Iris Cepero (Camagüey, 1970) es periodista, editora y traductora del inglés al español. Desde 2007 reside en Londres. En 1993 se licenció en Comunicación por la Universidad de La Habana. Además, ha realizado estudios de relaciones internacionales, políticas de comunicación y marketing en institutos y universidades de Cuba y Reino Unido. En su país natal se desempeñó como reportera, crítica de arte, docente y diplomática.
La editorial española Hurón Azul puso a circular en 2021 su volumen Viajes de una guajira. En él Iris relata sus vivencias de trotamundos y su inextinguible avidez de visitar lugares ignotos. El libro está dedicado a “la gente que ve pasar los trenes y sueña con montarse en uno, aunque no sepa el destino.”
Así comienza Viajes…: “Nací en un pequeño pueblo de la provincia de Camagüey, en el centro de Cuba, un lugar insignificante por donde quiera que se le mire. El único edificio notable de aquel lugar era su vieja estación de trenes, construida en 1917 cuando el pueblo tenía un central azucarero, desaparecido mucho antes de que yo naciera. La estación está todavía en pie, milagrosamente, es de madera, las tejas del techo, originalmente rojas, han sido ennegrecidas por los años y el silencio mortecino del campo abandonado. Además de la estación, lo mejor de mi pueblo es su nombre, hermosísimo, Piedrecitas.”
Y así comienza nuestro diálogo:
Define el concepto “guajiro”, término que entre cubanos no siempre se usa con un matiz afectuoso.
Lo he oído usado con arrogancia, con desprecio, burla; y en los mejores casos, como broma, marcando la desventaja del origen. Prefiero creer que cuando mis amigos me llamaban guajira había muy poco de detrimento y bastante de cariño. De cualquier modo, es mucho más sensato adueñarse de la diferencia, de lo que otros perciben como distinto e inferior, que ignorarlo. Por eso, cuando abrí mi blog de viajes hace ya una década no se me ocurrió otro nombre que Viajes de una guajira, y cuando decidí escribir este libro, ni siquiera tuve que pensarlo, se llamaría también así, porque viajar es precisamente vivir los recorridos desde y hacia los lugares, y también andar los múltiples caminos de la existencia. Pero ya sabemos que la vida resulta a veces sabiamente irónica, y yo terminé siendo una guajira que vivió en La Habana, luego en Nueva Delhi, más tarde en Madrid y durante los últimos 15 años, en el centro de Londres. Es muy buen chiste poder hablar como guajira desde un apartamento en Chiswick, y hasta contarte de mis frecuentes idas y venidas entre este barrio y mi pied-à-terre de Madrid.
¿Sigues siendo guajira? ¿Qué queda de la niña que en el poblado camagüeyano de Piedrecitas cada día miraba pasar los trenes?
Queda la ambición, el deseo de ver más, de saber más, de seguir cortando la distancia entre el punto de partida y los de destino. Haber nacido en la miseria de aquel pueblito cubano, en los setenta, donde, por no haber, no había ni edificios de microbrigada ni policlínico, modelaron bastante lo que soy. Aquí y ahora sigo siendo consciente de la fragilidad y la temporalidad de las circunstancias, así que aún queda algo de la ansiedad y la necesidad de ir a más velocidad que otros, porque siempre hay más camino que recorrer. Eso creo que se la debo agradecer un poco a ser guajira del Camagüey.
Y por supuesto los trenes no son sólo moles de hierro ruidoso que veo pasar, la metáfora de lo desconocido, y lo que no me corresponde.
