Una vez le escuché a un amigo que censurar no era más que una manera de editar. Según su opinión, cuando un editor revisaba un texto, se guiaba por determinadas reglas de corrección —gramaticales, estilísticas, semánticas, lexicales, pero también ideológicas o morales. En definitiva, argumentaba él, ajustar cualquier escrito a normas como esas equivalía a restringir la expresión y las ideas originales del autor, o sea, a una variante de censura.
Aunque no me animan los apotegmas ideológicos de ninguna especie, sí lo hacen las ideas que no comparto, en particular las armadas con inteligencia, vengan de amigos o de enemigos. Digo que un conservador o un liberal inteligentes pueden servir no solo para debatir, sino para repensar un problema y verle otras aristas, más que algunas visiones que compiten en el torneo de lo mismo con lo mismo, o a ver quién arponea a la ballena blanca “por la izquierda.”
Posiblemente, entre los blogueros y blogueras que surcan las redes, haya algunos que coincidan con mi amigo en que editar no es sino “restringir la expresión y las ideas originales del autor, o sea, una variante de censura.” Sin embargo, no hay que ser un experto para distinguir entre un texto bien editado y un post en un muro o un blog donde todo vale, incluida la chapucería intelectual y la diatriba.
Aunque las diferencias con la censura valen también para piezas audiovisuales, mis breves comentarios aquí se concentrarán en textos —libros, ensayos, ponencias, artículos de prensa— cuya edición me ha sido más cercana.
Editar y censurar son operaciones muy distintas en sus propósitos, medios e implicaciones. La primera diferencia entre ambas prácticas es que la edición busca producir una obra; mientras que la censura la vigila, filtra su contenido, la expurga, la recorta y, en última instancia, la condena o la impide.
Nada como una edición profesional para detectar escrituras oscuras, incoherencias, contradicciones, así como lugares comunes, errores, lagunas, estridencias, excesos verbales; y para imprimirles comunicabilidad, conciencia de lo que se dice, autocrítica.
Aunque la principal contribución del editor no es corregir las redundancias y la ortografía, su carpintería del lenguaje sí ayuda a enderezar o pulir un texto. Este oficio no se aprende, desde luego, por intuición o pura práctica. Escribir bien (o creerlo) no basta para ayudar a otros a escoger el vocabulario y aclarar la sintaxis de ciertos manuscritos, como los redactados por algunos ilustres profesionales amigos míos que escriben como hablan, con todo respeto.
Como es clásico, la censura tiende a sujetar las ideas del autor a un canon doctrinario, sea, ideológico, religioso, moral; tiende a ejercer una autoridad, más basada en la jerarquía que en el conocimiento, y que se constituye como última instancia de apelación. La edición, en cambio, empieza por identificarse con lo que el autor se propone comunicar, y cooperar con él para alcanzar dicho objetivo.
El lector prefigurado por la censura es un tipo ideal con poca capacidad para asimilar críticamente lo que recibe, no importa su edad, educación, ocupación. En lugar de una sociedad diversa, que discute y opina diferente, el sujeto para el que se escribe es una criatura estadística más bien abstracta llamada “lector promedio”, imaginada por quienes la invocan como si fuera real.
Esta representación del lector se relaciona también con el acceso a la obra que se edita o se somete a censura. Mientras la edición se dirige a ponerla a disposición de a “quienes les pueda interesar”, la censura limita su circulación, o la mantiene (a la obra en sí) en el marco de aquellos a quienes va destinada, o sea, segmenta su acceso. Estas funciones respectivas son más sutiles de lo que parecen.
Cuando se publica, digamos, literatura para niños, es posible imaginar “al lector a quien va dirigida” la obra. En mi experiencia como editor, sin embargo, he comprobado que muchas veces “el lector” resulta impredecible. Una política cultural acumulada creó un público múltiple, que todavía genera una demanda muy elástica, como le dicen los economistas. He encontrado lectores inesperados entre viejos y jóvenes, médicos y dirigentes; pero también entre alumnos de academias militares y seminarios religiosos. El trabajo del editor y el del censor contrastan como reacciones opuestas ante ese público cada vez más diverso.
Sin embargo, los mecanismos de la censura no siempre responden a un impulso negativo. A veces se han visto animados por un propósito cultural. En el pasado, el acceso controlado a determinadas lecturas sirvió, por ejemplo, a la formación cultural de cuadros y dirigentes. En los 60, la colección “Polémica”, del Instituto Cubano del Libro, publicaba títulos notables, como la biografía de Stalin, de Isaac Deutscher; El hombre unidimensional y Eros y civilización, de Herbert Marcuse, entre otros, en edición restringida, es decir, dirigida. “Polémica” tuvo el mérito innegable de cultivar a una dirigencia con preparación de origen muy desigual.
Una vez que fue posible su impresión, estos libros entraron en circulación. Quien quería leerlos los podía encontrar, aunque no se lo orientaran en ninguna clase. Las lecturas que me dejaron una huella mayor no fueron las que me examinaron, sino las que encontré en mis expediciones a la Biblioteca Nacional o por librerías de viejo, las que me prestaron, o que busqué hasta dar con ellas. La lista de las obras y autores que leíamos los universitarios entonces sorprendería a muchos que identifican el final de los 60 y los 70 como un largo apagón intelectual.
Puede resultar misterioso para los que no conocen la época y sus contradicciones culturales, que la misma institución editorial imprimiera las obras de Deutscher y los ensayos de Marcuse en ediciones dirigidas, mientras que publicaba masivamente Un día de Iván Denisovich, el dramático relato de Alexander Solzhenitsyn sobre la vida en un campo de trabajo en Siberia, en su colección “Cocuyo”, así como a los pensadores e ideólogos de una izquierda estadounidense que tenía a Marcuse entre sus íconos intelectuales.
