La séptima ola de la COVID-19 está dejando a Europa y los Estados Unidos con un saldo muy alto en cuanto a enfermos y fallecidos. Actualmente, en el norteño país, a pesar de contar con vacunas suficientes, solo el 67 % de la población recibió un esquema completo y menos de la mitad ha accedido a dosis de refuerzo. De ahí que cada día se contabilicen más de cuatrocientas muertes. ¿Cómo ha sido posible esto? La respuesta es compleja, pero sin lugar a dudas una de las causas es la existencia de un vigoroso movimiento antivacunas que se opone al uso de esta eficaz herramienta sanitaria.
Aunque la invención de las vacunas se atribuyen al Dr. Edwar Jenner, siglos antes los asiáticos habían desarrollado la “variolización”. Esta técnica consistía en inocular a individuos no enfermos, el material fresco obtenido de las lesiones de una persona con viruela. El propio Jenner se dice que había sido favorecido con ella. Es importante recordar que a finales del siglo XVIII morían por esta causa, solo en Europa, cerca de 400 mil personas y casi un tercio de los sobrevivientes quedaban ciegos y con horribles cicatrices. A partir de la experiencia obtenida después de inocular al hijo de uno de sus empleados, Jenner envió en 1797 un informe a la Real Sociedad de Ciencias de Inglaterra, que fue rechazado, luego publicó e hizo circular con su propio dinero otro informe. Esta vez el resultado fue distinto y pocos años después, a principios del siglo XIX, la vacunación se había extendido por toda Europa, para una década más tarde volverse global, dándole a su creador fama universal.
Sin embargo, la oposición al nuevo descubrimiento también lo fue. Para algunas personas el método era “insalubre” y “poco cristiano” porque usaba material de “criaturas inferiores”. Otros se oponían al no estar conformes con que se les dijera “lo que era mejor para ellos”. A todo lo largo del siglo XX, las vacunas debieron sufrir los ataques de quienes se oponían a su uso. Estos recibieron un fuerte espaldarazo en 1998, con la publicación de un controversial artículo en la revista The Lancet, en el que se establecía una relación causal entre la vacuna triple vírica —en Cuba se conoció como PRS—, y ciertos comportamientos autistas e inflamaciones intestinales graves en niños. Luego se supo que las conclusiones eran falsas y escondían conflictos de intereses, pues el autor pretendía promover sus propias vacunas. No obstante, parte de la sociedad recibió aquellas hipótesis como verdades absolutas, lo que desencadenó una caída del índice de vacunación alrededor de mundo y la reaparición en Inglaterra de brotes de Sarampión, donde hacía años estaba erradicada.
La llegada de la COVID-19 reactivó el debate e hizo ganar fuerza al movimiento “No Vax” en todo el mundo. Sin embargo, al virus le son indiferentes las opiniones de sus víctimas y de varios prominentes voceros que han sufrido las consecuencias de sus propias ideas. Tal es el caso Johann Biasiscs, el líder de este movimiento en Austria, o la del predicador evangélico Marcus Lamb, un conocido telepredicador, dueño de más de setenta estaciones de televisión, quién afirmaba que la vacuna contra el coronavirus “no era realmente una vacuna” y que las personas morían o tenían trastornos neurológicos a causa de la misma, además de calificar el mandato de vacunación obligatoria como “un pecado contra la Santa Palabra de Dios”. Su hijo llegó a afirmar que el diagnóstico de COVID-19 de su padre había sido un “ataque espiritual del enemigo”.
Por contradictorio que puede parecer, el éxito de estas personas en contra de las vacunas es también resultado de la tremenda efectividad de estas, que cada año salvan hasta tres millones de niños. La erradicación de la viruela, por ejemplo, evitó en cuarenta años 350 millones de personas infectadas y 40 millones de muertes, casi cuatro veces la población de Cuba. Lo anterior también supuso un significativo ahorro económico estimado en miles de millones de dólares. Sin embargo, la percepción del riesgo se ha vuelto nula, lo que ha posibilitado que muchas personas le teman menos a la enfermedad que a la propia vacunación.