¿Te consideras aún una trainpotter? 1
Sigo encantada viendo pasar los trenes, me fascinan como objetos de la cambiante modernidad, y siempre que existe una manera razonable de desplazarse en tren, esa es mi primera opción. Es como estar en el cine, con otros pasajeros, espectadores de la película, cómplices, y frente a la ventana que muestra las historias, unas profundas, hermosas, simpáticas o transcendentes, y otras decepcionantes, agobiantes, sin sentido, desoladoras. Recuerdo con emoción viajes en tren de hace décadas, por ejemplo un tren de sólo dos vagones despilfarrados, sobreviviente del comunismo yugoslavo que me llevó de Sarajevo a Mostar, por los valles y pueblos de Bosnia y Herzegovina, tan ridículamente clichés en su belleza, que ni siquiera intenté escribir sobre ellos. Mi vida de los últimos 18 años ha sido lidiar con los eficientes trenes europeos en todas las esquinas del continente; los italianos, cuando atraviesan las llanuras de La Toscana, y dejan ver los cipreses alineados; los trenes holandeses, los alemanes, los franceses. El Eurostar, que conecta a Londres con París y Bruselas, y cruza el Canal de la Mancha, siempre me hace feliz, porque voy desde las islas británicas hacia el continente sin tomar un avión, pero también por la emoción de los 20 minutos en que corre bajo el mar. Recuerdo mi primer tren bala, de Tokio a Kioto, antes de descubrir los chinos y los otros futuristas trenes asiáticos, en Corea, en Malasia. Una vez, yendo de Varsovia a Gdansk, tomamos el regional, seis horas, que se paró varias veces para dar cruce junto a algunos de los bosques más antiguos de Europa. Recuerdo el sonido y el olor de los bosques bajo el calor del verano polaco, y la cosquilla en el estómago a la llegada a la magnífica ciudad de Gdansk, donde un rato después estábamos buscando el lugar donde nació Gunter Grass. De otras seis horas entre Fez y Marrakech, recuerdo la felicidad de atravesar el desierto y decirme, no estoy soñando, estoy en un tren en África y me viene a la mente el llamado al adhan aquel día mientras pasaba por los suburbios de Casablanca. Y otros tantísimos trenes en mi vida, desde el monorraíl, que es una de las mejores formas de atravesar Bangkok de punta a punta por sobre la ciudad, hasta las plantaciones de té que se ven desde el vagón de cristales en el tren de Colombo a Kandy, en Sri Lanka. Y lo dejo aquí, pues me gustan todas las variantes de trenes, incluidos metros y tranvías con y sin conductores. Y, por supuesto, las estaciones.
En Viajes de una guajira hay una crónica dedicada a Giverny, donde vivió y murió Monet, que comienza con la estación de trenes de Saint Lazare en París, y una dedicada a Shinjuku, la estación de trenes más concurrida de Tokio.
Y están también los trenes que forman parte de mi vida diaria, incluido el metro de Londres, con el que tengo una relación de amor difícil, como todos los habitantes de esta ciudad.
Hace ya muchos años, recién llegada al Reino Unido, tuve dos trabajos en los pueblos del sur, en la periferia de Londres, que me obligaban a tomar el tren cada día, casi dos horas de recorrido en cada dirección, de puerta a puerta. Mira que tengo razones para odiar aquella circunstancia del agobiante viaje diario, pero era perfecto para leer, e hice algunos amigos, fellow commuters, y claro, disfrutaba la belleza del paisaje, tan distinto en cada estación meteorológica y cada estación de trenes. Esa experiencia está contada en una crónica llamada Commuting.
Relata brevemente tu primer viaje a La Habana. ¿Qué impresión te causó la ciudad?
Curiosamente, no recuerdo un lugar específico de la ciudad en ese primer viaje, era muy pequeña, sino la Bahía de Matanzas de noche. Íbamos en el tren y mi madre me despertó para ver las luces. Yo nunca había visto tantas luces juntas, hacían una concha casi perfecta. Posiblemente mi recuerdo sea incorrecto, pero sé que no había visto tanta luminosidad en mi vida. Mientras viví en Cuba e iba a Camagüey en tren, me las arreglaba para tener un sentido alerta que me avisara al llegar a la Bahía de Matanzas y verla resplandeciendo en la noche. Si pienso mucho, creo que de La Habana lo que más me impresionó fue el Malecón, porque era más largo de lo que esperaba y porque las olas rompían mucho más fuertemente de lo que jamás había imaginado.
Durante años estudiaste y trabajaste en La Habana. ¿Tienes algún vínculo emocional con esta ciudad?
Hasta hace muy poco La Habana fue la ciudad donde más tiempo había vivido, once años, ahí llegué con 19 a estudiar periodismo y allí terminó de crecer la persona que soy hoy. Amé y sigo amando La Habana profundamente, y la caminé de punta a punta, fascinada con la maravilla que quedaba en pie y horrorizada viendo su destrucción diaria. Más allá de la arquitectura, La Habana fue el primer lugar que satisfizo mi instinto urbano, había cines y teatros y pasaban cosas, y había autores presentado libros en Casa de las Américas y festivales de cines, ballets, que incluso en aquella época no eran demasiados, pero para mí era lo máximo, lo cosmopolita.
