Ha muerto Gustavo. No era un Gustavo cualquiera, sino un Godoy, hijo de una familia cubana “de alcurnia” o, mejor, representante directo de algo que está en vías de extinción: la aristocracia criolla cubana.
Gustavo llegó a Estados Unidos en 1959, a los 17 años, después que la Revolución le intervino a su padre el banco que poseía y que quería que su hijo heredara. De hecho, estuvo a punto de desheredarlo cuando Gustavo le dijo que lo suyo era la televisión y que no tenía intenciones de reconstruir el banco del lado de acá del “charco”. Si iba a hacer algo por este mundo, sería dotar a los hispanos en Estados Unidos de sus canales de televisión. De acceso a la información y entretenimiento en su lengua materna.
Luego de un tiempo trabajando en la cadena ABC, donde aprendió el oficio, creó la cadena hispana SIN, antecesora de Univision, y luego pasó a Telemundo, desde la que siguió ofreciendo mundos televisivos internacionalmente. Creó centenares de “Gustavitos” que hoy día son “monstruos” de la pequeña pantalla en Estados Unidos. Dio oportunidades a quien se le paró delante pidiendo alguna. Hace unos meses, cuando los “Gustavitos” que ahora están repartidos por el mundo vinieron a Miami a homenajearlo, no hubo uno que no se emocionara con su presencia o luchara por decirle una palabra de agradecimiento en ese homenaje personal.
Viendo las imágenes del encuentro me vino a la mente el hecho de que, en efecto, además de pionero, innovador, creador y un periodista excelso, Gustavo Godoy, el último de los “aristrócatas buenos”, fue también el hombre de las dos orillas. Se lo recordé una de las últimas veces en que nos vimos, antes de que esta maldita pademia interrumpiera nuestros almuerzos regulares en los restaurantes cubanos de Miami.
Un día le pregunté por qué su casa estaba llena —abarrotada—, de arte, libros, cuadros, esculturas, fotografías y objetos de la Cuba de antes y actual. Tenía más de esos recuerdos que objetos y recuerdos de otros países por donde Gustavo viajó y atravesó conflictos peligrosos, en los que se enfrentó a guerrilleros desconfiados del periodista que venía del “Norte revuelto y brutal”, a dictadores malévolos hacia quienes Gustavo tenía siempre el adjetivo certero en la punta de la lengua, para hacer más difícil aún la pregunta inevitable que pondría en aprietos al inquirido. “Para obligarme a no no olvidarme de donde vine”, contestó.
Lo vi en acción. A fines del 1991 nos conocimos en Machurucutu, un pueblo en lo que era entonces la frontera entre las provincias Habana y Ciudad de La Habana. Gustavo y yo nos aparecimos en un encuentro organizado por el gobierno cubano con periodistas del exilio y del patio. Entonces, un personero barato de la radio local discurría cómodamente sobre la “libertad” de expresión existente en su emisora habanera y Gustavo lo escuchaba con atención. A cada rato su rostro se iluminaba con una sonrisa sarcástica, pero no dijo nada hasta que sobrevino el disparate.
Para explicar las dificultades materiales que tenían la radio y televisión local, esgrimió el argumento de que al finalizar los juegos Panamericanos del verano de 1991 —jamás se me olvidará—: “el embargo es tan duro que las cadenas de televisión americanas tuvieron que recoger los cables del piso porque tenían que llevárselos, el embargo no permite dejarlos aquí”. Al momento se escuchó en la sala una sonora carcajada. Era, naturalmente, la de Gustavo. Se hizo un silencio sepulcral, algunos lo interpretaron como una falta de delicadeza, pero Gustavo no era una hombre de mínimos y dijo: “No coma mierda, compadre, si algún técnico mío se me regresa sin un cable, de cualquier lado, le cobro el cable, lo boto del trabajo y, si puedo, lo mando pa la Siberia”.
Años después recordaríamos el momento: “A mí lo que más me indignó no fue el disparate, sino haber usado una mentira para combatir el embargo. El embargo no hay que combatirlo con mentiras, basta con la verdad”, fue su comentario. ¿Y la mención a la Siberia? “Creo que lo entendió mejor que si yo hubiera dicho Alaska”, me respondió.
Ese viaje de Gustavo no fue el primero a Cuba. Realmente, ya había estado presente en el proceso del diálogo con la comunidad cubana de 1978. Y se involucró mucho. Tanto, que llegó a confesarme que cuando vio que la liberación de los presos políticos —que fueron 3.400— iba en serio, le costó trabajo pararse para reportar las incidencias para el canal 4 de la TV de Miami, donde entonces trabajaba.
Gustavo Godoy fue un hombre muy emocional en todo lo relacionado con su patria. Durante la última década viajó regularmente a Cuba. Un vez, tuvo la audacia de participar en una sesión de el “Último Jueves”, un debate mensual organizado por la revista Temas. Toda conversación con Gustavo comenzaba por Cuba. Cuando uno volvía de la Isla era sometido a un implacable interrogatorio suyo donde afloraban sus intereses precisos, que eran la vida ordinaria del pueblo y las flexibilizaciones del gobierno.
Estábamos hablando de eso en una de las últimas conversaciones lúcidas que tuvimos —porque Gustavo falleció el pasado jueves con la memoria perdida en los avatares de la vida—, cuando le dije que creía que el gobierno cubano había desperdiciado la oportunidad de lograr más de Estados Unidos con la administración Obama. Me miró a los ojos y me dijo: “Estoy cansado de que siempre le den oportunidades, oportunidades, oportunidades, pero siempre las rechazan, rechazan y rechazan. Han hecho del diálogo entre las dos partes una entelequia y la gente no entiende de entelequias. Ni yo”. Y dio un puñetazo en la mesa que hizo saltar al piso una de las cuatro croquetas que una empleada de Sergio’s nos acababa de servir.
Aun así, la obsesión con Cuba —con las dos orillas— fue tan extensa que a Gustavo nunca le importaron las críticas extremistas. Lo suyo siempre fue, lo constaté, la paz entre las dos orillas, el diálogo y la comprensión.
Gustavo: todavía no te hemos enterrado y ya te extrañamos. Tu muerte solo me trajo una felicidad: que no te hayas dado cuenta de que en la Casa Blanca alguien quiere mantener el “disparate” rodando. Sé que te sentirías muy triste. Y ahora, ¿con quién coño voy a almorzar el tercer jueves de cada mes?
A Rui Ferreira lo conocí una noche en la casa del italiano Mauro Casagrandi en La Habana. Nunca lo olvidé, porque me pareció un verdadero amigo de Cuba. Ayer, en la casa de Mauro en La Habana, almorcé con ese amigo para celebrar su 81 cumpleaños. Y ahora veo y leo su artículo sobre el fallecimiento de un cubano que estuvo en 1978 eb ek diálogo iniciado por Fidel y Alarcon con la Comunidad en el Hotel Rivera de La Habana, donde estuve como periodista… Prohibido olvidar.