Entre muchas de las cosas que están pasando en el contexto de la brutal ocupación y guerra en Ucrania, me ha llamado la atención en los últimos días ciertas respuestas que se están produciendo desde la sociedad civil, y que están siendo legitimadas por el discurso mediático europeo bajo el rótulo de “heroicas”. Me voy a referir en concreto a dos situaciones que creo necesitan ser pensadas en voz alta. Por un lado, la llegada desde otros países de miles de civiles ucranianos, de origen ucraniano, o extranjero para combatir en Ucrania. Por otro lado, la conformación de convoyes procedentes de diversos países europeos para recoger a personas refugiadas en países del Este con el objetivo de llevárselas “a casa”.
La llegada y recepción de decenas de miles de combatientes a lugares en guerra no es un hecho reciente. Este fenómeno ha sido analizado, en contextos medio-orientales y africanos, y desde los propios marcos de significación europeos, en general occidentales, bajo la sombra fantasmagórica del Yihadismo. En la guerra actual ucraniana, sin embargo, la maquinaria mediática europea está construyendo la llegada de combatientes (la mayoría civiles, pero también ex militares y mercenarios) como un acto heroico, de sacrificio y resistencia feroz frente al avance ruso. En este sentido, no es extraño encontrar en los últimos días, tanto en medios de derecha como de izquierda, el uso del término internacionalismo (unos vaciándolo de significado, otros construyendo un paralelismo absurdo), para nombrar a esos miles de voluntarios que siguen cruzando las fronteras de Ucrania para luchar contra el ejército ruso. Frente a ese relato plano, generador además de un “efecto llamada”, reflexiones sobre las implicaciones éticas de entrenar y armar a civiles, sobre quiénes son dichos civiles o cuáles son sus motivaciones, desaparecen de cualquier noticia o discusión.
Parémonos, no obstante, por un momento, a analizar las razones del que deviene combatiente en la guerra de Ucrania. Más allá de las fuertes dosis de fantasía bélica forjada en redes, propias de esta época, vemos cómo desde lo mediático se recogen motivaciones múltiples, algunas muy contradictorias entre sí, pero que funcionan con precisión orgánica en torno al “todo vale” frente a la lucha contra el enemigo común, representada en la figura de Vladimir Putin.
Entre los discursos motivacionales encontramos, por ejemplo, la defensa de la democracia y/o de Europa, pensadas ambas en absoluta y natural correspondencia; el fuerte sentimiento anti-ruso y/o anti-Putin que motiva las presiones rusas por seguir manteniendo su influencia en estas zonas; la defensa del territorio ucraniano, pero también europeo (en un sentido vago) frente al imperialismo ruso y desde un marcado acento reaccionario-nacionalista; las referencias a la lucha contra el fascismo procedentes de la Segunda Guerra Mundial; o la reactivación de imaginarios propios de la Guerra Fría.
Con respecto a esto último, me gustaría hacer un inciso, pues el revival Este-Oeste que se está construyendo como narrativa particular de esta guerra, tiene muchas aristas que deberían hacernos desistir de esa idea. Se me ocurren algunos motivos, aunque el listado no se agota, ni mucho menos, en los cinco que expongo sucintamente.
En primer lugar, desde hace mucho estamos lejos de un contexto que se asemeje a una pugna entre bloques ideológicos antagónicos, más bien nos movemos en un mundo multipolar, con Estados imperialistas en declive y una hegemonía capitalista con dos versiones, neoliberal y de Estado, que hereda, ficticiamente, la idea de dos modelos político-económicos que se encuentran hoy en día en oposición.
Otro elemento a tener en cuenta es que Vladimir Putin ha sido en los últimos años un actor fetiche, mimado y venerado por las derechas neopopulistas de un lado y otro del atlántico, particularmente la estadounidense durante la era Trump. El retrato como comunista que ahora hace sobre él una parte de la extrema derecha europea, después de haberlo idolatrado (véase por ejemplo el discurso cambiante de VOX en España), y una parte de la izquierda que se quedó atrancada en 1991, es del todo descabellado.
Un tercer elemento a introducir, es que la forma en la que se está produciendo esta guerra no es la que usualmente se dio en el mundo bipolar, en donde, si bien hubo múltiples enfrentamientos bajo el paraguas del conflicto, no implicaron directamente a una de las dos grandes potencias o lo hizo bajo la lógica del apoyo a un actor o Estado determinado.
En cuarto lugar, la extrema derecha, neutralizada durante la Guerra Fría, se ha convertido en la actualidad en un actor peligrosamente importante dentro del tablero europeo. Más allá de las sanciones avaladas recientemente por el Tribunal de Justicia de la UE a países como Polonia y Hungría, por alejarse de los principios del Estado de Derecho, lo cierto es que estos países, junto a otros aledaños, se han transformado en guardianes de las puertas de Europa, particularmente frente al cada vez más espinoso tema de la inmigración. En este sentido, la incorporación de los países del Este supuso también derivar hacia ellos los procesos de externalización de fronteras de la Unión, cargándoles con ese fardo, pero dotándoles, al mismo tiempo, de una importante arma de negociación y presión.