En el primer capítulo o prólogo de Viajes de una guajira cuento que cuando llegué a la capital inmediatamente quise saber más de La Habana que los habaneros nativos. A muchos de ellos no les importaba quién había vivido dónde, qué había sido tal edificio antes de la Revolución, a quién había pertenecido tal mansión, qué quedaba al lado de qué. Pero a mí sí. Las fachadas despintadas y sucias, las columnas a punto de caer, los edificios que no habían sucumbido a la suciedad y el abandono, me intrigaban tanto como los monumentos en las grandes avenidas, las casas de los poetas venerados y, sobre todo, las de los malditos. Y pasaba frente a sus casas a verlos de refilón o a imaginar cómo habían sido sus vidas. En La Habana vivía gente que había viajado fuera de Cuba, y eso es lo que yo quería, pero mientras no pude viajar hacía preguntas a los que regresaban y les pedía cosas entonces exóticas, como copias de Babelia, el suplemento cultural de El País.
Llegué a tener una memoria muy exhaustiva de decenas de calles en La Habana, sobre todo del Vedado, y cuando alguien mencionaba una dirección era capaz de decir, ah, la cuadra de la casa tal, con la fachada de tal color, que está junto al edificio más cuál. Muchos de esos recuerdos han sobrevivido todos estos años.
¿Cuándo viajas por primera vez fuera de la Isla? ¿Qué representó en lo personal esa experiencia? ¿De algún modo cambió tu percepción del mundo?
La primera vez que me monté en un avión fue hacia Moscú. Era una adolescente, aún vivía en Piedrecitas y fui escogida junto con otros pioneros destacados para ir a la Unión Soviética. Durante un verano recorrí cinco repúblicas de ese país viendo los «logros del socialismo y reforzando la amistad cubano-soviética». Moscú era la gran ciudad a la que unos pocos dichosos llegaban, la Nueva York de los comunistas. A los visitantes del resto del mundo aquella Moscú a punto de entrar en la perestroika les parecería deslucida, descuidada, pobre, pero a mí no. Vi el Mausoleo de Lenin en el Kremlin y los palacios zaristas, los siete rascacielos con el sello inconfundible de Stalin; cuando volví, en el 2016, todavía me gustaron, y las coloridas cebollas de la Catedral de San Basilio, en la Plaza Roja, brillando bajo un sol tenue. Vi en Minsk el monumento a los héroes de la Segunda Guerra Mundial, y en Kiev, la inmensa Plaza de la Independencia, que entonces ni se llamaba así, ni se usaba para protestar contra el gobierno, sino para apoyarlo; la misma plaza que ahora está en peligro de desaparecer, como una de las consecuencias de la invasión rusa a Ucrania. En Tallin, una ciudad absurdamente fotogénica, pude tocar las aguas del Báltico por vez primera, y en Riga, descubrir las maravillas del Art Nouveau. Sin entender demasiado, yo estaba fascinada con aquel mundo, mucho más grande, fastuoso y diverso del que había imaginado, incluso en un país comunista. Claro, esa niña sólo veía la arquitectura.
Un mes después, estaba de vuelta en Piedrecitas, y la feria de las maravillas, a la que me habían dejado mirar por un agujero, había terminado. Pero yo podía darme con un canto en el pecho; para cualquier cubano, pero sobre todo para alguien de Piedrecitas, para aquellos que no pertenecían a la selecta élite autorizada a viajar, ir a Moscú era lo más trascendental que podía pasarles en la vida.
Volví a San Petersburgo y a Moscú en el 2016, y ambas ciudades están entre mis favoritas del mundo.
Entre 1999 y 2002 viviste en la India. Por tu hoja de vida sé que, previo a ese viaje, tenías bastante información sobre tan complejo país. Usemos una expresión guajira: ¿qué diferencias sustanciales hallaste entre “lo vivo y lo pintado”?
Ninguna lectura, ningún estudio, ninguna foto, ningún conocimiento te prepara para la India. La India es siempre más, y aunque eso puede decirse técnicamente de cualquier país, el tamaño, las complejidades de la cultura, el multilingüismo, todo es hiperbólico en aquel maravilloso, caótico, profundamente hermoso y desigual país. Estuve 16 años sin volver y cuando lo hice en el 2017, por trabajo, sólo por unos días, fue un poco decepcionante. Esta India de rascacielos, autopistas, buenos aeropuertos, y muchísimas cosas infinitamente mejores que 20 años atrás, esta India, con tantos de los mismos problemas y la misma desigualdad de siempre, resultó ser como un amigo al que te alegras de ver, pero que ya no es cercano. Posiblemente yo intentaba volver al pasado, al recuerdo de mi propia India, a los amigos que hice entonces y siguen siéndolo, a la Iris de veinte años atrás, la que vivía por primera vez sola, en un país extranjero, con otro idioma. Quería ver y sentir como la persona que era entonces.
