Pronto va a hacer diez años de haber escrito “Carta a un joven que se va.” Fue mi primer post. Se lo mandé a unos jóvenes blogueros residentes en Matanzas. Me dijeron que era muy largo para un post, pero les había gustado, así que lo publicaron. A medianoche, ya había más de cien comentarios, y varios pugilatos andando, incluyendo a los propios editores de La Joven Cuba. Aprendí entonces lo que eran los trolls, y muchas cosas más sobre la dinámica de las redes, en particular, lo que otros leen de lo que uno escribió. También aprendí sobre el efecto de rebote, un fenómeno político muy especial.
Aunque mi mensaje al hipotético joven arrancaba con un minucioso inventario de motivaciones para partir, algunos comentaristas me salían al paso como si yo me las hubiera saltado olímpicamente. A pesar del tono de mi carta, donde intentaba aclarar de entrada que “mi intención no es disuadirte, ni hacerte advertencias, ni endilgarte un discurso patriótico,” ni menos aún hablar “como voz de la experiencia o autoridad de maestro,” algunos reaccionaban como si les estuviera queriendo dar un círculo de estudio. Aquellas respuestas intensas, sin embargo, sirvieron para hacer retumbar la carta más allá, en un arco que iba desde medios de izquierda hasta Radio Martí. También hicieron que fuera conocida por lectores insospechados, mucho más que ninguna de mis modestas investigaciones sobre la migración, desde 1980.
En efecto, aunque mi carta era más bien una conversación sobre el significado de emigrar, me había estado ocupando del tema desde mi propia juventud. Fue con el Mariel (1980) que algunos aquí empezamos a tratar de estudiarlo y explicarlo, en sus factores y composición social, así como en su principal causa externa: la política inmigratoria especialmente inventada por EEUU para nosotros.
Esa conmoción de 1980, y un sobre con fotocopias, que Rufino, un amigo aficionado al tema migratorio, tuvo el buen gusto de pasarme, fueron los instrumentos del azar que me dejaron enganchado. Así, siguiendo el rastro de Lourdes Casal, Rafael Prohías, Alejandro Portes, Raúl Moncarz, Eleanor Rogg, me puse a escribir una ponencia dedicada a la política migratoria de EEUU y su reacción ante la Revolución cubana, que llegué a presentar cuando la flotilla del Mariel aún navegaba.1
Por esa senda, me puse a desandar los ciclos migratorios que, desde el siglo XIX, y sobre todo a raíz de la II Guerra Mundial, habían ido aumentando la tasa de salidas para EEUU, y anticipando un flujo que iba a ser muy alto, incluso si no hubiera llegado el parteaguas llamado Revolución. Si bien los números ya eran elocuentes, la naturaleza misma del flujo a partir de 1959 no fue solo cosa de números.
Entender ese proceso migratorio en su encadenamiento histórico, requiere revisar sus etapas, todas marcadas por acontecimientos políticos. Desde la salida de los batistianos y criminales de guerra en enero de 1959, la Crisis de los misiles, la apertura de Camarioca y el primer acuerdo migratorio, pasando por el puente aéreo Varadero-Miami, el levantamiento de las prohibiciones para visitar Cuba y el diálogo con la comunidad, el Mariel, hasta los acuerdos de 1984 y 1987, la crisis de los balseros en 1994, los nuevos acuerdos y su interrupción en el verano de 2017, y el repunte de los últimos años. Sin esa mirada al fondo del problema, difícilmente se puede analizar lo que hay de nuevo en la situación actual —y lo que no.
En la primera oleada, 215 mil personas salieron solo hacia EEUU, a razón de poco más de 50 mil por año. Cuando la Crisis de los misiles (1962) interrumpiera los vuelos comerciales, quienes habían hecho planes de partida se vieron obligados a posponerlos sin fecha fija. Así estuvieron hasta fines de 1965, cuando el gobierno cubano abriría el puerto de Camarioca, cerca de Varadero, para todos los que quisieran venir en busca de sus parientes. Fue la primera vez que EEUU se vio obligado a firmar un acuerdo migratorio con Cuba, para establecer el llamado “Puente aéreo,” por donde emigraron 340 mil personas, a razón de unos 48 mil al año. El gobierno de Nixon lo dio por terminado en 1973, razonando que “ya todos los que querían irse habían tenido la oportunidad de hacerlo.”
Lo más significativo en aquellas dos primeras oleadas, sin embargo, fue su composición. A diferencia del flujo laboral de la segunda posguerra, en 1959-62 una proporción desmesurada estaba integrada por la clase alta —terratenientes, grandes empresarios, banqueros—, que arrastraba consigo a empleados de cuello blanco y a buena parte de la fuerza profesional a su servicio —abogados, médicos, ingenieros, arquitectos, militares.
Los grupos de clase media alta que no habían logrado salir hasta octubre de 1962, cogieron camino a partir de los acuerdos de 1965; pero también, y de modo creciente, segmentos de clase media baja, como los pequeños comerciantes y manufactureros, incluidos los nacionalizados por la Ofensiva Revolucionaria de 1968; profesionales no ligados a la clase alta, como maestros, empleados administrativos, más trabajadores por cuenta propia; y ya al final, una proporción modesta, pero creciente de trabajadores de la producción y los servicios.
Fue así que a raíz de la distensión con EEUU a fines de los 70, del lanzamiento del diálogo político con la emigración, y en medio de la conmoción del Mariel, nos empezamos a plantear la pregunta de quiénes eran realmente esos cubanos de Miami.
