El pasado 24 de mayo Salvador Ramos, un joven de 18 años, asesinó a sangre fría con un fusil semiautomático AR-15 a 19 niños que estudiaban en Robb Elementary School, en Uvalde, Texas, y a dos de sus maestras. “El peor incidente de ese tipo desde que en mayo de 2018 fueron asesinados ocho estudiantes y dos maestros en Santa Fe High School, Texas”, comentó CNN. Y el segundo peor tiroteo registrado en escuelas en la historia de Estados Unidos.
El problema de la violencia armada se plantea una vez más en la sociedad estadounidense, una de sus recurrencias más molestas, un espeso déjà vu que desata espantos, afirmaciones, rezos y pesadillas en las conciencias de los ciudadanos. Con cada matanza se está en presencia, en lo fundamental, del reciclaje de una vieja discusión, inevitablemente cruzada por el lugar específico de sus actores/emisores en el espectro político. Esa discusión tuvo uno de sus puntos críticos durante la llamada era Reagan, cuando el pensamiento a ella asociado responsabilizaba a los medios de difusión, en particular a la industria hollywoodense —y un poco más tarde, a los juegos electrónicos— de ser los causantes del problema. Una idea que los liberales —y no solo los directores y guionistas de Hollywood— rechazaban con el argumento de que estos no hacían sino reflejar la violencia existente en las calles.
Obviamente, opera aquí un acumulado de violencia social que tiene ciertos parteaguas: comenzó por el exterminio de los americanos nativos, pasó por una cruenta guerra de liberación nacional contra el colonialismo inglés, siguió con otra guerra engendrada para arrebatarle a México una enorme tajada de su territorio, continuó por una violentísima colisión entre el Norte y el Sur, y culminó con las expansiones territoriales de fines del XIX y principios del XX —una lista a la que, sin dudas, se podrían agregar sucesos de ese tipo hasta llegar al día de hoy.
En medio de todo, accionan ciertos héroes en la psicología y el imaginario populares: comics de colonos con arcabuces vs. indios con flechas, el lejano Oeste, Billy “The Kid”, Wyatt Earp, Bonnie and Clyde, Al Capone…, personajes que para conseguir sus fines individuales acudían a artefactos que empiezan en un Colt 38 y terminan en una ametralladora Thompson puesta a sonar alegremente en las calles del Chicago de la Gran Depresión y la Ley Seca. Y si se consideran alienaciones de todo tipo actuantes en la vida cotidiana —como las secuelas de las guerras de Vietnam, del Golfo, Iraq, Afganistán y otros expedientes— y recientemente el impacto de la pandemia, la inflación; el problema de las armas en este país se hace mucho más complicado, está en el centro de la cultura. Un refrán programático así lo indica a las claras: “shoot first and ask questions later” (“dispara primero y haz preguntas después”).
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El discurso social sobre el tema a menudo viene escoltado por un razonamiento bastante extendido: “no son las armas las que matan, sino las personas”. O lo que es igual: “las armas no pueden dispararse por sí mismas”. Pero si se va a la raíz, uno se percata de que esta formulación suele encontrarse (aunque no limitarse) en personajes ligados a la Asociación Nacional del Rifle (NRA, por sus siglas en inglés) y, sobre todo, a los fuertes dividendos que deja el negocio de venta de armas y municiones. Se produce entonces en este punto uno de los círculos viciosos: los estadounidenses tienden a abastecerse de armas de fuego después de que ocurren esos tiroteos masivos, y lo hacen… en previsión de posibles restricciones gubernamentales en esta área.
Por eso aumentan las ganancias de los fabricantes de armas. Digamos que las acciones de Sturm and Smith subieron tras la masacre de la escuela primaria Sandy Hook en 2012 y el tiroteo en San Bernardino en 2015, según un reporte del FBI. Y este terrible nuevo capítulo texano no fue la excepción.
De acuerdo con una encuesta de la Universidad de Chicago, desde que empezó la pandemia en Estados Unidos se han vendido más de dos millones de pistolas y rifles. También la medición nos asegura que casi uno de cada cinco hogares estadounidenses compró un arma desde marzo de 2020. Y que en los últimos dos años, uno de cada 20 adultos en Estados Unidos compró un arma por primera vez, lo cual elevó el porcentaje de adultos que ahora viven en un hogar con un arma a casi el 50%. De acuerdo con el FBI, entre enero y junio de 2021 en Estados Unidos se compraron legalmente 22 millones de nuevas armas, un aumento del 15% respecto al mismo período del año anterior.