Vista desde hoy, cuando las ediciones digitales e internet permiten que una revista o un libro publicados en La Habana se puedan leer instantáneamente en Kyoto, y viceversa, tanto “los lectores a quienes les pueda interesar”, así como la edición dirigida de una obra para cierto segmento del público, parecería que no tienen sentido. Sin embargo, la actitud de ponerles tabiques al conocimiento científico, la cultura, la información, reconocidos como bienes públicos y derechos humanos en la Constitución cubana de 2019, sigue viva y coleando.
Admito, finalmente, que mi amigo tenía una cuota de razón en cuanto a las líneas finas que pueden separar determinadas políticas editoriales de formas de censura.
Las retóricas excluyentes caracterizan incluso algunas políticas editoriales opuestas a la rigidez de la censura oficial. Esas retóricas se caracterizan por adoptar una postura de lo “políticamente correcto”, fuera de la cual todo es “palabrería”, “sumisión cortesana del estamento letrado”, y otros epítetos del mismo corte. Muestras de esa pose excluyente, replicantes del afán pedagógico marxista-leninista en que se graduaron, pululan en las redes: “La élite académica y periodística, haciendo malabares con sus eclécticos referentes discursivos sigue ocupada en maquillar cortesanamente el status quo. Las élites oenegeneras [o sea, de las ONG cubanas]—mimadas por la cooperación internacional […] La élite emprendedora, tan vocal ante Trump y Biden, sigue muda ante su gobierno. Bajo estas camarillas…, en medio de un parroquialismo intencionado, que abandonan cuando de estancias y congresos en el extranjero se trata…”. 1 Aquí se nota cómo el tono judicial y las descalificaciones personales comparten genes con retóricas supuestamente contrarias.
Pero “los polos se atraen”, me decía la profe de Ciencias en la Secundaria Carlos Marx (ex-Ruston Academy). El problema político subyacente podría plantearse así: ¿en qué medida las políticas editoriales anti-gobierno y sus retóricas agresivas llevan agua al molino de la censura? Por supuesto que también la pregunta se puede formular al contrario. Cortar esta tela, o más bien telar, daría para una tesis de grado fascinante.
Otras políticas editoriales pueden resultar excluyentes, y ejercer por omisión, un efecto consanguíneo a la censura. Por ejemplo, esto ocurre cuando las editoriales propician un perfil de “autores priorizados”, que les permiten a algunos publicar uno o dos libros todos los años, mientras otros deben esperar un quinquenio, sin que esa prioridad tenga nada que ver con la calidad de la obra, ni siquiera con la jerarquía del autor, se trata de algo más dañino que una “política segmentada” o que la exclusión pura y dura de la censura.
Luego de denostarla durante un rato, a la censura, voy a pasarme por un instante al rol de abogado del diablo. Nunca he visto ni oído asumir la censura, ni siquiera a los que la ejercen, como si nadie fuera capaz de defenderla, aunque siga ahí. ¿Por qué? ¿Una actitud vergonzante; o temor a pasar a la posteridad como los malvados del “Quinquenio gris”? ¿No es más que el error de unos extremistas? De hecho, a la censura se le asocia con incultura, torpeza, cierre mental, o con determinadas expresiones ideológicas “venidas de la Unión Soviética.” ¿Es así? Una semblanza muy lúcida puede encontrarse en el capítulo de Los hermanos Karamazov (1880) conocido como “El gran Inquisidor”, donde Dostoievski la muestra en su relación con la preservación del orden, pero sobre todo con una concepción sobre la naturaleza humana y su aptitud para elegir en libertad, en boca del Arzobispo de Sevilla.
Las explicaciones sobre la censura que remiten al totalitarismo y a la condición maligna del Estado, el “Gran Hermano”, etc., confunden las causas con los fenómenos que provocan. Sin una antropología cultural de la censura que identifique los factores que la condicionan y la mantienen viva, difícilmente se podrá lidiar con ella y domesticarla. En una jerga familiar hoy, diríamos “para poder alcanzar una inmunidad de rebaño que minimice su letalidad”.
En este punto me viene a la mente una época remota, cuando Fernando Martínez Heredia no recibía tantos elogios ni de gente tan diferente a él como ahora, y quiso compartir conmigo unos cuentos suyos. Aquellas breves narraciones de ficción, ambientadas en la guerra de independencia, me parecieron originales, y se lo dije, en plan de árbitro literario. Confiando en mi buen juicio, me dejó llevárselas a una revista cultural. El editor, a quien yo conocía bien, me respondió con total sinceridad: “Son buenos cuentos. Pero tú sabes, Rafael. Es Fernando”.
Esa forma de censura puede resultar, de cierta manera, una clave. No viene dictada por una orientación, una diferencia o antipatía política, ni por ese síndrome ciego tan simple y cómodo nombrado “autocensura”. A falta de una definición simbolista o posmoderna, preferiría llamarle “la lápida”. Analizarla como fenómeno de la cultura política cubana, y no nada más de egresados de carreras soviéticas, requeriría un poco más de espacio.
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Nota:
1 Armando Chaguaceda, “Cuba: las palabras y los hechos,” La Joven Cuba, 30 de agosto, 2021, https://jovencuba.com/palabras-hechos/
Profesor,no se amargue la vida buscando causas y azares…los anos 60 bajos, los conspiradores estaban “dorando la pildora”, y decir que el gobierno iba hacia el comunismo,era delito ( ver caso Hubert Matos ) ,pero despues que usted va a esperar de un Modelo politico-social donde el policia,el juez,el abogado,,el fiscal y el carcelero son del mismo Partido (en este caso el PCC) ??Editar debe ser revisar y aconsejar,no cambiar el sentido,que es censurar