Ámbar no sabe por qué Rainier la mira por encima de un pedazo de tela, ni por qué esa tela se interpone entre sus rostros y las palabras de su padre chocan con el tejido, y se vuelven raras para ella. Tampoco sabe por qué cuando él llega de su trabajo, o de la calle, va primero a bañarse, a quitarse la ropa y dejar atrás cualquier suciedad del mundo exterior, antes de abrazarla y besarla como desearía hacer cualquier padre.
No sabe y no puede preguntárselo, al menos no con palabras, aunque a veces abra de par en par sus curiosos ojos de bebé y Rainier crea ver en ellos más de una pregunta. Esas interrogantes que a él mismo mortifican y que intenta responderle en silencio, entre abrazo y abrazo, cuando por fin se sabe limpio, seguro de no infectar a su hija con el coronavirus o cualquier otra enfermedad que pudiera haber recogido sin querer en sus manos.
Ámbar nació hace un mes, apenas un mes, en una Habana convertida en el epicentro de la COVID-19 en Cuba; en una ciudad que 30 días después de su nacimiento sigue reportando casos positivos, muchos de ellos asintomáticos, y en la que el virus continúa al asecho a pesar de las medidas y advertencias de las autoridades y de que ya casi todo el país comenzó una vuelta progresiva a la normalidad.
Rainier es dependiente en una bodega, así que todos los días está en contacto con mucha gente. Gente que va a comprar, que pasa y saluda, que pregunta por los mandados, que se queja y se molesta o que bromea, y que él trata de mantener a distancia aun cuando sea difícil por las características de su labor. Antes, poco le hubiera importado un leve roce con un vecino, el tener que tocar el nailon o la jaba de algún cliente, pero ahora es diferente. Ahora, ya apenas piensa en él. Su mayor preocupación diaria es la salud, la felicidad de Ámbar.
Cuando él y su esposa Yamisleidys supieron que tendrían una niña, la vida les cambió totalmente. Ese lugar común, ciertísimo en la experiencia de todo padre, ganó, para mal, otra dimensión, cuando meses después comprendieron que Ámbar nacería en medio de la pandemia. Ello, no obstante, no les borró la alegría. “Es algo tan grande que no sabes si llorar o reír”, dice.
Desde entonces, a las malas noches, al afán natural porque a la niña no le falte lo necesario, porque esté saludable y bien alimentada, se ha unido la ansiedad de que no se enferme, de mantenerla a salvo del coronavirus, de ser cuidadosos hasta el extremo con la higiene, de estar atentos a cada parte diario, a cada explicación o noticia sobre los niños y la COVID-19, sobre los síntomas y riesgos de ese enemigo peligroso.
“No podemos equivocarnos ―asegura el padre―. Sería imperdonable.”
Pero Rainier no solo piensa y se desvela por el presente. También se preocupa por el futuro.
“Como todo padre, deseo lo mejor para ella. Que sea mejor que yo y que su mamá en todos los aspectos. Trataremos que sea una persona correcta y educada, cultivar en ella los mejores valores humanos ―se explica―. Pienso en lo compleja y dura que es la vida, pero hay que enfrentarla con valor. Por eso, quiero ser para Ámbar un guía, una persona de confianza, un amigo”.
Ahora, sin embargo, todo ello está lejos. Todas las preocupaciones por el futuro son una nube distante en el horizonte. Ahora, a Rainier le basta con cargar a su niña, con abrazar tiernamente su pequeñez, con mirarla por encima de un pedazo de tela, para que toda su vida tenga sentido. Y aunque Ámbar no le responda con palabras, ni sepa por qué su padre hace lo que hace para protegerla, a él le basta con que entorne sus ojos y bostece, o le devuelva la mirada, inocente, para que cualquier temor se desvanezca.