En 1954 el escritor inglés Graham Greene (1904-1991) estuvo trashumando por primera vez en La Habana. Era la encarnación avant la lettre del británico correcto, atildado, comedido a la usanza de la educación sentimental del Occidente católico.
Pero era, también y sobre todo, el novelista y guionista que ya había alcanzado notoriedad con sus “novelas de entretenimiento”, muchas llevadas al cine. Entre estas despuntaba una que constituye su primera incursión al Tercer Mundo: The Power and the Glory (1940), extrapolada a la pantalla grande en 1947 como The Fugitive, la historia de un sacerdote católico perseguido en el México rural que, a pesar de su alcoholismo, trata de ejercer su ministerio en medio de las amenazas de muerte de un gobierno revolucionario.
Sus biógrafos suelen enfatizar el hecho de que durante la Segunda Guerra Mundial el escritor trabajó para el Ministerio de Asuntos Exteriores británico, y que estuvo destacado durante un tiempo en Freetown, Sierra Leona, escenario de otra de sus novelas, The Heart of the Matter (1948, película 1953), la historia de un oficial colonial británico cuya lástima por su esposa y su amante lo lleva a suicidarse.
Esa narración marca la continuidad de un “ciclo tercermundista” en su novelística, compuesto además por The Quiet American (1956; películas en 1958 y 2002) sobre un agente del gobierno estadounidense en Vietnam durante el levantamiento anticolonial de los 50; continuado por Our Man in Havana (1958, película 1959), que se desarrolla en Cuba el año antes de la revolución; prolongado por A Burnt-Out Case (1961) sobre un arquitecto católico cansado de la adulación que encuentra un trágico final en el Congo belga poco antes de la independencia; y cerrado por The Comedians (1966; película 1967), cuya trama se desarrolla en el Haití de François Duvalier. Podría apostarse a que todas tienen en común lo mismo que dijo una vez el escritor sobre Nuestro hombre en La Habana: “Mi objetivo no era hablar de Cuba, sino ironizar sobre el servicio secreto. La Habana era meramente un telón de fondo, un accidente”.
De la capital cubana, a la que regresó en 1957, Greene sacó entre otras cosas las experiencias vitales para Nuestro hombre… Fue la suya, sin dudas, una vida en el límite, marcada por las tensiones entre la moral convencional y su hedonismo. Y con un lugar destacado para alcohol, el sexo y las drogas. Hace unos años, la publicación de sus cartas personales (Richard Greene, ed.: Graham Greene: A Life in Letters, Little, Brown, 2008) sacaron del closet, de pronto, a una especie de Mr. Hyde.
Escribe Michael Thornton en el prólogo:
Graham Greene era un alcohólico que abandonó a su mujer y sus dos hijos por tener affaires con una serie de mujeres casadas.
Durante más de sesenta años fue promovido en todo el mundo como un católico devoto cuya profunda fe religiosa, expresada en sus novelas, obras y filmes, subrayaban la eterna lucha moral entre el bien y el mal.
Sin embargo, la elegibilidad de Graham Greene para recibir los sacramentos finales de la Iglesia Católica Romana, incluso durante su estado final de inconsciencia, debe abrirse a cuestionamientos. Él mismo admitió que no moría en estado de gracia.
Como deja claro la publicación de un nuevo volumen de sus cartas, la suya fue una vida de decadencia e hipocresía, lo cual demuestra de nuevo que los genios son a menudo los más amorales de los hombres.
Y más adelante:
Sus familiares y amigos estaban conscientes de que su conversión al catolicismo no fue un asunto de genuina fe, sino un acto de conveniencia que lo habilitaba para casarse con la mujer que amaba, y con la que quería acostarse.
Una vez logrado su objetivo, y con su esposa embarazada, rompió sus votos matrimoniales y se convirtió en un adúltero en serie con por lo menos 147 prostitutas cuyas identidades se conocen, y con docenas que permanecen en el anonimato.
Y aunque negó de manera vehemente los rumores sobre su bisexualidad, su amigo más íntimo fue un homosexual que diariamente victimizaba a muchachitos, mientras hay claras evidencias de que Greene sedujo regularmente a muchachas menores de edad en la isla italiana de Capri.
No es de extrañar entonces la fascinación del escritor por aquella Habana, atrapado por la norma social, su sensualidad y su propia libido. Se trataba –escribe como embelesado– de “una ciudad extraordinaria donde cada vicio era permisible, y cada transacción posible”. Y donde, según Worlmold, el protagonista de Nuestro hombre en La Habana, “el intercambio sexual no solo era el principal comercio de la ciudad, sino toda la raison de être de la vida de un hombre. Se vendía sexo o se compraba, así fuera inmaterial, pero no se regalaba nunca”.
Por eso se siente peculiarmente atraído por algunos personajes:
En cada esquina había tres hombres que le gritaban “taxi” como si fuera un extraño, y al final del paseo, en un intervalo de unas pocas yardas, los chulos lo acosaban automáticamente sin una verdadera esperanza.
-¿Puedo servirle, señor?
-Conozco a todas las chicas bonitas.
-¿Quiere una mujer hermosa?
-¿Quiere ver una película porno?
Eran niños cuando él vino por primera vez a La Habana, le habían pedido lavar su automóvil por un níckel, y aunque habían envejecido juntos, nunca se acostumbraron a él. Nunca fue un residente ante sus ojos, sino un turista permanente, de manera que seguían insistiendo porque sabían que tarde o temprano, como a los otros, le gustaría ver a Superman presentándose en el burdel San Francisco.
Tomemos la alusión a Superman como pie forzado. Se sabe de la presencia de Greene en el teatro Shanghái -del que debió ser asiduo, a juzgar por la manera tan detallada como lo describe en Our Man in Havana- para ver entre otras cosas el acto del mulato del portentoso pene de 12 pulgadas. Pero no para sacralizarlo (como era la costumbre), sino para rebajarlo a la categoría de bostezo ante los signos de admiración por dimensiones y ascensiones. En su visión, el escritor quiere bajarle el perfil, echarlo a rodar por tierra, pero más por ella que por él. Esta es una de sus confesiones:
Yo estaba con un amigo y durante nuestra última tarde [en La Habana] pensamos hacer algo nuevo. Habíamos estado en el Shanghái, habíamos visto sin mucho interés la presentación de Superman con una mulata (tan aburrida como una esposa sumisa)…
Y no sin su correspondiente dosis de casino, estómago, marihuana y lesbianismo. Entonces confiesa: “habíamos perdido un poco en la ruleta, habíamos comido en El Floridita, fumado marihuana, y visto un show lésbico en el Blue Moon”.
Lo único que faltaba cae entonces por su propio peso: “De manera que ahora preguntamos a nuestro chofer si nos podía conseguir un poco de cocaína”.
Y la tuvieron. El Trópico, después de todo, era precisamente para eso.
Nada ha cambiado…bueno, excepto el Shanghái…