Solían gustarme las armas. Siempre me ha fascinado el ingenio mecánico en todas sus expresiones. Supongo que la fascinación fue alentada en mi adolescencia por las clases de preparación militar y la eterna amenaza de una guerra que nunca llegaría.
Ya no; ahora más bien odio las armas. He madurado y las temo. Detesto las guerras y su saldo de muertes injustas e inútiles. Prefiero tenerlas lejos, armas y guerra, muy lejos de mí y de los míos.
Viviendo en Jerusalén, sin embargo, he debido acostumbrarme a la presencia de fusiles y pistolas; en especial, el veterano M16 y el TAR21 de fabricación israelí, los que más abundan en las calles de la ciudad. He tenido que asimilar la proximidad con ellas, coexistir con armas en todos los espacios imaginables: sitios sagrados, mercados, transporte público, ¡ascensores!
Hay armas por todos lados. Soldados, policías y civiles las portan en lugares públicos como lo más normal. Sea paseando a sus hijos, de la mano de su pareja, en una salida con amigos, comiendo una hamburguesa en una terraza, en actos públicos y hasta religiosos, es común que el israelí que posee un arma la lleve y la muestre en público con naturalidad.
Entre los requisitos para que un civil pueda obtener la licencia de armas está vivir en zonas de riesgo (prácticamente todo Israel), contar con formación militar y pasar algunas pruebas psicológicas.
La policía de fronteras que patrulla la ciudad de Jerusalén va fuertemente armada, con fusiles de asalto, pistolas, rifles de lanzar bombas de humo o granadas sónicas. Así, equipados como en una película de Rambo, patrullan día y noche la ciudad, en especial la Ciudad Vieja. Los cadetes de academias militares visitan la urbe o los museos con su fusil al hombro las 24 horas.
Los reclutas que cumplen el servicio militar —obligatorio por tres años para ellas y ellos— salen de paseo con el fusil reglamentario al hombro. Es común verlos de civil junto a sus amigos, tomando un helado o una cerveza, con el sempiterno fusil de asalto, casi siempre un M16 visiblemente añejo, pero efectivo.
En fechas significativas, o ante escaladas del conflicto entre Israel y Palestina (que se producen con frecuencia), en las calles se percibe un aumento de militares fuertemente armados, incluidas las tropas élites y de civiles que sacan de paseo rifles y pistolas a pedido del Gobierno.
En lo que va de 2023 y después del regreso del primer ministro Benjamín Netanyahu, con el ultraderechista Itamar Ben Gvir como ministro de Seguridad Nacional, las autoridades han otorgado más de 12 mil nuevas licencias para portar armas. Israel, un país de 9,5 millones de habitantes, se acerca a la cifra de 200 mil civiles armados con pistolas o fusiles de asalto.
Contrario a lo que podría pensarse, con tantas armas en la calle y muchas en manos de civiles, no suele haber disparos accidentales y no existen tiroteos en escuelas o centros comerciales, ni lobos solitarios o supremacistas como en Estados Unidos. Hay un conflicto, enquistado durante décadas, y los disparos se circunscriben a él. En año y medio que llevo en Jerusalén no ha muerto ningún turista o peregrino por una bala perdida, aun los visitantes circulan como ríos por las calle siguiendo los pasos de Jesús.
Pero cada vez que salgo de casa, compruebo que las armas siguen ahí. Dicen que a todo se acostumbra uno. Yo he llegado a verlas como parte del paisaje; pero, por las dudas y como buen agnóstico, rezo para que no se dispare ninguna cerca de mí. El día que me marche de Jerusalén habrá llegado el momento de decir adiós a las armas. Espero.