La vida es suficiente,
si entonces no se acaba
cuando se halló el final
donde se encuentra el pasado con la nada.
Ay, la vida. Santiago Feliú.
Al parecer septiembre se empeña en alegrar y arder en mi alma con igual intensidad. En ese mes nacieron mi madre y mi padre. Hace cincuenta septiembres también se casaron. Igualmente ese es el mes del cumpleaños de mi tío Manolo, de mi novia y de buenos amigos. Pero no todo septiembre es un festejo. En el noveno mes del año también fallecieron mi padre y mi abuela Marina.
De todos esos sucesos siempre olvido las fechas tristes. Y cuando me refiero a que olvido, es sin excepción. Nunca recuerdo el día en que sucedieron. Hace un par de semanas se cumplieron 6 años del deceso de mi viejo. Reparé en el fatal aniversario al ver una publicación de mi madre en su muro de Facebook.
Algo parecido sucedió hace una semana. En el grupo de WhatsApp familiar celebramos desde la virtualidad con cake, velitas y canciones el cumpleaños 89 del tío Manolo. En medio del convite alguien recordó que ese mismo día 19 de septiembre, pero del 2019, nos dejó la abuela Marina.
Hace más de una década radico en Argentina y hasta ahora no he podido superar el sobresalto y la angustia de las malas noticias que en cualquier momento pueden llegar desde Cuba.
Por lo demás, el cielo en Buenos Aires es tan azul como el de La Habana. No hay mar ni malecón en la ciudad porteña pero “las tardecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, ¿viste?”, dice un famoso tango.
Tampoco en estos años me ha afligido la lejanía, porque aunque me separen 7mil kilómetros desde este punto del hemisferio sur hasta el Caribe, siento que nunca me fui de Cuba.
“Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio… ¿Cuándo? ¿Pero cuándo? Si siempre estoy llegando”, dice otro célebre tango.
Pero eso sí, padezco la distancia física con mis afectos y, por ende, con Cuba. Y es que buena parte de esa patria que llevamos a todos lados, con sus sabores y sus sinsabores, la conforman nuestros seres queridos. Por eso, en días grises y de dolor, me embarga la impotencia de no poder estar entre los míos, en mi natal Holguín, donde vive una parte de mi familia, o en La Habana, donde radica la otra.
Nacimiento y muerte. Risas y lágrimas. Desconsuelo y gozo. Tristeza y júbilo. Cumpleaños y fallecimientos. No son pares de significados opuestos sino partes significativas de una misma existencia.
“El culto a la vida, si de verdad es profundo y total, es también culto a la muerte. Ambas son inseparables. Una civilización que niega a la muerte acaba por negar a la vida”, escribió el mexicano Octavio Paz, premio Nobel de literatura.
Por esa continuidad que define el poeta es que, quizás, olvido voluntariamente las fechas de los decesos familiares y recuerdo los onomásticos.
No se trata de apelar a la negación como mecanismo de defensa ante el dolor por la ausencia irreparable de las personas amadas. Es, creo, una relación inversamente proporcional con la muerte y directamente con la vida. Más que recordar al tiempo como una categoría de duración de la vida, me salva recordar, en tiempo presente y con felicidad, las intensidades en vida compartidas con mis seres queridos. Y esa tesitura de sentimientos ni con la muerte se apagan.