Cada jueves el Muro de los Lamentos de Jerusalén cambia un poco su rutina. A la imagen de judíos —muchos, ultraortodoxos— orando o leyendo la Torá impasibles en medio de turistas y curiosos, se suma una avalancha de adolescentes. Son casi niños que llegan traídos bajo palio o en andas por padres y familiares —varones todos— en medio de cánticos religiosos.
Ese día dejarán atrás la infancia al celebrar su Bar Mitzvah en el sitio más sagrado para el judaísmo: el Kotel o Muro de los Lamentos. Aquí llegan infantes y saldrán adultos ante los ojos de Dios.
El Bar Mitzvah —Bat Mitzvah para las chicas, aunque ellas no lo celebran en el Muro— es una ceremonia de iniciación que forma parte de los ritos del judaísmo. Es el momento en que los adolescentes pasan a ser “hijos de los mandamientos”; es decir, deben observar de manera obligatoria los 613 mandamientos de la Torá y, según la Halajá o Ley Judía, son moralmente responsables de sus actos. En el caso de las niñas, la edad indicada son los 12 años, y para los varones los 13.
A partir de ese momento, los jóvenes pueden poseer propiedades y contraer matrimonio. Los varones, además, leer en público la Torá o participar en determinadas ceremonias religiosas.
Para acceder al Muro de los Lamentos, religiosos y ateos deben llevar la cabeza cubierta. Señal de que por encima de todos solo está Dios. Para los turistas basta con un sobrero o una gorra.
Los judíos van tocados con sus kipás. Siempre. Los participantes en la Bar Mitzvah, además, se cubren con un manto blanco de franjas azules llamado talid. Durante la ceremonia, los padres de cada iniciado colocan a sus hijos por primera vez el tefilín, dos pequeñas cajitas negras en cuyo interior se guardan pasajes de las escrituras y que van sujetas con unas tiras de cuero, también negras, a la cabeza y el brazo izquierdo.
Es un momento emotivo. Se siente en el aire el orgullo de padres y madres, el nerviosismo de los jóvenes, la alegría de los familiares, la algarabía de los hermanos menores que observan sabiendo que pronto les tocará su turno. No hace falta ser religioso o entender del todo la ceremonia para comprender que, para ellos, es un momento único y especial.
Durante la Bar Mitzvah, que es oficiada por un rabino, el adolescente debe leer un fragmento de los textos sagrados. Supone un entrenamiento de meses, ya que están escritos en hebreo antiguo —¡sin vocales!— y deben ser entonados de manera precisa. La Torá no se lee, se canta. El papel tampoco debe tocarse con las manos; para señalar los renglones leídos se usa un instrumento metálico plateado llamado yad, mano en hebreo.
Las mujeres de la familia, incluida la madre del protagonista, no tienen permitido participar directamente de la ceremonia. Solo pueden observar a sus hijos desde la sección femenina del Muro —la más pequeña. Para hacerlo, suelen subirse a sillas que las ayuden a salvar la valla metálica que separa mujeres y hombres en el santo lugar. Desde allí, haciendo equilibrio como pueden, celebran a sus hijos, les toman fotos y les lanzan caramelos, besos y bendiciones. Segregación en el siglo XXI.
La parte ritual del Bar Mitzvah dura poco, no más de una hora. Después las familias celebran un convite, en el que cantan, bailan, comen y el joven recién estrenado es agasajado con regalos, algo muy similar a la primera comunión de los católicos. Eso sí, quien decida obsequiar dinero debe hacerlo en múltiplos de 18, el número de la vida para los judíos.