En La Habana otra vez y sin entender muy bien lo que puede que esté ocurriendo más allá del horizonte. Leo en Twitter, miro en Instagram, y no comprendo lo que dicen que sucede del otro lado del Azul. Realidades paralelas que no se las apañan nunca para converger.
Pero tampoco entiendo mucho a mi madre. Ni la mecánica de la gente en la calle. Cómo se mueven, hacia dónde se mueven, de dónde vienen. Hasta de mí misma me desentiendo. Soy yo, pero no soy yo. El cuerpo desanda la ciudad siguiendo un ritmo que ya no comprendo aunque he de sentir siempre como mío. Mía es la carne de mi madre; mío también el aliento de La Habana. Siento La Habana sin entenderla. Me siento en La Habana. No me comprendo. Me extraigo de lo que aparenta suceder, dondequiera que suceda. Es La Habana la que me extrae de los escándalos y los crímenes que recogen los periódicos, y de la desidia y los amores que vienen de allá, que quedaron allá, y que, ahora mismo, muy cerca del mar, me parecen tan lejanos.
Todo quedó en otra parte.
Aquí estoy yo, a pocos pasos del muro que difícilmente contiene las aguas. Pero eso no debe inducir la creencia de que de este lado permanezca todo. Más bien, estar en La Habana puede significar que el todo se ha perdido. O que, como un día llegamos a recordar el tiempo pasado con los amantes difuntos, que nunca nada existió.
Solía ser la que soñaba despierta. Antes. Aquí y allá. Lo que quiere decir, dentro y fuera de la isla, soñando siempre y sin escrúpulos. Pero desde que he vuelto a La Habana sólo sueño de noche. Busco el silencio donde no lo hay. Me lo apropio, aferrándome a él. Sólo entonces cierro los ojos y sueño. De noche. Ya no más en las mañanas y las tardes cuando toda ilusión es aplastada por la claridad, cuando el pez de la torre irremediablemente se ahoga, cada vez que pretende nadar en el asfalto. Y Luz Marina Romaguera, en la pieza Aire frío, de Virgilio Piñera, intentando disuadir a su hermano poeta de inventar tales imágenes. Que era un disparate, le decía, obsesionada con el mucho calor dentro de la casa, en la ciudad, pesando sobre la historia de un país; le recordaba que, por muy poético que fuera, un pez terminaría irremisiblemente por asarse sobre el asfalto habanero.
Ya no sueño si no es de noche porque soñar de día es esperar; por ejemplo, que es posible nadar en el asfalto. Y yo en esta ciudad he dejado de esperar.
¿Y desear?
El deseo se me ha tornado puntual y exacto, sólo capaz de habitar el presente. No consigue ir más allá de las urgentes ganas de deshacerme en salitre. Y es que perdí el hilo de la política. Me equivoco contando divisas. Todas las monedas se confunden y ninguna resulta suficiente para la gente ahí, en la calle. Hace un par de semanas un dólar valía 60 pesos. Ayer costaba 100, pero hoy ya es un poco más. No sé cuántos más. No puedo discernir si gano o pierdo y todo cuanto ocurre desilusionada se lo entrego al Azul. Tampoco sé qué papeles presentar. En un aeropuerto me reclaman un documento que en otro nadie espera pero donde sí exigen el pago de una incomprensible póliza de seguro, y alguna empleada no exige pero pide con voz amelcochada y sin recato, ¿tienes unas moneditas para mí? Esas monedas que no sé contar. Aunque recuerdo que han de ser siete, contantes y sonantes, cuando atravesamos la bahía hacia la ermita de Regla y en las aguas manchadas de petróleo agradecemos a Yemayá. Y pedimos, siempre anhelamos, aunque ya no sueñe despierta. Mientras lanzaba la semana pasada mis siete monedas al mar, miré de reojo al par de policías que custodiaban la lancha. Se les notaba nerviosos. Me pregunté entonces si llevaban armas, si estaban cargadas; si ellos, también, como nosotros, lanzaban monedas y rezaban —supongo que a escondidas— o si sus madres son las que rezan y si lo hacen por ellos o por los otros, los que vamos en la lancha con destino a Regla… o a otra parte. Lo que roguemos tal vez no es lo más importante sino que lo estemos haciendo, todos, volviendo la lanchita un barco renqueante repleto de ilusiones, las últimas ilusiones. Porque, Luz Marina lleva razón, el pez de la torre no nada en el asfalto, pero entre las olas viene y va, invencible. Y las aguas alivian su frustración de no poder nadar ciudad adentro. Es en cambio tan fácil dejar flotando mi cuerpo en el agua, arrullado por la corriente, en el vaivén, al fin sin resistencias, solamente siendo lo que sea que soy o creo ser o imagino que quiero ser. Las aguas recibiendo mi carne sin preguntar ni juzgarme y yo sintiéndome infinita, universalmente libre. El agua está en todas partes y es de todas partes y llega a todas partes, y es la misma siempre y diferente: aguacero, río, ola, nube, llovizna, rocío, nieve, glacial, océano otra vez. Siempre el océano, cargando con mi historia y mi cuerpo flotante. De Olokun vengo y a Olokun regreso.