Esas ventas constituyen, ciertamente, una de las bases que les permiten a los fabricantes de armas y a la NRA ejercer su labor de cabildeo en las estructuras del poder legislativo, según han venido develando instituciones y estudios que se dedican a monitorear el tema, entre ellas la Campaña Brady para Prevenir la Violencia con Armas. Hace apenas tres años, en 2019, esta organización no partidaria y sin fines de lucro compiló la lista de congresistas republicanos que han aceptado la mayor cantidad de dinero de la NRA, integrada entre otros por gente tan conspicua como:
- Mitt Romney (Utah) $13,647,676.
- Richard Burr (Carolina del Norte) $6,987,380 .
- Roy Blunt (Misuri) $4,555,722.
- Thom Tillis (Carolina del Norte) $4,421,333.
- Marco Rubio (Florida) $3,303,355.
- Joni Ernst (Iowa) $3,124,773.
- Rob Portman (Ohio) $3,063,327 .
- Todd C. Young (Indiana) $2,897,582.
- Bill Cassidy (Luisiana) $2,867,074.
- Tom Cotton (Arkansas) $1,968,714.
- Pat Toomey (Pensilvania) $1,475,448.
- Josh Hawley (Misuri) $1,391,548.
- Marsha Blackburn (Tennessee) $1,306,130.
- Ron Johnson (Wisconsin) $1,269,486
- Mitch McConnell (Kentucky) $1,267,139
- Mike Braun (Indiana) $1,249,967.
- John Thune (Dakota del Sur) $ 638,942.
- Shelley Moore Capito (Virginia Occidental) $341,738.
- Richard Shelby (Alabama) $258,514.
- Chuck Grassley (Iowa) $ 226,007.
- John Neely Kennedy (Luisiana) $215,788.
- Ted Cruz (Texas) $176,274.
- Lisa Murkowski (Alaska) $146,262.
- Lindsey Graham (Carolina del Sur) $55,961.
La Segunda Enmienda
Adoptada en 1791, la Segunda Enmienda a la Constitución de Estados Unidos establece: “Siendo necesaria una milicia bien regulada para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido”.
Durante mucho tiempo, la interpretación predominante de este texto fue la teoría de los derechos colectivos, es decir, sostener que los ciudadanos carecen del derecho individual de poseer armas y que, por consiguiente, los poderes legislativos locales, estatales y federales tienen autoridad para regular las armas de fuego.
En 1939, la Corte Suprema consideró ese problema en el caso Estados Unidos v. Miller, legislando que el Congreso podía regular una escopeta recortada que se movía en el comercio interestatal bajo la Ley Nacional de Armas de Fuego (1934) porque la evidencia no sugería que “tuviera alguna relación razonable con la preservación o la eficiencia de una milicia bien regulada”.
Pero la segunda interpretación sostiene que “el derecho del pueblo a tener y portar armas“ implica que los individuos tienen derecho constitucional a poseerlas. Desde esta perspectiva, la Constitución de Estados Unidos restringe que los cuerpos legislativos prohíban que los ciudadanos las posean. O, al menos, la Enmienda hace que la regulación prohibitiva y restrictiva sea presuntamente inconstitucional.
En 2008, la Corte Suprema se pronunció sobre el tema en el caso distrito de Columbia v. Heller. El demandante impugnó la constitucionalidad de una ley de Washington D.C. prohibiendo la tenencia de armas cortas. En una decisión de 5-4, el Tribunal Supremo anuló la prohibición de armas de fuego en el D.C. por violar ese derecho. La Suprema sostuvo que si bien la Segunda Enmienda se había creado específicamente para fines relacionados con las milicias, no permitía que el gobierno gravara el derecho de una persona a portar armas. Marcó la primera vez que la Corte Suprema invalidó, de hecho, una ley sobre control de armas.
Dos años más tarde, en 2010, la Suprema fortaleció aún más esa lectura en el caso McDonald v. Chicago. El demandante impugnó la constitucionalidad de una orden del gobierno local prohibiendo la posesión de armas de fuego por parte de casi todos los ciudadanos privados. La Corte Suprema determinó que el derecho de un individuo a “tener y portar armas“, protegido por la Segunda Enmienda, está incorporado por la Cláusula del Debido Proceso de la Decimocuarta Enmienda y, por lo tanto, es exigible contra los estados. Fue, como la anterior, una decisión muy cerrada: 5 vs. 4.
