La noticia de que en Wuhan, una de las grandes ciudades de China con población cercana a los once millones de habitantes, fue levantado en apenas diez días un hospital para aislar a los enfermos o sospechosos de padecer el último coronavirus descubierto, me hizo pensar en dos obras literarias cuyo tema es, precisamente, la reacción del hombre ante el terror de una pandemia.
Las obras son Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, y La peste, de Albert Camus. En ambas el virus no es como el desarrollado en el inmundo mercado chino donde se había estado comerciando carne de toda clase de animales, vivos y muertos. Las epidemias referidas conllevan a la reflexión sobre un estado más filosófico que biológico y, al menos a mí, me hizo pensar un poco más en los perjudicados.
Después de esas lecturas uno no puede menos que revisar de manera crítica los modos en que, como sociedad, hacemos frente a la enfermedad o cualquiera sea lo que en con ella se nos pueda estar presentando. ¿Cuál es la postura correcta ante la irrupción de un mal?
Han pasado 25 años desde que el más reciente de estos libros llegara a los lectores. Y aunque cuenta también con un buen filme que lo versiona (Blindness, Fernando Meirelles, 2008), sigo prefiriendo la narración de su autor, el siempre grato Saramago.
La historia que en 1995 entregó el portugués bajo el título de Ensayo sobre la ceguera relata la aparición inesperada de una enfermedad, una especie de ceguera blanca que la siempre creativa burocracia bautizó rápidamente con el nombre de: “mal blanco”.
Debido a la temida y vertiginosa propagación del “mal blanco” las autoridades no encontraron más que una lógica salida para detenerle. Esa solución fue la que siempre se encuentra para quienes padecen algo contagioso o que se supone en calidad de corromper al resto.
Los infectados pasaron a cuarentena, es decir, sufrieron el aislamiento por previsión, práctica que algunas veces no se aplica con actitud demasiado compasiva, sino que emerge como la primera resultante colectiva del miedo y la desesperación.
El encierro siempre a condición de prevenir, de evitar mayores males, de la salud colectiva; eso está bien, pero no deja de dejarnos ante un dilema filosófico que frisa el tema de los derechos, porque hay veces que se ejecuta de manera violenta, por mediación policial, contra la voluntad de los afectados.
Además, desde que alguien es ya sospechoso de encontrarse enfermo experimenta una especie de proscripción, una condición que parece cercana al destierro o el exilio.
Ninguna sociedad que sepa yo se ha librado hasta ahora de este protocolo. Sea del signo que sea un gobierno, más o menos adelantado en cuestiones de equidad, etc.; atento a la salud de sus ciudadanos sanos, por ley, lógica y acuerdo mundial, opta por la separación de quienes padecen algo que pareciera peligroso. Oficialistas y disidentes suelen aplaudirlo.
Pero, aunque sea a tono con estas fábulas pongámonos en el lugar de los enfermos o potenciales enfermos, gente común que de un día para el otro pasan a ser los apestados. Esa gente, sin importar edad o sexo, experimentan una clase de rechazo light, pueden acabar escondidos como frutos podridos y, algunas veces, voluntariamente olvidados.
Volviendo a Saramago y su Ensayo sobre la ceguera. Recordemos como la enfermedad se manifiesta de manera imprevista y como los afectados, en cuestión de horas, terminan recluidos en el lugar que a las autoridades, por cuestiones logísticas, les parece más propicio en tanto la ciencia encuentre la respuesta a sus casos: un manicomio.
Es allí donde afloran los males que no expone la gente hasta verse en una situación de evidente supervivencia y que, como característica principal tiene aquí la falta de visión (lucidez, razonamiento) de la cual solo se libra la mujer del médico, uno de los protagonistas, segundo infectado del libro.
Esa mujer, desde su ingenua ignorancia solo aspiraba a auxiliar a su esposo. La fidelidad o el amor le permiten convertirse testigo excepcional de lo que en una comunidad cualquiera produce el hecho de estar separado del resto apenas con las mínimas condiciones para vivir. Surgen las primeras víctimas y estas no son fruto del padecimiento, sino de actitudes impulsadas por el sentimiento ancestral de la supervivencia. Más que enfermo, el grupo está enloquecido ante la incertidumbre del mal.
De tales acontecimiento se desprenden enseñanzas que superan el hecho narrado en sí, como esta que escribe Saramago cuando los “prisioneros” logran superar su estado y parecieran listos para retomar sus vidas: “Le dices a un ciego, Estas libre, le abres la puerta que lo separa del mundo, Vete, estás libre, volvemos a decirle, y no se va, se queda allí parado en medio de la calle….”.
Además de una conciencia lacerada por la costumbre o por la “tranquilidad” de no pensar (comenzar a pensar es como ser minado, dice Albert Camus), en toda aquella gente había irrumpido la falta de solidaridad, la enajenación, el egoísmo, ese tipo de cualidades que al desaparecer merma nuestra humanidad hasta sumergirnos en una existencia bestialmente absurda, como escribiera también Camus.
En otra obra maestra de este francés de origen argelino, refiriéndose al suicidio como solución de quien no encuentra su sentido en la vida, es decir, el hombre determinado por “lo absurdo”, se preguntaba si acaso antes de provocarse la muerte esa persona no había recibido el trato indiferente de un amigo, de un ser cercano.
La peste, que ya alcanza sus 73 años, muestra un mundo despiadado y no tan imposible como parece. La epidemia en esta novela es todavía peor. Porque en aquella ciudad de Orán tan “enteramente moderna” donde sucede todo, en lugar de evitar a los enfermos, los hombre y mujeres se descubren abrumados entre ellos.
También aquí la clausura había sido la solución, pero era ya la ciudad completa la que estaba aislada del mundo. “Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales”, cuenta el narrador, pues cada una de las disposiciones obviaba historias individuales para sumir a cada uno de los habitantes en un infierno colectivo.
El enclaustramiento de Orán fue recrudeciéndose y segmentándose según la contaminación de los barrios. La gente comenzó a pensar maneras de evitar el bacilo, quemaba pertenencias y eso dio lugar a extensos fuegos devoradores de manzanas completas. La ciudad que vivía ya un estado de sitio desembocó en una especie de revolución armada alentada por la desesperación, el miedo, la simulación.
Uno de los personajes, sano y extranjero, le pide a un médico salvoconducto para largarse. El médico le responde que no puede y que, además, incluso si se lo diera de poco le serviría, miles de hombres estaban en igual situación y no se les dejaba salir.
Asombrado, el extranjero, que es periodista y se llama Raymond Rambert, se cuestiona la disposición de retener a quienes no tienen la peste, argumento al cual el doctor responde: “No es una razón suficiente. Esta historia es estúpida, y lo sé, pero nos concierne a todos. Hay que tomarla tal cual es”.
Lo que quiero decir es que la necesaria cuarenta puede conllevar, además, a una actitud insolidaria, que el miedo a ser contaminado nos puede volver crueles.
Ahora son los enfermos de Wuhan los recluidos a la espera de recuperar la salud, pero para alguna gente también se trata de Wuhan y de China y los chinos; aunque del mismo modo el mal podría propagarse por el continente asiático, el americano o el europeo. ¿Acaso hasta ahora mismo la tierra no está tan apartada en el universo que pareciera vivir una cuarentena como los barcos abandonados en alta mar?
“Cansa mucho ser un pestífero, pero cansa más no serlo”, resume Camus en la voz de uno de los personajes de La Peste.