Hay demasiadas realidades y sólo el agua de los mares me devuelve alguna verdad. Desde mi apartamento, miro torre abajo por la ventana y a ras del asfalto se arrastra una realidad que no es la de Cubavisión ni Tele Rebelde ni la de Twitter e Instagram. Yo, entre tantas posibilidades de lo real, me extravío. ¿Cuál seguir? ¿Las realidades que duelen, dan rabia o placer o las que me dejan indiferente?
No entiendo ni a la empleada del aeropuerto ni a mi madre, pero, aun así, más fácil es comprender lo que ellas me dicen que intentar seguir el discursillo del twittero incansable o el de la locutora del noticiero. ¿De qué Habana hablan unos y otros? Por eso me concentro dentro del silencio sólo interrumpido por el oleaje contra el muro.
Escucho en la radio que en alguna parte se discute un nuevo código de las familias, mas no logro entender ni cómo ni cuándo ni, mucho menos, si lo que sea que se discute llegará a materializarse de veras. Quisiera el reconocimiento social de todas las formas imaginables del ser y el estar. Deseo más, deseo que comencemos a aceptar que todas las categorías de género, sexo, raza, familia y cuanto se nos ocurra denominar son artefactos sociales, construidos bajo determinadas condiciones sociohistóricas, políticas, culturales. Podemos y debemos cambiarlas, cambiar el mundo y nuestra comprensión del mismo. Quién sabe si, de tanto imaginarnos posibles, logremos construir una ciudad donde los peces sí puedan nadar en el asfalto.
Pero eso es soñar despierta y ahora mismo ya no me ocurre. Más me interesa el salitre. Caminar a su encuentro, pues no entiendo lo que se espera que a estas alturas entienda, tal vez porque comprendo demasiado. No sueño porque lo he hecho por mucho tiempo. No espero ya. No contabilizo. Solo me reconozco siendo… creo. Porque creer no es lo mismo que soñar. No es esperar.
Decido finalmente bajar al pavimento. Voy Calle G abajo, sorteando los carros, los huecos, los charcos, los perros, la gente en su cola que no me es por supuesto comprensible; o la gente solamente ahí —lo que tampoco me será dado entender—: la gente ahí de alguna manera.
Estoy, sin siquiera saber si soy, cuando llego al malecón y hago todo lo que se puede hacer.
Y comprendo también todo lo que escasamente puedo comprender; que ya no sueño y no espero porque me dejo caer ante lo que siempre me espera: la ola, salpicándome ayer y empapándome hoy.
Todo lo que es.
Todo lo que hay.
Todo lo que soy.
El mar, único espacio de infinitas posibilidades, de muerte y renacimiento. En constante movimiento. En todas partes.
Madre del universo, sobre la cresta de tu más alta ola deposito lo ininteligible y me detengo a verlo romperse contra el diente de perro, volverse espuma. “¿Ves? No era nada. Todo era nada”, me dices. Y yo aspiro tu salitre y cierro el puño derecho para atesorarlo mejor a un tiempo que sonrío: a ti me entrego.