Curiosamente cuando vine a estudiar a Londres, en el 2004, viví durante un año en Wembley, el más histórico de los barrios indios de la ciudad, pues el campus de arte y medios de la universidad de Westminster quedaba cerca. Wembley fue como volver un poco a Nueva Delhi, a los 30 o 40 tipos de mango en temporada, a los mejores curris de la ciudad, a oír a la gente hablando hindi. Aún sigo en contacto con muchos amigos de mis tiempos en la India, y regreso a Wembley de vez en cuando, a pesar de tener tiendas y restaurantes indios mucho más cerca de mi casa.
Leo en alguna parte: “La metáfora de la vida como viaje está en el principio de todo. Nacer, crecer, morir como secuencia lógica de cuanto en el mundo es. Cada viaje, real o imaginario, nos acerca al fin. Llegar a puerto para volver a partir; morir para volver a nacer, como trasmigración, reencarnación o materia transformada. De modo que lo que verdaderamente tiene sentido es el viaje en sí, la travesía, el tránsito, las distintas mutaciones que experimentamos en contacto con el otro, el diverso.” 2 ¿Qué es el viaje para ti, un hobby, un medio de conocimiento, una pulsión…?
Es todo eso a la vez, los recorridos desde y hacia los lugares, y los andares propios, que comienzan y a veces se interrumpen. Para mí viajar es la forma de saciar esa curiosidad por el mundo y la gente, por las diferencias, el complemento perfecto a la necesidad de leer, ver películas, ir al teatro. Y una pulsión también, como sugieres. Una imagen puede desatar un deseo imprevisto por un lugar hasta entonces desconocido. Descubrí y visité los templos de Meteora, en Grecia, a partir de una imagen del refrescador de pantalla de mi televisor, y allí nos fuimos.
En tu libro las ciudades van pasando vertiginosas: Angkor, Cracovia, Kioto, Dubrovnik, Giverny… Entre tantos lugares visitados, ¿hay alguno al que siempre quisieras volver? Hay quien dice que uno no recuerda los lugares, sino a aquel que fuimos en los lugares. ¿Es así?
A mí me sucede con los lugares donde he vivido. Fue lo que me pasó al volver a la India luego de casi dos décadas. Sin saberlo, quería volver a una época, no sólo a un lugar físico, a una versión de mí misma, como si nosotros, los de entonces, pudiéramos ser los mismos. Sobre los viajes cortos, como los del libro, recuerdo los momentos más felices, como cuando vi el Partenón por vez primera, o la Gran Muralla China, o los momentos más extraños, como la frontera entre las dos Coreas, ciertos olores, la temperatura, el cansancio subiendo cuesta arriba para llegar al monasterio de Petra, los ratos en el medio de la nada cuando piensas que nunca va a aparecer un medio de transporte que te lleve de vuelta a la civilización, el libro que estaba leyendo. Al mirar las fotos siempre soy feliz de haber vivido el momento e inmediatamente quiero volver. Una y otra vez. En medio de los peores días de la pandemia me quedaba el consuelo de haber hecho todos esos viajes y me decía, pues “que me quiten lo viajado”. Pero trato de encontrar un balance entre volver a los lugares conocidos y descubrir nuevos. Muchas veces el último día en un lugar, mi amigo y compañero de viajes, Juan Orlando, me dice: “Míralo bien que es la última vez que vas a estar aquí”. Y en realidad, es muchas veces la única vez que verás esa montaña, ese edificio, ese gentío, ese teatro griego a la puesta del sol, esa fuente romana, ese templo budista. En todo caso, Italia es un lugar al que quiero volver siempre y lo hago frecuentemente, al menos una vez cada año, pero el problema es que mientras más recorro Italia, más pueblos y monumentos aparecen, como si el país se estirara para impedir que pueda atraparlo.
De los viajes, lo que más me gusta es soñarlos: decidir itinerarios, estudiar la cultura y la historia de los lugares a visitar, informarme del clima y de los principales museos. Ya el viaje en sí no me resulta tan excitante. ¿Cómo es en tu caso?
Yo también disfruto muchísimo la preparación, primero la decisión de los lugares a visitar, y luego la preparación que comienza con la lectura de muchas guías de viaje, y artículos, para decidir cuántos días quiero y puedo estar, a qué partes quiero ir, cuánto tiempo dedicarle a cada ciudad, cómo transportarse. Y una vez que la decisión está tomada y hay cierta idea de la logística, pues comienza todo lo demás. Casi siempre va acompañado de ver nuevas películas del país o sobre el país, o series o leer libros de autores de ese país. Es buenísimo cuando te encuentras sin querer, objetos o sitios que fueron escenario en un libro, o insignificantes calles o bares mencionados y terminas entrando a ellos, como los personajes. En Tokio, nuestro hotel estaba en Kabukicho, el distrito rojo, y podíamos ver muchos de los clubes nocturnos que aparecen en la brillante novela de Ryu Murakami In the miso soup. Un día, incluso, pasamos frente a una docena de jaulas de bateo que está en medio de los prostíbulos de Kabukicho. No me lo podía creer, la novela es de 1997 y ahí estaba eso, muchísimos años después, exactamente como él lo describió, con los japoneses de todas las edades bateando pelotas de béisbol.
