La vida moderna nos ha traído una dependencia casi enfermiza de las pantallas. Así como nos facilita la comunicación, ofrece mejores y más eficaces formas para acceder al conocimiento y permite ciertas condiciones para el trabajo, también nos hace permanecer la mayor parte del tiempo ante una de esas, cualquiera sea su forma o tecnología.
Treinta años atrás, cuando comenzaba a tomar vuelo la idea de la Internet, apenas era aspiración y sueño lograr que una persona contara con dispositivos en los que pudiera realizar acciones diversas, como ver la televisión o materializar una transacción cualquiera. Hoy ese dispositivo es real y en buena medida dependemos de su uso.
Cuando mi hijo despierta estoy delante de una pantalla y cuando se acuesta muchas veces me ve sosteniendo otra. He tomado consciencia y trato de cortar con esa rutina en un momento de la jornada, posponiendo deberes muchas veces para el momento en que duerme. Agarro un libro, juego con sus juguetes, bailamos, salimos a montar bicicleta…
Pero, las pantallas permanecen sobre la mesa, o como un animal doméstico se acurrucan encima del librero, entre libros quedan remolonas hasta que emiten alguna clase de sonido y volvemos a caer.
Un día, en juego que nos inventamos, mi hijo tuvo que describirme y dijo: “el que siempre trabaja”. A veces, con sus seis años, dice frases que hemos usado para requerirlo: “la computadora lo tiene hipnotizado”. Y desde su punto de vista puede ser esa la razón de que me encuentre buena parte del tiempo sentado ante la laptop.
Aunque uno se encuentre leyendo, o mirado un documental, o siguiendo a un profesor de esto o aquello; aunque sólo intente ordenar ideas en lo que antes se llamaba “manuscrito”, la pantalla, para él y para los de su edad, representa un elemento común en la vida de un adulto. Por imitarnos, también quieren tenerla en sus manos, frente a sus ojos.
A los seis años la tentación es fuerte. Junto a la tecnología, los niños se encuentran bombardeados por youtubers que muestran cómo jugar. Parecieran protagónicos en un entramado que comprende a la industria de los juguetes, la editorial y, claro está, la publicitaria. Hay niños, probablemente la mayoría, que al menos una vez intentan comportarse como youtubers, y gracias a las pantallas llegan a hacer incluso su propio material.
Por eso, aunque no siempre representen peligro o la posibilidad de terminar en una adicción, como cualquier padre, y como cualquier familia mínimamente preocupada, nos las pasamos buscando maneras de que nuestro hijo tenga una relación razonable con las pantallas; elementos, por cierto, que además le permiten razonar un poco mejor, pensar más de prisa, ejercitar la lectura y el cálculo, la imaginación, sumergirse en otros mundos e ilustrar sus conocimientos.
Soy feliz si logro que apenas se acerque los fines de semana a la Tablet, el teléfono o lo que sea. Por eso, las noches las invertimos en lecturas de libros de papel. Me gusta que escuche el sonido de las hojas al pasar la página, que sienta el golpe sobre el pecho o la cabeza si el libro se resbala, que observe esas ilustraciones de estética diversas.
También disfruto leyéndole poesía escrita para adultos, y me sorprendo al comprender que ha captado lo que dice un verso que no suponía llegara a ser de su entendimiento. Es entonces cuando vuelvo sobre poetas y versos que también escuché en mi niñez, como sucede con Martí.
El momento resulta bastante conmovedor la mayoría de las veces, porque algo de mi propia infancia regresa. Junto al mundo escolar y la imagen de los libros, llegan la gente, los amigos, la familia y sus hábitos, aquella época con sus virtudes y defectos.
No soy un romántico o sensible, sino no todo lo contrario. O eso quisiera creer yo; es la idea que me he querido hacer siempre.
Y es lo que quería comentarles, que huyéndole a las pantallas, con mi hijo al lado, mi esposa del otro, tendido en la cama leyendo un poema de Martí, muchas noches me enfrento a versos simples como estos:
Si el ceño frunce, temo;
Si se me queja,-
Cual de mujer, mi rostro
Nieve se trueca:
Su sangre, pues, anima
Mis flacas venas:
¡Con su gozo mi sangre
Se hincha, o se seca!
Y juro que quedo a punto de llorar, y que tengo que parar la lectura, tomar aire, hacer un chiste y detener el golpe de melancolía que inunda mi alma y no sé bien por qué. Sólo después seguimos el ritual con el que uno busca mantener, tan perfecta como la tecnología, nuestra humanidad.