El argumento de los efectos adversos es otro de los utilizados por individuos como Dick Farrel, un presentador de radio víctima de la COVID-19 que solía decir que las vacunas eran “veneno”, haciendo referencia a sus efectos indeseables. Lo anterior no tiene fundamento desde el punto de vista científico. Si evaluamos el ejemplo del sarampión, por cada millón de niños no vacunados e infectados, tendríamos 300.000 casos de complicaciones, incluidas 2.000 muertes. Mientras que por cada millón de niños vacunados, se esperaran 34 reacciones adversas importantes, la mayoría de los cuales serían la aparición de trombocitopenia, que es la disminución transitoria del número de plaquetas con solo un caso de reacción alérgica significativa y menos de un caso de encefalitis o inflamación del cerebro.
Otro “argumento” del movimiento No Vax es aquel que sostiene que las farmacéuticas y los gobiernos ponen por delante intereses económicos y políticos, antes que la seguridad de las personas. Si bien no todo es color de rosa, la producción de vacunas requiere de inversiones millonarias y se administran a personas sanas. Por ello, el beneficio debe ser mayor que el riesgo de producir reacciones adversas o el daño económico y político podría ser irreparable.
Ahora bien, ¿por qué individuos como Biasiscs, Land o Farrer, consiguen influir en la opinión pública por encima de voces mucho más calificadas? Esto se debe al “descrédito científico”, que se ve reforzado por dos interesantes fenómenos sociales: “el razonamiento motivado” y “el efecto Dunning-Kruger”. El razonamiento motivado consiste en que un grupo de personas con una creencia errónea —por ejemplo, que las vacunas causan más daños que beneficios— tiende a considerar más fiables los hechos —y las voces— que argumentan a favor de sus ideas. Por otro lado, el efecto Dunning-Kruger describe cómo las personas con menos conocimientos creen ser más capaces de evaluar información científica que los propios expertos. Para que se tenga una idea de la magnitud del problema en algunos estudios alcanzan el 30% de los encuestados.
Finalmente, las nuevas tecnologías de la comunicación han sido un importante aliado del movimiento antivacunas, al servir como plataformas para la amplificación de esas ideas. Un ejemplo cercano fue el de las vacunas cubanas contra la COVID-19, que sufrieron todo tipo de cuestionamientos en las redes sociales de internet. Lo anterior me lleva a pensar que, si bien la negativa a vacunarse no es aún un problema en nuestro medio, el continuo aumento del acceso a las nuevas tecnologías de la comunicación y los cambios que están teniendo lugar en la sociedad cubana, en un futuro este fenómeno pueda volverse un problema, como en Ucrania, donde la detención de uno de los líderes del movimiento causó masivas protestas o en la pacífica Costa Rica donde un individuo llamado Marcos Morales Albertazzi irrumpió en enero de este año en un centro de vacunación acompañado por varias personas.
Pero no todo es sinrazón y fanatismo, el líder del movimiento “No Vax” en Italia, Lorenzo Damiano luego de ser salvado de la enfermedad en diciembre pasado, declaró estar arrepentido de no vacunarse y pidió a la población “seguir a la ciencia”, y una amiga de Dick Farrel, la que confirmó su fallecimiento, dijo que este había cambiado de opinión. Ejemplos como los anteriores son valiosos en la lucha contra este movimiento. Adicionalmente, resulta vital la difusión de información científica de calidad, en un lenguaje asequible, de total transparencia por parte de políticos, farmacéuticas y personal sanitario, lo que incluye bases de datos confiables, que sean auditables por terceros. Todo lo creado por el ser humano, aún algo que reporta beneficios tan maravillosos como las vacunas, siempre generará una oposición, pero es preciso que se imponga la razón.