Por otra parte, durante las últimas dos décadas la UE ha tratado de ganarle terreno a Rusia en la batalla de la influencia cultural, expandiendo sentimientos pro-europeos en los países del Este. Para ello se ha apoyado, entre otros, en facciones abiertamente fascistas, como nos recuerda el proceso del euromaidan en Ucrania (2013-2014). Finalmente, y aunque quiera minimizarse política y mediáticamente, no es menos cierto que Europa ha dejado la resistencia de Ucrania en manos de un pastiche de actores entre los que se encuentran muchos con una clara filiación con la extrema derecha.
Para terminar, como último eslabón discordante con el periodo de la Guerra Fría, el escenario social de las tres últimas décadas se caracteriza por el estado de confusión total, de vaciamiento de sentidos y significados constituidos en etapas precedentes que ha operado precisamente la losa neoliberal que se impone a partir de los años 90.
La segunda situación de la que quisiera hablar, no genera tanta controversia, de hecho, se interpreta casi unánimemente como un profundo acto de solidaridad. Es evidente que la recogida de refugiados en las carreteras europeas es mucho menos problemática que la anterior respuesta. No obstante, el consenso sobre su carácter positivo termina invisibilizando ciertos puntos de semejanza con el anterior fenómeno.
El que la sociedad civil se organice y trate de actuar por su cuenta para proporcionar ayuda y protección a otras personas, adelantándose a los Estados o allí donde los Estados no llegan, no es para nada un problema. El problema viene de la incapacidad para comprender los efectos contradictorios que ese “rescate” por cuenta propia puede suponer en el corto y mediano plazo para las personas refugiadas. Por supuesto, nadie les obliga a marcharse con estos voluntarios, pero sobre ellas puede pesar una presión importante por el deseo de alejarse del conflicto, mermando su capacidad de elección. Por otra parte, la acción no mediada por un Estado de acogida, sino por un particular, genera posteriormente un caos burocrático en la llegada e instalación, acumulando sobre ellas más estrés, y provocando una más que probable revictimización.
Lo dudoso de la acción se incrusta además en los fundamentos en los que se basa dicho acto de solidaridad, pues muchas de estas acciones no forman parte de convicciones netamente apegadas a la defensa de los Derechos Humanos y, por lo tanto, no son aplicadas de manera universal.
En un contexto tan complejo de desplazamiento forzado como el que vive Europa, con poblaciones que huyen de guerras en Asia, África y Oriente-Medio, la solidaridad expresada acaba siendo selectiva y con un profundo sesgo racial sobre quién merece o no nuestra solidaridad, sobre quién puede ser o no declarado como refugiado (incluyendo a extranjeros racializados residentes en Ucrania). No hay más que ver en estos momentos de volcamiento solidario con los refugiados ucranianos, la ofensiva que se está produciendo en términos de represión y control en las fronteras externalizadas del sur y del este de Europa sobre poblaciones no europeas; una represión que está siendo como poco ignorada por gran parte de la población europea.
En esta era de la confusión, del distanciamiento y desconfianza total hacia el Estado, se impone desde la sociedad civil un tipo de respuesta marcada por la (des)organización, la improvisación y la irreflexividad. Dos frases muy parecidas me han llamado la atención en los últimos días, y vienen a corroborar esta idea. La primera procedente de un combatiente de origen ucraniano recién llegado a Kiev desde otro país que señalaba “mi plan es que no hay plan”. La otra, de unos voluntarios que desde una ciudad española habían llegado en furgonetas a Polonia para recoger refugiados como si fueran a la vendimia. Una vez publicitada la “hazaña” y habiendo recogido a varias familias, daba la misión por cumplida y señalaban en un post: “la vuelta ya irá saliendo como sea”.
Ambos actos, por lo tanto, con todo lo alejados que puedan parecer, no dejan de ser síntomas del conservadurismo que atraviesa hoy por hoy las sociedades europeas, pero, sobre todo, y es aquí donde me interesa pararme más firme, del individualismo y la vanidad tenaz que envuelve unas decisiones disfrazadas de solidarias y de sacrificio por los demás. “El plan sin plan” que parece resultarnos tan atractivo no solo genera múltiples y variados efectos perversos, sino que asienta y refuerza aún más la situación de caos, y de eso se acaba beneficiando… siempre, la exultante ultra derecha.
En verdad se le nota su “pacifismo critico ” a la legua… ? la llegada de medios y personas a defender a Ukrania no se parece en nada a una llamada a la Yihad terrorista y los refugiados y su destino es problema creadopor Putin !!!