Cuando el mar está revuelto los niños de Consulado llegan rayando las 4 y media. Ellos tienen su técnica de expertos cazaolas. Uno, que tiene 12 años, sabe que va a venir una buena por el sonido y el otro, de 9 años, la ve formarse a lo lejos por un huequito que tiene el muro bien pegado al suelo. Así, cada uno con su estrategia, se van turnando para avisar: “¡Viene una!” Los niños grandes instruyeron a mi pequeño hijo de 2 años en el arte de cazar olas. Y en lo que ellos le explicaban, yo también aprendí algo. Lo primero es que el piso está resbaloso y hay que caminar como viejito. A la ola es mejor esperarla en el piso, acostado boca abajo, porque si es muy grande te puede tumbar. Durante la primera práctica, mi niño se resbaló varias veces y lo tumbó la ola gigante, pero todo fue rico. También aprendió de los niños de Consulado que el catarro no existe, que el agua de mar es sagrada y que La Punta es el lugar más divertido del mundo.
Hay a quién le gusta sentarse en el muro, aunque el tiempo no esté muy bueno, aunque el mar esté picáo, aunque el cielo esté gris. A veces los colores intensos, el sol y la serenidad del clima, no definen la felicidad, aunque a la gente le guste retratarse con sonrisas amplias y rodeadas de un perfecto paisaje colorido. Como si no tuviéramos tormentas y nubarrones. Como si no se pudiera ser feliz, a pesar del mal tiempo. Como si no se pudiera retratar la alegría de vivir con una cámara salitrosa.
De lejos parecía un pagador de promesas. Un suicida. Un suplicante trágico creado por un habanero imitador de Esquilo. Un triste hombre esparciendo las cenizas de sus padres. Un pedigüeño que implora porque mejore la cosa. Un loco. Un poeta modernista resucitado en El Vedado. Un clavadista jubilado. Un personaje de Lino Novás Calvo. Un genial actor en decadencia. Un director de orquesta sonámbulo. Me enseñó una bolsa llena de peces y me dijo con sonrisa maliciosa: “Parece que no, pero sí.”
Yo siempre ando con ganas de ver algo insólito. Aunque soy miope y los espejuelos están un poco cachicambiados, yo abro bien los ojos para que no se me escape ninguna maravilla silvestre. Ese día nos creímos afortunados por ser de los pocos transeúntes que divisaron, a unos metros del muro, una mancha extraña. Después de un salto en la barriga, provocado por la emoción, descubrimos que se trataba de sargazo. No era una mancha de peces voladores, ni una pequeña ballena naranja. Pero estábamos convencidos de que era un sargazo extraordinario y fuimos privilegiados al presenciar ese fenómeno inusual. A los pocos días leímos que desde hace un año y pico son frecuentes los avistamientos de sargazo común en las aguas del occidente de Cuba.
Dicen que después de la tormenta llega la calma. Se van con el vendaval el miedo y la angustia. Cuando escampa hace un fresquito sabroso que se te cuela en el alma. Entonces comienzas a buscar la belleza entre los charcos y ahí es cuando te entran las ganas de volver a empezar.
El mar estaba bravo, pero no tanto. Unos huían de las olas y otros se pegaban bien al muro para mojarse. Era uno de esos días raros en los que no pasa nada. O sí, pero andaba medio dormida y otra gente se llevó mi maravilla. No hubo asombro esa vez. Había sol y el Malecón brillaba salpicado de espuma blanca y fría.
La ola fiera los arroja, envueltos en la espuma y los deja allí, esparcidos sobre el cemento mojado. Ajenos al bullicio de la ciudad, los caracolillos sobre el muro son el símbolo de la vida que viene del mar. La naturaleza invasora. Lo salvaje recuperando el espacio robado por el asfalto. Una metáfora de la perseverancia, de la resistencia colectiva. Ellos regresan al agua, arrastrándose lentamente, sabiendo que la siniestra ola los volverá a sacar.
Cuando vives con un fotógrafo dedicado, tienes que saber que el tiempo corre para ti, pero no para él. A veces te pones a mirar hacia donde está apuntando con la cámara y no logras ver nada atrayente. Puedes ponerte las uñas o leerte “La Isla en Peso” hasta la página 23 en lo que él está “capturando el instante perfecto”. Y te burlas, te burlas mucho de su inmovilidad, creyéndote que ir más rápido es mejor. Después de 465 fotos en el mismo lugar, de mi desespero, mi incomprensión, alguna mala palabra y “vamos, que nos va a coger el agua” repetido 9 veces, nos fuimos corriendo huyéndole a las primeras gotas. Él logró su foto, aunque me dijo que hubiera necesitado media hora más. Yo entendí lo que es la larga exposición y tuve una lección de vida. A los pocos minutos de habernos ido se formó, justo allí, una tromba marina.
De ese día quedó esta foto a contraluz como uno de esos carteles de películas de acción donde los protagonistas siempre se salvan. Mi hijo (el Naruto) y su mejor amigo (el 32) nunca se habían divertido tanto en el Malecón como ese domingo pos ciclón. La calle estaba cerrada y se podía correr libremente de un lado a otro. Ellos, pre-adolescentes disciplinados, tranquilitos y criados en un pequeño apartamento lejos del mar, estaban felices. Saltaron, gritaron y se carcajearon desafiando a las olas que, de vez en cuando, los cubrían suavemente. Nadie nos regañó por la corredera y la gritería. Había gente haciendo lo mismo por allá lejos y sobre el silencio de la ciudad casi completa en apagón, se oían diferentes tonos de risa mezclándose en el aire. Regresamos a la casa, como héroes de acción, empapados de agua salada y con la cantidad suficiente de endorfinas para soportar, de buen humor, las 3 noches sin luz que aún nos esperaban.
Dice José María que: “la vida es como un espejo, si la miras sonriendo, te sonríe”. En argot de Malecón: “Al mal tiempo, buena cara”.