Acaba de cumplir 70 años y lo celebra de la mejor forma a su alcance: exponiendo el resultado de los últimos meses de trabajo, que, en muchos sentidos, han sido febriles. El título de la muestra, Papeles reciclados, habla por las claras del propósito de restituir la utilidad —que es como decir la vida— a la materia que, luego de habernos servido, desechamos sin mayores miramientos.
Son obras pictóricas sobre papeles reciclados mediante un complejo proceso artesanal. En dos palabras, José Omar ha fabricado el soporte de estas nuevas piezas, que siguen expresando la ciudad real y soñada, desde los ángulos que la emoción creadora dicta a la mano laboriosa.
Tiene sobre sus espaldas más de treinta y cinco exposiciones personales realizadas en Cuba, México, Colombia, Honduras, Estados Unidos, Panamá y Suecia; y unas trescientas colectivas. Ha sido profesor de grabado, dibujo y pintura en diferentes niveles de enseñanza. Más que todo eso, es un creador activo con cincuenta años de trabajo profesional en el campo del arte.
Vayamos al diálogo.
Dinos de tus orígenes.
Tuve el privilegio de nacer en la provincia de Matanzas, el primero de febrero de 1953. Fuimos dos hijos de un matrimonio de amor: mi hermano —periodista, que falleció en 2017— y yo, que les salí artista.
Escuché que tu padre también era artista.
Se llamaba Daniel Torres Font. Estudió en la Academia de Bellas Artes San Alejandro. Fue compañero de estudios de Carmelo González, Servando Cabrera y otras figuras importantes de la plástica nacional. Cuando se graduó, fue a su provincia natal, pero no encontró trabajo fijo. Hizo dibujos para la prensa, anuncios y todo lo que fuera posible para mantener la familia. En 1956 aplica a CMQ Tv y logra la plaza de pintor escenográfico en el departamento que dirigía Luis Márquez, destacado escenógrafo. Por eso la familia se traslada a La Habana.
Mi padre abandona la pintura. La escenografía no era como ahora; se montaba en estudios en la mañana, se ensayaba a la 1 de la tarde y se hacía guardia en la noche por si pasaba algo con el trabajo realizado, lo que a veces sucedía. Su mundo se convirtió en la televisión. Allí ganó gran prestigio profesional. Andy, el pintor, puede dar fe de ello, al igual que Nieves Laferté, la brillante diseñadora de vestuario.
En la década de los 80 es que retoma la pintura. Tenía gran dominio técnico y un dibujo extraordinario; además, era un lector voraz. Creo que heredé su sentido del color y la pasión por la poesía.
Él muere en octubre de 1989. En 1991 le organicé una muestra en la Galería 23 y 12. Cuando mi hermano decidió vivir fuera de Cuba, escogió un conjunto de sus piezas, que aún son patrimonio de la familia. Yo conservo otras.
¿Piensas promover con eso una retrospectiva?
No creo que dé para una retrospectiva de su obra; pero se puede pensar en una exposición con los dos conjuntos que actualice un poco el conocimiento sobre su trabajo artístico entre los más jóvenes.
¿Dónde estudiaste?
En 1968 me presento a las pruebas en la Escuela Nacional de Arte (ENA). Mi padre me preparó pocos días antes en el dibujo del natural. Al final me aprueban y me gradúo en 1973.
Era un grupo maravilloso. Entre mis condiscípulos estaban Flavio Garciandía, Rogelio López Marín (Gory) y Cosme Proenza.
En la ENA descubro el grabado, que desde entonces es mi pasión. El vínculo se da a través de Luis Miguel Valdés, mi profesor, quien me inculcó el amor a esa disciplina o género. Fue la única asignatura en la que obtuve 100 puntos en toda mi vida de estudiante.
Luis Miguel me llevó al Taller Experimental de Gráfica de la Habana (TEGH) cuando todavía era alumno del último año. Allí imprimí mis primeras piezas; entre ellas la serie Revolución es construir, que fue mención en el Salón 26 de julio de las FAR. En esa ocasión, José Gómez Fresquet (Frémez) resultó premiado.
Días antes, me casé con Vivian, mi esposa de toda la vida. El premio consistía en un mes en un centro turístico con acompañante y gastos pagos. No podía perder la oportunidad: la luna de miel nos salió gratis… Te estoy hablando de diciembre de 1973.
Cuéntanos de tu relación con el TEGH.
El taller fue mi casa desde 1972 hasta hace poco.
Realmente me gradué de pintura, pero no tenía espacio para pintar, y el taller era la solución de muchos. Allí tuve la suerte de coincidir con artistas como Umberto Peña, Sosabravo, Posada, Contino y Frémez, que ya eran consagrados, y con maestros jóvenes como Luis Miguel, Nelson Domínguez, Fabelo y Roger Aguilar, entre otros.
En 1990 formaba parte del Consejo Técnico Asesor del TEGH. Paneca, director a la sazón, partía hacia Venezuela; otros artistas también salían del país. Era Período Especial. En una reunión preguntaron quién se quedaría en Cuba, y todos me miraron. Comienza mi etapa como director del taller, que duró doce años, hasta 2002.
En medio de las grandes limitaciones de aquel tiempo, creé el sello Colección Nacional. Me permitía encargar a los artistas una edición al 50 %. Hablo de Fabelo, Kcho, Pedro Pablo Oliva…; del 50 % que era propiedad del taller, vendía la mitad en divisa, y ya costeaba la edición; la otra mitad la vendía en pesos, para propiciar el coleccionismo en el país, que había caído en picada.
