En el libro más seductor de la Biblia, Eclesiastés, nos sacude la afirmación tremenda: “No hay nada nuevo bajo el Sol” (nihil novum sub sole, en latín). Y basta un poco de sensibilidad para sentirse resignado.
Pero definitivamente es cierto, y no queda otra opción que acogerse a Serrat con aquello de “nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”. Porque a diario confirmamos cómo proyectos que imaginamos nuevos y flamantes, no son más que el resurgir de una idea antigua.
Es así. La creación es, a estas alturas, re-creación, lo mismo en materia de modas que de literatura. Y ya que hablo de modas, recuerdo ahora la frase inmarcesible de Rose Bertin, diseñadora de María Antonieta: “Nada había nuevo sino lo ya olvidado”.
Al pasado volvemos, cíclica e inevitablemente. Creo que fue Ambrose Bierce el que mejor lo dijo (y si no fue Ambrose Bierce, aplaudo a quien lo dijo): “No hay nada nuevo bajo el Sol, pero cuántas cosas viejas hay que no conocemos”.
Tener muchos humos
Cuando a alguien hace falta “bajarle los humos”, es porque está sobrado de altivez y vanidad. Pero, ¿por qué los humos?
Entre los romanos existía la costumbre de adornar el atrio de las viviendas con los bustos y retratos de padres, abuelos y demás, a fin de demostrar la extensión de su linaje.
Con el tiempo y el humo, dichos objetos adquirían otra coloración de la que los habitantes de la casa solían ufanarse, porque ante sus ojos ese cambio aportaba un toque distinguido y aristocrático.
Al final, todo indica que los romanos eran muy creídos. O como diría mi madre, se atracaban cantidad.