esperanza puesta en un árbol de flamboyán que hemos sembrado. Quiero verlo crecer. En mi vida sobra el amor y la solidaridad. Esto me regocija e intento dar lo mejor de mí a los demás y, por supuesto, al país que me alberga. La crisis económica pasará. Los políticos saben que tienen toda la responsabilidad en conquistar de forma duradera la paz necesaria para vivir en armonía.
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Me llamo Elaine Centeno Álvarez. No tengo santo hecho pero sí tengo una relación viva con la religiosidad y la cultura yorubas. Relación que a la postre se ha convertido en una de las formas en las que reconozco el universo que me rodea. Para proteger la puerta de mi casa en Venezuela están Eschú Alawana, Oggún y Oshosi. Y para la buena salud, la benevolencia de Yemayá Olokum. Siempre soñé y sueño con volver a Cuba. Siempre he querido volver. Que así sea.
Excelente trabajo. Elaine un abrazo