Vives en Londres. Cuando regresas de alguno de tus periplos, ¿sientes que estás volviendo al hogar? ¿Qué es el hogar para Iris Cepero? Cuéntanos como se ha ido construyendo tu identidad.
Cuando llego a Londres, he vuelto a casa. Es la ciudad donde más he vivido, capital del país donde he tenido la suerte de tener una muy buena carrera profesional, y con ello la posibilidad de hacer y vivir como me interesa. Caminando por las calles de la ciudad, en mi tramo de río junto al puente de Hammersmith, en las tiendas del barrio, en los teatros viendo a los grandes actores británicos que están en escena y a otros en el público, en el asiento de al lado, dando direcciones a los turistas extraviados, en todos esos momentos me siento en casa. También con mis libros, en el sofá donde veo las series de turno, frente a la ventana de mi cuarto, y la vista que se pierde entre los edificios en la distancia.
Pero muchas veces siento una inmensa extrañeza, y no me imagino viviendo aquí hasta el último día de mi vida. Es en esos momentos cuando me doy cuenta de que la definición de hogar se vuelve cada vez más difusa en términos geográficos, quizás una consecuencia natural de haber vivido en cuatro países, y de mis viajes y de este mundo globalizado. Londres es mi hogar hoy, pero siempre tengo un pie puesto en Madrid, mi otro hogar, con los amigos, los bares a la salida del cine Golem, los domingos interminables.
Muchos de los que vivimos largo tiempo fuera de los lugares de origen terminamos siendo de todas y de ninguna parte, sin sentido de pertenencia, siempre percibidos como “el otro”. Es verdad, una desventaja, como lo de haber nacido en un pueblo perdido del campo cubano, pero también lo contrario, el grandísimo privilegio de vivir sin ataduras a lo conocido, de apropiarse de lo nuevo y lo extraño, y sentirlo como propio, tan propio como lo que te tocó por azar al nacer. Quizás mi identidad sea esa, flexible y cambiante, dúctil e inclusiva, más ecuménica y menos estrecha que el sentido anquilosado de la palabra. O sea, mi hogar es todo lo que te cuento, mi vida con mi amigo Juan Orlando en Londres, las conversaciones por WhatsApp con René, un amigo de la secundaria que vive en Cuenca, Ecuador, la rutina del envío de dinero a la familia en Cuba, las memorias de un atardecer en el desierto de Wadi Rum, en Jordania, las siluetas de las mezquitas de Estambul vistas desde el Bósforo. Y, por supuesto, una o dos veces al año volver del supermercado con plátano macho y hacer un plato de tostones.
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Notas:
1 Uso el término en inglés porque no conozco ninguna palabra en español que sirva para designar lo mismo. La traducción literal sería “observador de trenes”, pero el concepto va mucho más allá, pues designa a alguien que ve pasar los trenes con cierto sentimiento de adoración.
2 Fleites, Alex; “Luis cabrera: del viaje, su imposibilidad, su necesidad, su incertidumbre.”
Linda entrevista, emotiva, llena de sentimientos tal vez porque, al igual que Iris, soy del mismo pueblo, céspedes y vivo fuera de el, ya por muchos años. Le deseo a ella muchos éxitos. Un abrazo sincero.
Muvhas gracias
Me ha encantado la entrevista. Imaginativa, locuaz y poetica la Sra. Me identifico con lo que expone de sus ciudadania del Mundo.
A la guajira universal, amiga siempre, le agradezco la complicidad de todos estos años y el llevarme a destinos tan remotos; siempre interesantes!
Muy bonita entrevista, poética y refrescante. Soy guajira camagüeyana, ciudadana del mundo, “sin patria pero sin amo” y muy nostálgica. Me encantaría leer el libro de Iris Cepero. Le deseo mucho éxito.
Siempre fue muy inteligente y sabía lo quería. Fuimos compañeros de estudio en la Universidad de Oriente (Santiago de Cuba). Me hubiera gustado que mencionara aquella etapa. Pero bueno… Contento con sus éxitos. Un saludo afectuoso, Iris.