Todo ese movimiento pendular y revisionista se encuentra correspondientemente documentado en historias constitucionales y de la Corte Suprema. Se originó en el contexto de la presidencia de Reagan y el apogeo del pensamiento neoconservador a ella asociado. El entonces candidato presidencial republicano se convirtió en el primero de su tipo en respaldar a la NRA. El profesor Duncan Hosie nos recuerda que más adelante, como presidente:
Reagan consolidó una relación simbiótica entre el lobby de las armas y el Partido Republicano. Seleccionó jueces federales comprometidos con la implementación de la visión constitucional del lobby de las armas, como el juez Antonin Scalia, y dotó a su administración de partidarios del derecho a las armas, incluido Stephen Markman, quien dirigió la Oficina de Política Legal durante cuatro años. El Departamento de Justicia de Reagan, particularmente bajo la dirección del fiscal general Edwin Meese (1985-1988) defendió una teoría “originalista“ de interpretación constitucional que dio fuerza vinculante a los puntos de vista a favor de las armas.
Y también que:
El lobby de las armas, a su vez, proporcionó dinero y efectivos para los esfuerzos políticos de Reagan. Los orgánicos de la NRA escribieron una interpretación de los derechos individuales en las plataformas republicanas, los informes del Congreso y los folletos de campaña. También subvencionaron y promovieron a intelectuales conservadores que defendieron esta lectura revisionista de la Segunda Enmienda, al igual que benefactores conservadores adinerados como las familias Olin, Scaife y Coors. Según el historiador Carl Bogus, la mayoría de los nuevos artículos publicados entre 1970 y 1989 que apoyaban una lectura de derecho individual de la Segunda Enmienda fueron escritos por abogados que habían sido empleados directamente o representados por la NRA u otras organizaciones de derechos de armas, aunque no siempre se identificaran así.
Como parte del disenso y la resistencia, en 1988 John Gibson, un juez federal conservador, rechazó la idea de que la Segunda Enmienda protegía los derechos individuales a portar armas: “Durante al menos cien años“, dijo, “los tribunales han analizado la Segunda Enmienda únicamente en términos de proteger a las milicias“. Y en 1991 otro conservador, el presidente del Tribunal Supremo (retirado) Warren Burger, calificó la lectura de la Segunda Enmienda por parte del lobby de las armas como “uno de los mayores fraudes que he visto en mi vida (repito la palabra ‘fraude’) contra el pueblo estadounidense por parte de grupos de intereses“. Y concluyó: “El lenguaje mismo de la Segunda Enmienda refuta cualquier argumento de que pretendía garantizar a todos los ciudadanos el derecho ilimitado [de acceder] a cualquier tipo de armas que deseen“.
Ese giro interpretativo de 180 grados, operado bajo el impacto de la política, el neconservadurismo y el lobbismo, fue entonces el responsable de descontextualizar el texto de la Segunda Enmienda y las razones que motivaron a los fundadores de la nación a defender la capacidad de los milicianos de mantener en su poder los mosquetes y otras armas de aquella época. De acuerdo con expertos, un AR-15 —como los utilizados en los tiroteos de Orlando, Las Vegas, Buffalo y Texas— dispara 45 cartuchos por minuto a objetivos a 550 metros de distancia y a una velocidad de 994 metros por segundo.
Armado con dos AR-15, una pistola Sig Sauer y una Glock, el joven Adam Lanza, el autor de la matanza de Sandy Hook (2012), solo necesitó cinco minutos para ultimar a veinte niños de entre 6 y 7 años en un aula de Connecticut. Y lo hizo después de disparar a su madre mientras dormía y de asesinar a cinco personas más. Y el tirador de Texas, pertrechado con esa misma arma, mató a 21 personas de un tirón.
Lo cierto es que un país donde el sentido de la palabra “libertad“ puede llegar a incluir desde lo racional hasta lo estrafalario, a los ciudadanos se les ha dado el derecho de portar armas, lo cual origina un círculo vicioso que sirve de base tanto para la defensa personal como para ejercer el delito y la violencia sobre propiedades y personas.
