Como el rap y el hip hop, el origen del reguetón remite a procesos de resistencia y afirmación culturales que permitieron a marginados y excluidos llamar la atención sobre su existencia misma y sobre la vida en el barrio. Por eso —me comentaba no hace mucho por FB un amigo musicólogo— resulta tan ruidoso como agresivo.
Esta expresión musical, que para algunos comporta una “nueva poética” y para otros es todo menos arte, hizo su aparición triunfal en la Cuba de los 90, una época de reenquiciamiento y remolde, cuyos ecos se prolongan hasta hoy. Se comenzó a escuchar en circuitos alternativos, y de ahí se extendió a las fiestas callejeras auspiciadas por jóvenes sin recursos económicos para pagar el cover de las discotecas en dólares. A estas fiestas por la libre les llamaron entonces “bonches”: un grupo de jóvenes se reunían en una casa, ponían los altavoces fuera, en los balcones, y de pronto empezaban a caer muchachos como moscas sobre panetela.
Lo cierto es que el reguetón ha sido de entonces a acá como un gran islote que se ha extendido por la Isla y ha penetrado en todos los estratos sociales. No viene sino a añadir su buen grano de arena a una ciudad ya sometida a un urticante proceso de sobredecibelización que está tanto en los almendrones como en los edificios sin timbre. Y en los lobbies de los hoteles, en los que ese dulce encanto de la música típica hace sonar al bongó, las maracas, las guitarras y las claves en pleno centro de los tímpanos, imposibilitando de paso cualquier intento de conversación con el huésped. Y en los bares por donde mora el turismo, en los que se succionan los cohíbas, a menudo con segundas intenciones y ante miradas imprudentes. Y, desde luego, en la gritería de la vecina de abajo avisándole a la del tercer piso que llegó el pollo al mercado o que tiene una llamada de no sé dónde.
Veamos. ¿Qué tiene entonces esta nueva forma musical que tanto convoca y arrastra? Primero, hedonismo. A los receptores se les conmina a mover las caderas de manera explícita —algo que los puertorriqueños bautizaron una vez como “perreo”— y al disfrute de una sexualidad desembozada, que resulta bastante congruente con los tiempos corrientes, donde por otra parte la apelación a no pensar constituye uno de los discos duros de la globalización. Hay, sin embargo, ciertas simetrías que valdría la pena anotar de paso: el son de los años 20 fue considerado “indecente” por sus movimientos pélvicos, como después el mambo.
Segundo, un beat reiterado y simple, a base de programas de computadoras. Y tercero, como el rap y el hip hop, arrastra una manera de vestir que constituye una marca identitaria para adolescentes y jóvenes, algo que no ha hecho sino mutar con el tiempo: mi madre me contaba de los llamados “chucheros” que lucían cadenas, bataholas y camisetillas en La Habana de los años 40, a la manera de Tintán y Benny Moré.
Más tarde, los jóvenes de fines de los 60-70 acudieron al pelo largo, la falda corta y los pantalones estrechos como una manera de establecer su perfil propio ante un medio que los rechazaba por “flojos”, “hippies” o “penetrados culturales”, expresión de cierto chovinismo nacionalista que pretendía restar validez a todo lo foráneo.
Pero visto retrospectivamente, de entonces a hoy el punto más débil del reguetón son sus textos. Demasiado simplistas. Demasiado chabanacanos. Demasiado machistas. Demasiado retrovirus. La mujer aparece las más de las veces como simple objeto del deseo, son “mamis” —una palabra que quiero tomar como la punta de un iceberg—. Los hombres son “papis” y proveedores, como ocurría durante el esplendor de la llamada timba cubana, con la cual el cubatón guarda una relación de continuidad en la que no se ha reparado lo suficiente.
A diferencia de lo que ocurre en el mundo del rap y el hip hop cubanos, no existe algo como un “reguetón consciente” que permita discutir los problemas sociales de la hora. Sucede más bien lo contrario: las letras validan las diferencias sociales, el lujo, el hedonismo y el consumo; no solo, por cierto, de las mercancías que se compran en las tiendas dolarizadas.
Son los alumnos de Edgardo Armando Franco, más conocido por El General, un músico panameño de mis tiempos juveniles que causó furor haciendo algo muy parecido. Un buen día se hizo testigo de Jehová y ahora mismo es como el título de esa canción de Kansas retomada en la última novela de Leonardo Padura: polvo en el viento.