Ahí estamos otra vez. Las mismas calles. El mismo dolor. La misma frustración. La misma rabia. Los mismos himnos y pancartas y el mismo grito. O casi los mismos, porque no todo es exactamente igual.
El apaleamiento del joven negro Tyre Nichols nos vuelve a conmover, y a impulsar nuestros cuerpos de nuevo a la calle, en protesta. Como si se tratase de un remake de los asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor, Philando Castile, Tamir Rice y muchos otros negros norteamericanos abatidos en los últimos años por la policía, descubrimos una vez más la reproducción de innecesarios, desmesurados actos de violencia ejercidos por las llamadas fuerzas del orden sobre hombres y mujeres desarmados. Solo que en esta ocasión el crimen no es perpetrado por policías blancos, como ocurrió en la mayoría de los casos anteriores, sino por cinco agentes negros que, en la ciudad de Memphis (Tennessee), propinaron el pasado 7 de enero una mortal paliza a su víctima, a quien habían detenido por una presunta infracción de tráfico.
El caso es aún más complicado cuando recordamos que la jefa del Departamento de la Policía de Memphis es una mujer negra, Cerelyn J. Davis, conocida por promover reformas policiales tras el asesinato de George Floyd en 2020.
Poco después de la divulgación del video del apalaeamiento, Davis públicamente se reconoció “horrorizada, disgustada y confundida”; los cinco oficiales negros asociados con el hecho fueron inculpados de homicidio y la unidad de élite a la que pertenecían, “Escorpión” —creada en 2021 para reducir la violencia en los barrios más desfavorecidos de la ciudad— fue desmantelada.
En Memphis, la población negra abarca el 65 % del total de habitantes y constituyen el 58 % de la fuerza policial; pero según datos oficiales, en el 86 % de los casos en los que la policía ha utilizado la fuerza desde 2016, los civiles implicados han sido negros.
La brutalidad de los cinco agentes es aún más impactante cuando en el video escuchamos a la víctima apelar a la compasión de sus atacantes. Llama, como Floyd, a su madre, en un último, animal intento por aferrarse a la vida de la que era con cada golpe despojado.
Inhumanidad es una de las primeras palabras que acude a la mente. Es sin duda una de las claves para interpretar no sólo el asesinato de Tyre Nichols, sino además el tratamiento despiadado que han recibido otras víctimas —de cualquier color, etnia, género, sexualidad y hasta clase social— de la violencia ejercida por las denominadas fuerzas del orden en cualquier parte del mundo —no sólo en los Estados Unidos. Más apropiado sería denominarla deshumanización, pues inhumanidad ya nos parece una condición naturalizada, contra la que permaneceríamos impotentes; cuando en realidad se trata de procesos sistémicos paulatinos, que en nuestras sociedades nos van llevando poco a poco —o a pasos agigantados— hacia el completo olvido de lo que somos: seres humanos. La deshumanización es pues la desposesión de nuestra verdadera condición; no es natural, es producida por unos sobre otros; y tenemos por tanto la capacidad de impedirla.
La humanidad que somos no se limita a una sola concepción de lo humano; no es solo el proyecto europatriarcal de lo humano lo que nos define. La imposición de ese proyecto, creado en Europa a través de su historia y cuyos momentos definitorios pueden hallarse en los instantes más álgidos del humanismo renacentista, es lo que nos trae al presente en que globalmente cierta ética y ciertos valores definen nuestra mayor o menor identificación como mejores o peores seres humanos. Para que tales valores se mantengan operantes, algunos —quienes se han ungido con el poder de hacerlo— han creado estructuras que garantizan la permanencia y reproducción de la visión del mundo europatriarcal que determina nuestras acciones y forma de pensar e interpretar la experiencia humana. Para mantener en pie esas estructuras, mantenemos en uso instituciones como la familia, la escuela, los órganos políticos y legislativos, y los organismos encargados de implementar y hacer que se respeten esas leyes.
Queremos poder, pues quienes verdaderamente lo han tenido siempre nos convencen de que solo poderosos sobreviviremos. El poder de golpear y matar, el poder de ordenar y ser obedecidos, el poder de expoliar y poseer, el poder de dominar y decidir a expensas de la frustración y desposesión de los otros.
Nos esforzamos, precisamente, en evitar ser lanzados al bando de “los otros”, los que no cuentan, los desposeídos. Y para eso desesperamos por ejercer la ración de poder que imaginamos poseer, con lo que sea que tengamos a mano. Si lo que entonces sujetamos es un arma cargada, se dispara; y si es un bastón, se golpea; si es solo la voz, hay que gritar. Lo que sea, con tal de no perder la ilusión del poder que es prestada por quienes realmente conservan ese poder a sus peones. Pero nadie quiere estar del otro lado. Nadie quiere ser el otro o la otra.