Apasionados con la sociología de la emigración, Juan Valdés Paz y yo nos dejamos arrastrar por la idea de caracterizar la estructura social y de clases de los enclaves cubanos en el Norte. En una época sin bancos de datos digitales, tablas Excel, correos electrónicos ni USB llenas de gigas, invertíamos jornadas sacando cuentas y fabricando tablas a mano, entre papeles con datos del censo de EEUU en 1970 y 1980, e informes de investigación que otros habían hecho sobre el terreno, con muestras recogidas en Dade County, West New York, Union City. En el fondo de aquella papelería había que pescar las respuestas a nuestra simple pregunta: ¿quiénes eran esos emigrados?
Como era de esperar, la escolaridad de los que partieron en los años 60 superaba la enseñanza primaria. Cerca del 50% había terminado la enseñanza media y un 20% la universitaria. Los emigrados hombres con más de doce grados superaban casi 9 veces al promedio de los cubanos de ese nivel antes de la Revolución, así como las mujeres multiplicaban por 8 el de las cubanas de entonces. Esa escolaridad casi alcanzaba el promedio de los estadunidenses blancos.
Por si fuera poca la base que traían de Cuba, el Programa de Refugiados Cubanos creado por JFK les había concedido financiamiento para préstamos estudiantiles, educación de adultos, idiomas, habilitación profesional, y otras prestaciones. Esta política sin precedentes hacia ningún otro grupo inmigrante contrastaba fuertemente con el trato a los que llegaban del Sur. Por aquella misma época, habían rebasado la enseñanza universitaria 12% de los cubanos, en comparación con 4% de los oriundos de América Latina y el Caribe, y 8% de afronorteamericanos. Solo los blancos norteamericanos, con 17%, los superaban.
El nivel ocupacional de los cubanos entre 1960 y 1970 también era superior al del resto de los inmigrantes en EEUU. Al mismo tiempo, al insertarse en la sociedad estadunidense, habían sufrido una caída de estatus social y laboral. Según el Censo de 1970, el 46% de toda la fuerza de trabajo cubana se ocupaba en el sector de la producción material; 88% de ella en la industria manufacturera. De los que trabajaban en los servicios, la mitad estaba en el comercio. De mamera que la industria y el comercio concentraba 68% del total.
Por otra parte, empresarios y dirigentes apenas alcanzaban 2,4% de los ocupados; y sólo 11,1 % lo estaba como profesionales o afines, fundamentalmente en servicios personales o comunales. Esos nuevos empresarios cubanoamericanos —hombres de negocios o empleadores—, representaban aproximadamente la quinta parte de los que tenían dicho status ocupacional en Cuba. La mayoría de ellos estaban entre los que arribaron en los primeros cuatro años del triunfo de la Revolución. Los que poseían negocios con más de veinte trabajadores solían emplear 95% de cubanos.
La otra característica peculiar de estas oleadas iniciales era la alta participación laboral de las mujeres, por encima de las demás latinas, e incluso de las mujeres norteamericanas. Esta participación, que cuadruplicaba el nivel de ocupación de la mujer en Cuba en 1953, y aun duplicaba el de 1970, parecía responder precisamente a la motivación de compensar la caída del status económico y social de la familia original en su nueva condición de inmigrante. En consecuencia, aunque había menos cubanas que puertorriqueñas en las profesiones de “cuello blanco,” su incorporación a la producción y los servicios las superaban, así como a las latinas en general, cuyo promedio quedaba muy por debajo.
Eran las mujeres, sin embargo, las que presentaban ingresos inferiores y mayor número de situaciones de riesgo. Entre los cubanos que recibían ayuda económica del Cuban Refugee Program, a comienzos de los años 70, eran mujeres 72%. Según apuntaba Lourdes Casal, el típico beneficiado por el programa era una mujer entre 50 y 60 años, con menos de 8 años de educación, ninguna capacidad de hablar inglés, y ninguna experiencia o destreza ocupacional.
Derivado de esta alta incorporación al trabajo asalariado, los datos censales a fines de los años 70 arrojaban un ingreso mediano familiar de los cubanos 10% por debajo de la población total, pero netamente superior a las familias chicanas y puertorriqueñas. La composición social original de estos grupos, pero sobre todo las políticas diferenciadas de las sucesivas administraciones norteamericanas, pautaban esta desigualdad. La construcción de la imagen de los cubanos como separados y distintos del resto de los latinos tuvo su origen en estas diferencias, incluso cuando ya hace rato que aquellas marcas de la clase alta hayan dejado aplicarse.
Entre los rasgos demográficos que distinguían a los cubanos se encontraba la edad. Si se comparaba con la población latina, la mediana de edad de puertorriqueños y mexicanos a fines de los 70 era 20 años. En contraste con esta altísima presencia de niños y jóvenes, la mitad de los cubanos tenían 36 años y más, mayores incluso que la mediana de la población en general, en aquel momento, de 30 años.
Como en los estratos de una roca sedimentaria, las sucesivas oleadas de la migración cubana habían dejado una traza geológica peculiar. Resultaban claras las diferencias con la sociedad de origen y con la que los recibió. También era evidente la caída del status social, que implicó su proletarización, en particular para las generaciones llegadas en edad laboral.
La silueta del cubano proyectada en aquella roca era la de un hombre blanco, cerca de los 40, con buen nivel educacional, trabajador directo de la producción o el comercio, y que arrastraba una cultura de clase media, la de la Cuba anterior a 1959.
En aquella traza geológica, el Mariel vendría a ser como el meteorito en el mundo dominado por los dinosaurios, aunque en este caso no los exterminó.
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1 Rafael Hernández, “La política inmigratoria de Estados Unidos y la Revolución Cubana.” Avances de Investigación no. 3, CEA, 1981.