Uno de sus corolarios consiste en la posibilidad de comprar armas muy pesadas en las armerías, en las que en general se puede adquirir casi cualquier cosa con una simple licencia de conducción y cumpliendo requisitos que parecen más hojas de parra que previsiones efectivas. El asesino de Uvalde compró dos AR-15 inmediatamente después de cumplir 18 años. Con esa edad, sin embargo, en Texas no pudo haber adquirido legalmente ni una botella de Jack Daniels, ni una cajetilla de Marlboro.
La regulación de 1994
Los tiroteos de Buffalo y Uvalde han provocado, quizás como nunca antes, apelaciones para que el Congreso considere prohibir las armas de asalto. La línea predominante ha consistido en retomar una prohibición federal de armas de ese tipo establecida en 1994: la Ley de Protección del Uso de Armas de Fuego Recreativas y Seguridad Pública, comúnmente llamada Prohibición Federal de Armas de Asalto, firmada en su momento por el presidente Bill Clinton.
En su discurso del 2 de junio de 2022 sobre la violencia armada, el presidente Biden destacó que el apoyo bipartidista en el Congreso ayudó entonces a impulsar esa ley. Pero hay que señalar que fue limitada: cubría solo ciertas categorías de armas semiautomáticas como los AR-15 y contenía una “disposición de caducidad“ que permitía que la prohibición expirara en 2004 —lo cual finalmente ocurrió.
Sin embargo, distintos estudios han llegado a una conclusión clara. En los años posteriores a su entrada en vigor, la cantidad de muertes por tiroteos masivos disminuyó y se desaceleró el aumento en la cantidad anual de incidentes de ese tipo, incluso considerando la masacre de Columbine High School (1999), el asesinato masivo más mortífero ocurrido durante el período de la prohibición (1994-2004), investigado por un poderoso documental del realizador Michael Moore.
Para decirlo de otra manera: los incidentes de este tipo disminuyeron, pero no se detuvieron. Según un informe:
Desglosando los datos en números absolutos, entre 2004 y 2017, el último año de nuestro análisis, la cantidad promedio de muertes anuales atribuidas a tiroteos masivos fue de 25, en comparación con 5,3 durante los 10 años de vigencia de la prohibición y 7,2 en los años anteriores hasta la prohibición de las armas de asalto, salvando cientos de vidas.
Más adelante, señala:
Calculamos que el riesgo de que una persona en Estados Unidos muriera en un tiroteo masivo fue un 70% menor durante el período en que estuvo activa la prohibición de armas de asalto. La proporción general de homicidios con armas de fuego resultantes de tiroteos masivos también se redujo, con nueve muertes menos relacionadas con tiroteos masivos por cada 10 000 muertes por tiroteos. Teniendo en cuenta las tendencias de la población, un modelo que creamos en base a estos datos sugiere que si la prohibición federal de armas de asalto hubiera estado vigente durante todo el período de nuestro estudio —es decir, desde 1981 hasta 2017—, podría haber evitado 314 de 448 tiroteos masivos.
El actual plan, que precisa apoyo bipartidista, por primera vez haría que los registros de los compradores de armas de menores de 21 años fueran parte de las verificaciones de antecedentes. Se enviaría, además, dinero a los estados para programas de salud mental y seguridad escolar, así como para incentivos a fin de cumplir las leyes locales de “bandera roja“, que permiten a las autoridades obtener la aprobación judicial para retirar las armas a personas que se consideren peligrosas. Pero va a ser un proceso difícil que podría generar disputas y demoras en el Senado.
En definitiva, Estados Unidos tiene la mayor concentración de armas en manos privadas en todo el mundo: 120.5 por cada 100 habitantes. Unas ocho veces más que en la Unión Europea (15 por cada 100 habitantes). En 2020 más de 40 000 personas murieron por armas de fuego. Los adultos de 18 a 33 años representan el 20% de la población estadounidense, pero casi el 40% de las muertes por armas de fuego. Ese mismo año fueron asesinadas 6,5 personas por cada 100 000 habitantes (en 2019 fueron 5 por cada 100 000). El dato significa que en Estados Unidos muere demasiada gente al día por disparos, lo cual no incluye a los caídos de manera accidental por esas mismas armas y a quienes se suicidan utilizándolas.
La sumatoria de esas categorías es tan dramática como aterradora. Otra expresión de excepcionalismo, pero esta vez crecientemente incómoda: aquí mueren cada dos años por armas de fuego más seres humanos que durante la guerra de Vietnam.