Salimos ahora a las calles pidiendo justicia, que ya no es sólo racial. ¿Social, acaso? La rabia nos saca afuera. La rabia que también podemos descubrir detrás de la incesante paliza de los policías de Memphis. La rabia de los asaltantes del Capitolio el 6 de enero de 2021 y de quienes buscan restringir el acceso a la historia; de quienes temen perder la supremacía blanca. La rabia de las mujeres a quienes cada día se nos busca limitar más el derecho humano a decidir sobre nuestros cuerpos; y la rabia de quienes sienten amenazado el patriarcado. La rabia de los inmigrantes maltratados al ser aprehendidos tras cruzar la frontera, mientras cruzan la frontera, antes de cruzar la frontera. La rabia del pobre y de la mujer abusada tanto como la del ignorante y el amedrentado. La rabia del indígena desplazado y desahuciado de su tierra y sus recursos, su espacio, su tiempo, su cuerpo. La rabia del silenciado y del desterrado.
Todos llevamos algo de rabia. Rabia necesaria, pues como escribía Audre Lorde es esa una manera de expresar que algo no anda bien, que nos lastima y que es menester tomar algún tipo de acción al respecto. “Bien usada, la ira no destruye; el odio sí”. Debemos escuchar nuestra rabia, dondequiera y en cualquier ser humano que aparezca; y atenderla, haciendo de ella un instrumento para liberarnos, en lugar de dejarla estar, acumularse, permitir que convirtiéndose en odio sea ella la que nos domine, aniquilándonos.
A la rabia cantó hace muchos años Silvio Rodríguez pero al final procuraba calmarla con un llamado a la paciencia. Fue en 1974. Hoy, ¿tenemos derecho a la paciencia? El tiempo se nos acaba. “En esos días, compañera, ponte alma nueva para mi más bella flor”, cierra la canción. ¿Qué compañera? ¿Qué flor? ¿Cuál belleza? ¿Qué es la belleza?
Hemos ido muy lejos en la deshumanización y no queremos ni darnos cuenta. Seguimos aceptando las identidades que artificialmente nos separan en hombres, mujeres; blancos y negros; de una u otra nacionalidad; indocumentados y documentados; heterosexuales, bisexuales, homosexuales, pansexuales, sapiosexuales, y todo lo demás. Como marionetas repetimos el guión que nos han enseñado, y nos enfrentamos los unos a los otros para hacer valer eso que creemos que somos.
En el caso del horrible asesinato de Tyre Nichols, los cinco policías negros daban golpes sin descanso sobre el cuerpo de otro hombre negro porque así defendían lo que creen ser: los individuos encargados de imponer el cumplimiento de la ley; es decir, que encarnan la ley y en su nombre circulan por la sociedad con pleno derecho a ejercer la violencia. Y ese poder es tan abrumador sobre ellos mismos que les anula toda capacidad de escuchar los gritos del ser humano que exterminan; como tampoco oyen los suyos propios, los que dentro de sí tal vez luchaba por volver audibles el ser humano que, de alguna manera, quiero desear que aún sean. Con cada golpe que propinaban a Nichols, más destrozaban su propia humanidad.
Insisto, es quizá muy tarde, no hay tiempo que perder. Pasan los días, nos autodestruirnos cada vez con mayor intensidad y precisión. Me da en ocasiones por imaginar que desde algún rincón insospechado del universo que ni siquiera sabemos si es uno, alguien nos observa. ¿Y si apenas interpretamos un reality show para seres que desde los espacios infinitos se divierten y espantan observando nuestro alocado autoexterminio? Todo por aferrarnos a una sola idea de quienes somos; porque nos hemos dejado convencer de que somos los legítimos depositarios de un sistema de valores, de una forma de conocimiento, de una manera de interpretar el mundo, de una ley, una economía, una ideología únicos; porque nos parece más fácil seguir creyendo que hay una sola opción para ejercer nuestra humanidad y, lo que nos vuelve aún más ridículos, que esa humanidad es universal…
Salgamos a las calles, pues; pero, tras el duelo por el asesinato de Tyre Nichols, más allá de nuestro justo reclamo por una reforma radical del sistema policial, después del dolor y la rabia, más allá de la lucha antirracista, feminista o en favor de una u otra posición política, sobrepasando cualquier otra lucha basada en binarismos identitarios forjados por otros. Salgamos, sí, a enfrentarnos a la imposición de un único proyecto de quienes somos, por gente muy poderosa, que no somos nosotros, los que estamos en la calle. Vayamos ya, que se nos escurre el tiempo.