I
La huella cultural soviética no empieza en la Cuba de 1959, sino durante los años 20, poco después de que los bolcheviques tomaran el poder. Entonces esta huella se expresaría en el imaginario cultural de una manera polivalente, como ocurre siempre en la Isla con los elementos foráneos que se incorporan a su horizonte visual.
Lo anterior implicó la fundación de un partido de nuevo tipo y la intervención en las reivindicaciones y luchas obreras, pero también la presencia de un pensamiento de corte estalinista y sectario que llevaría, por ejemplo, a no considerar las diferencias entre actores tan distintos como Antonio Guiteras Holmes y Fulgencio Batista durante el Gobierno de los Cien Días; y más tarde a caracterizar el ataque al cuartel Moncada, protagonizado por una nueva izquierda, como un acto de pustchismo y de voluntarismo pequeño-burgués.
En esa misma línea, con la revolución triunfante se manifestaría otra modalidad de sectarismo de los viejos comunistas y del Partido Socialista Popular (PSP), que condujo en 1962 a obstaculizar los procesos unitarios en las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI) y más tarde, en 1968, a la llamada microfracción en un momento en el que las relaciones interestatales estaban todavía marcadas por el impacto de la Crisis de los Misiles, episodio en que los soviéticos retiraron los cohetes de la Isla haciendo, en fin de cuentas, lo mismo que estadounidenses y españoles durante el Tratado de París en 1898: no contar con los cubanos ni para la foto de familia.
Ante el desenganche de la economía estadounidense, con la que existían nexos de dependencia estructural que comenzaron a disolverse debido al curso nacionalista de los primeros años, sobre todo después de la primera Ley de Reforma Agraria, el liderazgo cubano no tuvo más alternativa que virarse para los soviéticos. En junio de 1960 la negativa del Departamento de Estado a refinar veinte mil barriles de petróleo ruso en las instalaciones de la Texaco —una medida tomada ante la supresión de la cuota azucarera estadounidense—, reforzó un curso de colisión que estuvo ahí prácticamente desde el principio mismo y que se iría profundizando durante todo el proceso.
En la prensa internacional de principios de los 60 se puso a la orden del día la presencia de los rusos en territorio cubano, tema que podría seguirse paso a paso desde la llegada a Cuba de Alexander Alexeiev, agente de la KGB y corresponsal de TASS que se reunió con Fidel Castro y el Che Guevara en octubre de 1959, y la visita de Anastas Mikoyán, en febrero de 1960, hasta la exposición de tecnología y productos soviéticos llevada a cabo en el Museo de Bellas Artes de La Habana y el establecimiento de plenas relaciones diplomático-culturales el 8 de mayo de 1960.
Por esa época arribaron a la Isla los primeros cooperantes soviéticos a desempeñarse tanto en especialidades civiles como militares (los tanques llegarían de manera secreta en 1960, junto a asesores y artilleros).
Los rusos hablaban una lengua extraña y distante, indescifrable para la inmensa mayoría de los cubanos, incluso con mucha imaginación. Vestían como si el tiempo se hubiera detenido en algún punto del pasado entre la conferencia de Yalta y el fin de la Segunda Guerra Mundial. No pocos se involucraron en actividades de contrabando en las casitas de Alamar y el edificio Focsa, bien mediante la venta de chocolates y otros productos deficitarios en la libreta de abastecimientos, o de la compra de joyas y oro para ser repatriados a Moscú. Como remate, los marineros que desembarcaban por la Bahía de La Habana solían tener, además, tatuajes en los brazos y casquillos dorados en los dientes, prácticas por entonces tenidas por marcadores identitarios de marginales y presidiarios. Estos distanciamientos operaban en medio de suministros y avituallamientos que permitían paliar/ resolver las perentorias necesidades de la sobrevivencia en medio del aislamiento. La tecnología que enviaron a la Isla fue eficiente y resistente, pero también derrochadora, excesivamente pesada y aparatosa; en una palabra, excesivamente bola —mote con el cual se le conoce a los soviéticos en Cuba, se dice que es asociado a su “tosquedad”.
En política, la generación que protagonizó la primera etapa del proceso cubano (1959-1971) no tuvo problemas existenciales a la hora de distanciarse. No muy lejos de esa fecha, pero a otro nivel, los jóvenes que estudiaban en las Escuelas de Instrucción Revolucionaria juzgaron imprescindible desmarcarse de lo que enseñaban los manuales importados y trataron de reflexionar la filosofía, la historia y la cultura a partir de métodos propios y, sobre todo, de ejercer el pensamiento crítico. Se orientaron desde temprano al ejercicio de pensar y estudiar el pensamiento marxista, pero incorporándolo a esa tradición ecléctica que está en nuestros cimientos fundacionales, tan ajena —de Caballero a Martí— a la adopción unilateral de las doctrinas. Y desde luego amiga de la apertura, no del cierre y de la aplicación de etiquetas como “revisionista” al nuevo pensamiento europeo surgido bajo ese sello.
Ese mismo espíritu fue el que caracterizó al discurso de Fidel Castro en la clausura del Congreso Cultural de La Habana, en enero de 1968, en medio de contradicciones con el liderazgo del PCUS y su primer secretario, Leonid Brezhnev (1966-1982):
Porque no puede haber nada más antimarxista que el dogma, no puede haber nada más antimarxista que la petrificación de las ideas. Y hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo que parecen verdaderos fósiles. Tuvo el marxismo geniales pensadores: Carlos Marx, Federico Engels, Lenin, para hablar de sus principales fundadores. Pero necesita el marxismo desarrollarse, salir de cierto anquilosamiento, interpretar con sentido objetivo y científico las realidades de hoy, comportarse como una fuerza revolucionaria y no como una iglesia seudorrevolucionaria. Estas son las paradojas de la historia. ¿Cómo cuando vemos a sectores del clero devenir en fuerzas revolucionarias vamos a resignamos a ver sectores del marxismo deviniendo en fuerzas eclesiásticas? Esperamos, desde luego, que por afirmar estas cosas no se nos aplique el procedimiento de la «Excomunión» y, desde luego, tampoco el de la «Santa Inquisición» …
Continuará…
El papá de Yakarta…
Me interesa mucho el articulo y quiero leer su continuación. Lo que debemos atenernos a la verdadera historia y sobre todo ser muy críticos con nuestra dependecia de la URSS en aquello años que al final, en mi criterio nos perjudicó.
desearía que la II tuviera más enjundia. Alfredo sabe para eso. Gracias