Alguien le había llamado con sorna “Papá dios”. Lo escuché mucho antes de nuestro primer encuentro y, casualmente, tuve con Antón Arrufat (1935-2023) la misma impresión: era como una especie de dios, sin barbas. Cuando llegué a su casa en los límites de Centro Habana y La Habana Vieja una tarde de diciembre de 2006, desde el balcón de una tercera planta (el nivel no lo tengo claro), al avisarle de mi presencia sacó medio cuerpo y abrió los brazos así con el sol detrás. Casi entre nubes dijo en una voz estentórea: “Voy a abrir, suba”.
Pasado el efecto visual, vi que el llavín de una puerta se movía y tras ella quedaba una escalera habanera e interminable que me dejó justo frente al autor de libros como La caja está cerrada y Los siete contra Tebas.
Todavía no se le había dedicado la Feria Internacional del libro de La Habana, pero ya era Premio Nacional de Literatura desde el 2000. Hasta parecía lejano el recuerdo de aquellos días en los cuales fue confinado al subsuelo de una biblioteca en Marianao, después que desde la revista de las Fuerzas Armadas se le acusara ser “autor de poemitas extraños” y, en la portada del libro ganador del premio José Antonio Ramos, la UNEAC lo definiera como autor de una obra “conflictiva” e “ideológicamente” contraria a la Revolución. Aquello se susurraba en la universidad y en reuniones de jóvenes intelectuales como un “secreto”.
Al recibir el Premio Nacional de Literatura, el propio Arrufat quiso zanjar el asunto. En su discurso de aceptación expresó: “Permítaseme, al menos por una vez, que este secreto singular deje de serlo, y que pueda asumirse ante y entre todos, no conozco modo más efectivo de ponerle punto final.” Entonces explicó que aprovechar el momento para referirse a ese triste episodio impuesto a su biografía no era “resentimiento”, y que tampoco lo hacía por vanagloriarse de su “capacidad de resistencia”; menos para proclamarse “víctima del Estado”, lo consideraba una “profesión de fe”.
Como buen sabio, estaba convencido de que en cualquier época la relación entre el creador y el Estado no ha sido fácil, pero esa relación había que esclarecerla mostrando el lugar que le corresponde a cada cual, Estado y artista, cada cual con su espacio. A fin de cuentas, decía, “los funcionarios que asisten complacidos a la entrega de este premio no son los que decidieron marginarme catorce años de la cultura de mi país. Tampoco el país es el mismo: ha cambiado o se ha perfeccionado”. Y, modificando un poco la máxima que le había mantenido en pie durante la marginación, aseguró: “Si no prescinden de mí, no prescindiré de ustedes”. Nadie prescindió de nadie, aunque en aquella entrevista con Amaury Pérez Vidal, en 2011, reiteró de todas maneras: “Me duele Cuba”.
Coincidiendo con el término de la peor parte de la pandemia, Arrufat recibió de manos del presidente Díaz-Canel la Orden Félix Varela. Los más extremistas lo criticaron por eso, pero para esas fechas hacía mucho que la representación de su obra censurada había llegado a escena al menos una vez. La dirigió en teatro Alberto Serrain y recuerdo a Arrufat levantando el ramo de flores concluída la puesta, como si en verdad alzara la cimitarra o el mangual con los que se había defendido de las hordas. Abrió la boca para un grito de guerra bárbaro, aunque sólo dijo a los presentes: “Gracias”.
Pero, aquel día de la entrevista, algo muy puntual me había llevado a su encuentro: quería conocer de su paso por el magazine Lunes de Revolución. Entonces no tenía claridad de su importancia en un espacio al que llegó por invitación de su director, Guillermo Cabrera Infante. Por eso regresó desde Nueva York en 1959. Había permanecido unos tres años allí, junto a otros escritores como Pablo Armando Fernández, Humberto Arenal, Edmundo Desnoes y Oscar Hurtado, todos parte de una generación que él catalogó cercana en cuanto a una serie de gustos estéticos y a su formación cultural. Casi todos habían vivido en los Estados Unidos y tenían influencia de la literatura estadounidense e inglesa.
