El 1ro de diciembre de 2019 fue un día normal en New Braunfels, Texas, en donde me encontraba visitando a una parte de mi familia. Escribir en la mañana, completar cuatro millas de caminata por un sendero sinuoso y arbolado, leer, esperar a mis nietas al regreso de la escuela, responder correspondencia y acopiar información en Internet para futuras crónicas.
Los periódicos y noticieros de televisión repetían, con muy ligeras variaciones, las noticias del día anterior, y avanzaban los tópicos que ocuparían las primeras planas las jornadas sucesivas: guerras, catástrofes naturales y locales, torpezas y bravuconadas de tal o cual político, últimos avances tecnológicos, hazañas deportivas, estrenos cinematográficos, conciertos, iniquidad a escala planetaria y poco más.
Nadie, ni los servicios de inteligencia de las súper potencias, ni los astrólogos, ni los diseñadores de pronósticos, ni los videntes más enfocados pudieron entrever que el mundo, tal como lo percibíamos hasta ese momento, había empezado a mutar de una forma aterradora.
El 1ro de diciembre de 2019 fue diagnosticado por primera vez, en la ciudad china de Wuhan, un paciente de Covid-19, infección desconocida hasta entonces y causada por el patógeno SARS-CoV-2.
Eso estaba ocurriendo al otro lado del mundo. En el hemisferio occidental los ingenuos pobladores nos preparábamos para las celebraciones navideñas de la tradición cristiana, abiertas las compuertas a gastos irracionales, imbuidos en la certeza de que el año a punto de terminar no había sido tan malo, y que el próximo, por fuerza, debería ser mejor.
Ciento ochenta y siete días después, el 2 de abril, el Consejo de Defensa Provincial de La Habana anunciaba que a las 20 horas del viernes 3 se decretaría el aislamiento del Consejo Popular El Carmelo, la franja comprendida entre las calles 6 hasta 28 y 19 hasta Malecón, un área de 1.32 kilómetros cuadrados donde se localizaron ocho casos positivos de Covid-19, la mayor densidad de contagiados para la capital del país.
Ventisiete mil almas, incluida la de este servidor, quedarían atrapadas por quince días o más no sólo en sus hogares, sino, además, en esa franja geográfica, ya que sería preciso contar con un salvoconducto para traspasar los límites fijados, permiso que sólo se expediría en muy contados casos.
Advertidos, preocupados, saturados de información sobre la pandemia[1] , tomamos en masa la calle el mismo viernes antes de la hora de clausura. La idea era pertrecharnos de víveres y productos de aseo suficientes para resistir el encierro. Los mercados en divisa, ciertamente, amanecieron más abastecidos de lo habitual, que es muy poco decir, aunque con la mercancía a los mismos precios de siempre.
Buscábamos pollo, detergente, papel higiénico, y todo lo demás que nos saliera al encuentro. Ante la incertidumbre y el desaliento, valía igual un paquete de gelatina que una lata de atún en aceite.
En el mercado de 10 y 3era había personas arracimadas, sin guardar el metro y medio de distancia entre individuos que aconsejan las autoridades para disminuir el riesgo de contagio. El ambiente era eléctrico. Dos agentes de la policía velaban, sobre todo, porque los que guardaban su turno usaran debidamente el nasobuco. Decidimos no hacer la cola, pues nada podría garantizarnos que al final alcanzáramos a comprar los tan necesarios paquetes de pollo, a razón de hasta cinco libras por persona.
El viernes volvimos a intentarlo. Fuimos a varios mercados. Las filas interminables eran, paradójicamente, buenos augurios; señal de que habían sacado a la venta alguno de los renglones tan deseados.
En las calles, agentes del orden con distintos uniformes, desde los cotidianos miembros de la Policía Nacional Revolucionaria hasta elementos de las tropas de élites, boinas rojas y negras. Cercas móviles, sin cerrarse aún, marcaban los límites. Patrullas a pie y en auto recorrían las cuadras, escrutaban, hacían largas estancias en las esquinas, pero no cuartaban el libre ir y venir de los peatones angustiados. La exhortación era no abandonar los hogares, sobre todos aquellos ciudadanos que rebasan la sexta década de vida, pero la necesidad impele. Los altos parlantes oficiales advierten sobre la necesidad de observar las normas de higiene, y piden a los ciudadanos ser solidarios con aquellas personas desvalidas y sin familiares en su entorno.
Los que veníamos practicando semanas de encierro voluntario, comenzamos a sumar largos días de reclusión forzosa. Ante la ausencia de una vacuna que inmunice contra el SARS-CoV-2, la única acción de probada eficacia es, justamente, la prevención y la inacción: suspender las reuniones familiares y de trabajo, cero visitas, celebraciones, aglomeraciones, contacto físico. Ante cualquier síntoma siquiera parecido a los descritos como característicos de la enfermedad, hay que correr al médico. Por primera vez los hipocondríacos son vistos con general simpatía.
Doctores, estudiantes universitarios y activistas recorren las viviendas. La consigna es ir al encuentro de la enfermedad, aislar a los pacientes y a sus contactos cercanos, cortar las cadenas de contagio, a la espera de un milagro llamado vacuna o que se produzca el fenómeno conocido como inmunidad de rebaño, que es cuando los infectados empiezan a tropezarse con personas inmunes, portadores de anticuerpos, bien porque padecieron la enfermedad de forma asintomática, bien porque fueron rescatados de las garras de la pandemia.