Además hice una galería comercial dentro del taller. Las obras se vendían en pesos, a precios asequibles. Y promovía la venta a la población en fechas señaladas como el Día de los Padres, de los Enamorados, de las Madres…
Lo recuerdo. Por ese tiempo adquirí algunas piezas valiosas.
Siempre me interesó que el original múltiple llegara a la población. Era una preocupación personal que llevé a un Congreso de la Uneac, en el que recibí apoyo. Pero en nuestra maltrecha economía todo se desvirtúa. Cuando, por razones de enfermedad y cansancio laboral, decidí recluirme en mi casa para pintar, los colegas que me sucedieron en la responsabilidad hicieron poco por consolidar y hacer avanzar esas ideas.
¿Hay temas recurrentes en tu obra?
La ciudad, su arquitectura, la textura y el color de las casas y los muros. A través de la contemplación de la ciudad se expresa mi visión del mundo, de la sociedad. Es una obra hedonista, no lo niego. Soy amante de la poesía, y he contado y cuento con varios amigos poetas: César López, Pablo Armando Fernández, Pausides y Waldo Leyva, que es como mi hermano. Mi obra siempre ha tenido que ver con la poesía.
¿Cuál ha sido tu muestra personal más importante?
No creo que pueda señalar solamente una. En 2005 realicé Variaciones en sepia, en el Museo del Ron. En 2014 expuse Pinturas en Collage Habana. De 2017 es Versiones recicladas, grabados intervenidos, en el Taller de Gráfica. Y de 2022 es Memoria de un tiempo, exhibida en la Galería Villa Manuela.
Estas muestras marcan quehaceres diferentes, pautas en mi trabajo, y a través de ellas se puede seguir el desarrollo de una poética personal. La primera fue curada por David Mateo; las otras, por Marilyn Sampera y Virginia Alberdi, excelentes profesionales todos.
Últimamente fabricas tu propio papel, lo que le da un valor añadido a la obra. ¿Se debe a las carencias materiales o a la necesidad de prolongar el cariz artesanal que distingue el grabado, sin menoscabo de su valor artístico?
El papel manufacturado tiene un antecedente en el Taller de Papel Artesanal, que fue diseñado por Paneca. Eusebio Leal asumió después el inmueble como una de las tantas instituciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad. Estaba en Mercaderes, frente al restaurante La Torre de Marfil. No sé si todavía funciona en ese lugar.
Varios grabadores cubanos han fabricado su propio papel. Sin embargo, no me había interesado esa práctica para hacer mi obra. Al terminar mi periodo de gráfica en 2019, visité Oaxaca. Allí vi un maravilloso taller de papel artesanal, que había fundado Francisco Toledo, ese grande de la plástica mexicana.
Cuando regresé a La Habana, la fiebre de pintar se apodero de mí. Venía pintando sobre tela y, realmente, nunca lo dejé de hacer; pero quería experimentar otra cosa.
Recibí por entonces la visita de Lesbia Vent Dumois. Le enseñé la obra en papel; le encantó y me motivó a seguir ese camino. Me sugirió que solicitara espacio para exponer en la Galería Villa Manuela; pero seguí pintando sobre tela. Cuando Virginia Alberdi vio todo, me dijo: “Vamos a llegar a un acuerdo con Lesbia. Exponemos pintura y terminamos con papel, para mostrar el nuevo camino”. Así lo hicimos. Después dejé de pintar en tela y comencé a realizar esos papeles que vengo publicando en Facebook. No paro. Cada día me gustan más, y la recepción ha sido muy buena.
Ahora, en febrero, los expondré en la Sala Villena de la Uneac, para celebrar mi 70 cumpleaños y medio siglo de trabajo. Pero, repito, no son grabados, sino acrílico sobre papel manufacturado. El grabado quedó atrás, como una larga etapa que me dio muchas alegrías.
¿Si te fuera dado coleccionar arte cubano, qué artistas escogerías?
Los de la primera vanguardia y la posterior: Mariano, Portocarrero, Lam, Amelia, Oraá, Antonia Eiriz…; añadiría a Tomás Sánchez, Nelson Domínguez, Fabelo, Pedro Pablo Oliva, Villa Soberón, Sergio Martínez, y todo el cartel cubano vinculado al cine de los 60, 70 y parte de los 80.
¿Cómo llegas a los 70 años?
Enfermo, pero lleno de deseos de continuar trabajando, con logros en estos últimos dos años, como la inclusión en la colección de arte cubano del Consejo Nacional de las Artes Plásticas, la incorporación a la colección de la Uneac y, la mayor alegría de todas, la adquisición de una pieza pictórica mía por el Museo Nacional de Bellas Artes. Quizá para otros no signifique mucho. Para mí son los mayores premios que me ha dado la vida en el plano artístico: el reconocimiento de los especialistas.
Tengo que añadir que si en la vida he logrado algo, ha sido por la comprensión y el amor de mi familia: Vivian, mis hijas Adnaloy y Ana María, y mi nieto Pepe. Sin ellos hubiera sido imposible.
Antes, trabajaba alrededor de diez horas al día. Ya no lo puedo hacer; ahora me pego entre cuatro y seis horas. Las fuerzas no me dan para más. Pero si logro salir de esta, puedes estar seguro de que vuelvo a pintar como antes.
Saldrás.
Gracias. Para eso lucho.