Fue ese grupo —y parte de esa generación— el que primero sufrió el embate de la ortodoxia y el estalinismo cubano después de 1959. Unos se fueron, otros se quedaron en la isla. Experimentaron censuras y exclusiones: muertes en vida y resucitaciones. Ocurrió con todos los de Lunes. El propio Antón Arrufat fundó la revista Casa de las Américas, encausándola con verdadera maestría junto a Fausto Masó hasta que “me fui de ahí, o hasta que me fueron de ahí”, apuntó; incluso tuvo líos con instituciones como el ICAIC luego de desatadas las diferencias entre Carlos Franqui, Cabrera Infante y Alfredo Guevara.
Recuerdo que Guevara me dijo por esos días, a propósito de una entrevista: “Tengo que hablar con Antón, yo creo que él aún no ha entendido aquellas cosas”. A lo que Antón me respondió, cuando se lo conté, que no tenía nada qué hablar de eso “con Alfredo”.
Pero me comentó: “hice la película Historia de la Revolución (1960). Cuando ese disgusto, mi nombre fue borrado de los créditos de la película. Yo hice todo el guion con todos los diálogos de la historia que filmó Ascot (Jomi García Ascot), nombrada “Un día de trabajo”. Mi nombre fue inmediatamente borrado, fue una actitud histérica del director del ICAIC. Después yo trabajé en varios guiones, arreglando sus diálogos. Tenía prestigio como dramaturgo, pero mi nombre no apareció jamás en ninguna de esas películas. Yendo más lejos, en el caso de Romeo y Julieta, el guion es mío. Yo hice el guion de ese ballet y mi nombre tampoco apareció, ni ha aparecido nunca en ese ballet, ni cuando se hizo la película del ballet”.
Las respuestas de Arrufat en aquella entrevista fueron las de un erudito de la cultura cubana y sus recovecos y conflictos. Ahora recupero un anécdota: la visita a Cabrera Infante, quien después de más de 30 años en el exilio se negaba a recibir escritores de la isla, porque la mayoría le había dado la espalda por su definitiva posición anticastrista. Que yo sepa, además de este encuentro, hubo otros dos.
Cabrera Infante también recibió en su casa de Londres a Senel Paz y a Humberto Arenal. Cuando Antón mencionó el tema en la conversación recuerdo que le comenté: “Vaya, un encuentro histórico”. “Como histórico es este de ahora entre usted y yo”, me respondió en su tono sarcástico. “En algún momento los voy escribir.”, añadió, y corroboro por un amigo escritor de Holguín que llegó a hacerlo, bajo el título: “Una vuelta en Nash”. Aparece en el libro El convidado del juicio (Unión, 2015).
Recupero la anécdota, y así quien se interese en detalles podrá establecer paralelismos entre ambos recuerdos, que también fueron contados a otros investigadores, según he visto.
***
“Guillermito, es Antón”.
Yo llegué a Londres porque fui invitado por el Barbican (Barbican Centre Festival) a una semana de la cultura cubana. Lo llamé por teléfono. Salió Miriam Gómez y le dije: “¿Guillermo está?. Es Antón”. Se oyó un grito, le dijo: “Guillermito, es Antón”. Habían pasado 30 años. Él salió al teléfono y dijo: “¿Estás aquí?”. Yo le respondí: “Sí, estoy en Londres, ¿nos podemos ver?”. Me dijo: “Ven para acá inmediatamente, voy a preparar una comida con carne y no de vacas locas”. En aquella época estaba aquello de las vacas locas.
