Calle Maceo # 54, Baracoa. Podría ser un paraje más de la geografía guantanamera, pero Eugenio Rafael George Laffita (1933) se encargó de que el sitio pasara a la eternidad. Allí, en una vetusta residencia de puntal alto, enormes ventanas y un clásico portón de madera de tiempos inmemoriales, nació el mejor entrenador de voleibol del siglo XX, el hombre que torneó a las Morenas del Caribe y sentó las bases de la Escuela Cubana del deporte de la malla alta.
Si se va a escribir la historia de esta disciplina en la isla, aquella casa de la Ciudad Primada debería ser uno de los puntos de partida. Allí Eugenio, junto a su hermano Edgar, dio los primeros toques al balón y contagió con la fiebre de un deporte no tan conocido entonces a una comunidad entera. Después marchó a La Habana, sin sospechar que se convertiría en un gurú del voleibol.
Pude ver muy poco a Eugenio en acción. Cuando mi curiosidad deportiva despertó, ya el estelar entrenador iba de salida y exigía un rol secundario en el banquillo de la selección nacional. Sin embargo, no me fue difícil apreciar su magnitud: sin escuchar un solo relato, sin leer una sola línea, los títulos mundiales y olímpicos de las Morenas del Caribe y sus arrolladores desempeños en cuanto torneo existía dejaban claro su altísimo nivel.
Pero detrás de su figura había algo más, algo que trascendía los resultados. Lo percibí por primera vez en los partidos de los Juegos Olímpicos de Sydney 2000. Para entonces el entrenador principal del equipo Cuba era Luis Felipe Calderón, pero las cámaras y las miradas se centraban en Eugenio, que intervenía esporádicamente en las charlas del plantel. No obstante, su sola presencia allí daba un plus mágico al plantel, una letal arma adicional.
“Tenía en su cerebro la caja de los secretos del voleibol. Es el entrenador más auténtico y hondo del mundo”, decía Gabriel Ramírez Lanfernal, uno de sus discípulos y coterráneos más cercanos. Su frase define a la perfección lo que representaba tener a Eugenio en los banquillos, cerca de las jugadoras, ordenando sus pensamientos y llevándolas a un clima de competitividad extrema.
Precisamente, las palabras de periodistas que lo siguieron durante su carrera y de las voleibolistas que estuvieron bajo su mando son el más valioso testimonio de la grandeza de Eugenio, reconocido por su aguda interpretación del juego, su capacidad de anticipación y por la riqueza de sus planteamientos tácticos.
Era un genio, un artista que con finos trazos plasmaba sobre el lienzo de la cancha las más exquisitas estrategias. A la par, era un señor de personalidad silenciosa, imperturbable y obstinadamente seria, al punto de dar la impresión de que no disfrutaba las victorias, sino que las coleccionaba en un morral sin fondo.
Exigencia, nobleza, respeto y modestia son los valores que más se exaltan de Eugenio; quien, al margen de su brillantez como entrenador, supo que el camino a la cima no podía transitarse sin fomentar la compenetración y la cohesión del colectivo. En ese sentido, fungió como líder y padre, exprimió siempre al máximo a sus atletas, pero tuvo como máxima educarlas.
“Hay personas a las que la vida les negó la posibilidad de tener hijos. Sin embargo, el ‘profe’ hizo de sus voleibolistas sus familiares en una gigantesca e indestructible fragua de amor. Más de una vez las cobijó cuando alguna decepción amenazaba con arruinar sus carreras”, expresó Mireya Luis en la despedida de duelo de su mentor, el 31 de mayo de 2014.
Justamente hoy, nueve años después de su muerte, la ausencia de Eugenio duele más que nunca. Nadie duda que su nombre está en el templo de inmortales de los grandes entrenadores cubanos que esculpieron campeones de talla mundial, junto a Alcides Sagarra, Ronaldo Veitía, Pedro Val, Santiago Antúnez o Milán Matos, pero su legado parece haber caído en saco roto.
De este riesgo avisaba Idalmis Gato, una de las Morenas del Caribe, luego de las discretas honras fúnebres de George en 2014.
“El mejor entrenador del siglo XX se fue en silencio. No sé si él quería eso, a pesar de su humildad, creo que su despedida llevaría más (…) Vamos a prestar más atención a las personas que hacen historia con sacrificio y que con sus resultados hacen vivir a otros que llevan trajes y no dicen ni buenos días”, alertaba la multicampeona olímpica.
Casi una década más tarde, el panorama es peor. El voleibol femenino cubano ha tocado fondo y ha llegado a un estado de orfandad aterrador. Tan estrepitosa ha sido la caída, que la propia Mireya Luis dijo en una entrevista, sin medias tintas, que la Escuela Cubana de voleibol como filosofía ya no existe. El mensaje demoledor lleva implícito lo injusto y descuidado que se ha sido con la memoria del gran mentor.
“El voleibol cubano es Eugenio George y eso se ignora. El no tener la capacidad para entender qué es lo grande, lo bueno. Hemos perdido oportunidades y hemos sido muy inoportunos, porque tenemos muchas cosas en las manos y Eugenio George es uno solo, el resultado de las Morenas del Caribe es uno solo. Todavía falta y faltará. Entonces, queremos seguir tapándoles los ojos a las personas, aunque las inteligentes saben qué fue el deporte, cómo se dirigió, quiénes lo hicieron y por qué se tuvieron esos éxitos”, apuntaba Mireya.
A pesar de que los últimos episodios de la historia son tétricos, todavía estamos a tiempo de rescatar la fecunda obra de Eugenio. Tras su muerte, alguien dijo encima de su tumba que no despedíamos a una persona común, sino a un ser humano con la inteligencia suficiente para levantarse muchas veces tras un revés. Justo esa pauta debería regir los destinos del voleibol femenino cubano en la actualidad.
Desestimar la idea, podría decirse, es un acto de traición, la sepultura definitiva a la que, según el gran comentarista, narrador y periodista René Navarro, sería la mayor aspiración de Eugenio George en estos tiempos: “Ver de nuevo nuestro voleibol en un encumbrado lugar en el mundo”.
Desde que pusieron el limite de 250 caracteres es muy incomodo publicar un comentario en este sitio…me imagino que hayan notado que ya nadie comenta….
Necesario, real y doloroso articulo que demuestra lo lejos que estamos de donde una vez estuvimos. Lo primero es decir que, a pesar del bloqueo, la culpa la tenemos nosotros mismos, que no hemos sabido luchar y adaptarnos a los nuevos tiempos.