Dos momentos en el día congregan simbólicamente a la gente de mi barrio, y de toda Cuba: las 11:00 y las 21:00 horas. A las 11:00 el Dr. Francisco Durán, Director de Epidemiología del Ministerio de Salud Pública, ofrece una conferencia de prensa. Es un hombre encanecido, de hablar pausado, con talante de abuelo contrariado que lleva varias jornadas sin dormir. Informa de las nuevas detecciones de personas infestadas, de los procedimientos terapéuticos en uso, de las altas y las defunciones lamentables.
Durán gana adeptos por día; gusta su manera llana de hablar, la precisión de los datos que aporta, la sinceridad que proyecta y el pesar que refleja su rostro cuando tiene que dar noticias infaustas. Es gente buena, pensamos la mayoría, que hace cuanto puede; punta visible del iceberg del sistema de salud cubano en esta hora. El Dr. Portal Miranda, Ministro de Salud Pública, queda para las ocasiones más solemnes. Mayoritariamente pensamos que el Estado cubano lo está haciendo bien, tenemos la sensación de estar en manos de personas doctas y abnegadas.
A las 21:00, luego de la edición estelar de Noticiero Nacional de Televisión, nos asomamos a ventanas, puertas y balcones a aplaudir. Reconocemos la infatigable y temeraria labor de los trabajadores de la salud, nos celebramos porque hemos ganado un día más al horror; la antigua creencia de que un día más es un día menos. Nos sumamos al aplauso universal, como universales son nuestra perplejidad y nuestro miedo de esta hora.
Las informaciones del noticiero se sienten objetivas, pero los comentarios que las acompañan, no; están cargados de intencionalidad política. Quienes diseñan la línea editorial desconocen que a una buena parte de los cubanos no nos reconforta que nos vaya menos mal que a los estadounidenses. Del otro lado del Golfo de México tenemos en situación de riesgo jirones de nuestras almas, familiares y amigos que, si salen indemnes, se verán sumidos, como todos los habitantes del planeta, en severas crisis económicas, y a los cuales no sabemos cuándo volveremos a abrazar.
Si alguien dudaba de términos geoeconómicos como “globalización”, la pandemia viene a recordarnos que un golpe de viento en Bolondrón puede apagar una vela en Copenhague. Somos fósforos de la misma caja, naranjas del mismo saco, pasajeros del mismo bote… La lucha contra el Covid-19 se gana a escala mundial o se pierde con estrépito.
Momentos antes de cerrar estas líneas voy al agromercado. Como días anteriores, está bastante bien abastecido, para los parámetros cubanos. Esta instalación queda en la calle 6 entre 17 y 19, justo del otro lado de la raya que limita uno de los márgenes del territorio supuestamente confinado. Traspaso una barda que custodian tres agentes del orden. Me miran en silencio. Cargo pimientos, tomates, acelga, cebolla, plátanos, calabaza, berenjenas y guayabas. Mi factura cuesta una fortuna.
Al regreso abordo al policía de mayor graduación, un teniente coronel. Le pregunto a distancia por qué no se observan con todo rigor las medidas anunciadas para el aislamiento. Qué pasó con los salvoconductos, quiero saber; por qué los ómnibus siguen transitando por Línea.
Se encoge de hombros y me explica, como puede, que ha habido una especie de contraorden velada. No están para prohibir, sino para persuadir, para que aumente entre la población la percepción de riesgo.
Me señala las calles literalmente vacías. Sí, noto que no hay casi transeúntes. Me pregunta por qué no estoy en mi casa. Le digo que no tengo quien vaya por mí al mercado, que necesito aprovisionarme, que salgo una vez cada tres o cuatro días. Abre los brazos de manera expresiva. “Ahí tiene la respuesta”, me dice, “la gente necesita comer, comprar sus medicamentos”.
¿Entonces lo del aislamiento, la cuarentena, la cuarentena con modificaciones (joya de la reciente jerga burocrática) no va?, insisto.
“Nada de eso. ¿Sabe que empezamos en fase de trasmisión autóctona limitada? El dominó se puede trancar de un momento a otro. Usted vaya para su casa, eche esa ropa a lavar, desinfecte los zapatos, péguese una buena ducha y esté atento a las próximas noticias. Esto va para largo.”
Cumplo meticulosamente con lo prescrito. Lo hago por mí y por todos los que amo, que nunca pensé que fueran tantos.
Tomo un volumen del librero. Leo:
Con finales felices
Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
que el avión pueda aterrizar
sin novedad,
el médico salga sonriente
del quirófano,
se abran los ojos del niño ciego,
se salve el muchacho al que
mandan fusilar,
vuelvan las criaturas a encontrarse
las unas con las otras,
y se den fiestas, se celebren bodas.
¡Que la sed encuentre al agua,
el pan a la libertad!
Hermano mío,
enviadme libros con finales felices,
esos han de realizarse
al fin y al cabo.
Nazim Hikmet
[1] El 11 de marzo de 2020 la Organización Mundial de la Salud declaró la pandemia, justo el mismo día que se reportaron los tres primeros casos en Cuba. Hasta la fecha en que se redacta esta crónica, 8 de abril, estas son las cifras oficiales en el archipiélago: 457 diagnosticados positivos, 1.732 ingresados, 27 positivos recuperados satisfactoriamente y 12 fallecidos.