Fui con una amiga que es descendiente del duque de Wellington. Ella me llevó. Yo había estado en Londres cuando Pablo Armando vivía allí, después que cerró Lunes de Revolución. Y yo me perdía mucho en Londres. Por eso le dije: “Me tienes que llevar, Claudia, me tienes que llevar”. Alquilamos uno de esos taxis enormes, negros, que hay en Londres. Llegamos allí. Tocamos. Él vivía en los bajos. Se subía por una escalera muy pequeña y había una puerta blanca. Él abrió. Me dijo: “¿Tú no te das cuenta que hace 30 años que no nos vemos? Yo dije: “Sí”. Entonces miró a Claudia y le dijo: “Ya usted ha cumplido su misión”. Y casi le tiró la puerta en la cara. Ella después me dijo: “Me trató como si yo fuera un mensajero de correos”. Porque ella quería entrar y oír la conversación que iban a tener esos dos monstruos, uno sentado al lado del otro. Pero, él le cerró la puerta.
Caminamos por la sala. Era una sala muy bonita, modesta. Tenía una biblioteca enorme. Había una escalera adosada a la biblioteca que corría para subir como las bibliotecas medievales. Había dos sillones y una lámpara. Me dijo: “Ven, siéntate cerca de la lámpara”. Me senté y él encendió la lámpara. Me dijo: “Déjame verte bien”. Encendió la lámpara. Entonces entró Miriam y empezamos a conversar.
No hablamos nada de política. Hablamos exclusivamente de literatura, de nuestro pasado, del tiempo que hacía que no nos veíamos. Me habló de la miseria en la cual había vivido Enrique Labrador Ruiz en Miami, de las cosas que él había hecho para que los últimos años los pasara mejor. De la visita de Humberto (Arenal) al cual mencionó. Me habló mal de Pablo Armando, al cual desdeñaba de una manera tremenda ya, sin embargo habían tenido una gran amistad antes de esto. Me dedicó su discurso del Cervantes. Yo le dediqué a él y a Miriam Ejercicios para hacer de la esterilidad virtud, que había salido en ese momento. Se los dediqué a los dos, entonces él le dijo: “Miriam, aquí hay algo que te concierne”. Me acuerdo que esa es la palabra exacta.
Después pasamos a comer. La comida la hizo Miriam. Después salimos a la calle, cada uno con un paraguas. Me decía: “Mira, allí vivió Robert Browning; aquí vivió Henry James, por el cual yo tengo una admiración muy grande. Le dije: “Tenía que haber vivido Henry James ahí porque el ascensor es dorado. Y como él era un aristocratizante el ascensor de su casa tenía que ser dorado”. Después salimos hasta la casa de Sartre. Después hasta el apartamento donde vivió Elliot. Llegamos a una especie de rotura en la acera, y me dijo: “Aquí me caí. Porque yo tenía un tratamiento para los nervios que me afectaba los músculos. Tenía temblores y las piernas frágiles. El médico ya me ha cambiado ese tratamiento y ahora estoy mucho mejor”.
Llegamos entonces hasta la casa de Sartre, antes habíamos pasado por la casa de Diana. Después regresamos a la casa. Él llamó un taxi y eran las tres de la mañana cuando me fui. Ya no volvimos a vernos nunca más. A los dos o tres años él murió. Me habló mucho de Naipaul, el escritor. Pasaba corriendo por la calle y se saludaban, él admiraba mucho a ese escritor. El encuentro fue absolutamente de hermanos. Me dijo: “Tú eres la única persona que yo quiero en La Habana todavía. ¿Tú estás seguro de eso?” Y yo le dije: “Sí, Guillermo, yo estoy seguro“.
Nota:
Para la elaboración de este texto se han usado fragmentos de la entrevista a Antón Arrufat: “Los sistemas políticos pueden transformarse o reciclarse, pero la nación continúa”, de Leandro Estupiñán y fragmentos de: “Examen de Medianoche o Discurso de Aceptación”, en El hombre discursivo, Antón Arrufat, Oriente, 2015.
Las personas pueden y son perecederos.
Más la belleza de la verdad transformada en arte los sublima con letras de acero candentes en la Historia.