“Ola de calor azota Madrid estos días”, leo como titular destacado en varios portales de noticias. Compadezco a quienes estén ahora por esas tierras. Padecí en carne propia las asfixiantes temperaturas en la capital española hace unos años, de viaje por esta misma fecha.
Antes de aterrizar en Madrid, primera estación de un viaje por varias localidades de Europa, amigos españoles me advirtieron el sofoco que me esperaba. Pensaba con arrogancia qué iba a afectarme el calor a mí, cubano criado en el oriente de la isla, curtido por “el eterno verano” y loco por viajar y conocer el viejo continente. “Conmigo no hay ola de calor que valga”, sentencié.
Mi valiente cubaneo duró poco. Al dejar el aeropuerto de Barajas y salir a la calle sentí, como un gancho de Stevenson directo al mentón, mi primer golpe de calor. Ese mediodía de finales de junio de 2017 había 38 grados Celsius: una temperatura que nunca antes había experimentado.
Madrid está situada en el centro de la Península Ibérica, lejos de la influencia moderadora del mar. Significa que no hay una fuente de humedad cerca que pueda mitigar las altas temperaturas. O sea, tiene un clima mediterráneo continentalizado, lo que implica veranos calurosos e inviernos fríos.
A la ciudad la afecta además un evento meteorológico denominado masa de aire africano. En ocasiones llega aire caliente y seco desde el norte de África. También conocidas como “ola de calor africana” o “calima”, estas masas de aire elevan drásticamente las temperaturas durante días.
El calor es seco con una baja humedad relativa en el ambiente. Especialmente los meses de julio y agosto, la ciudad experimenta climas muy cálidos, con días soleados y escasas precipitaciones.
Frente a semejante panorama, me armé una especie de método personal para tratar de no perderme los encantos de una ciudad tan hermosa. Intercalaba las caminatas con las visitas a museos y paradas obligadas en cafés o barcitos de tapas.
Por ejemplo, un día podía zapatear temprano en la mañana los alrededores de la Puerta del Sol donde, por demás, no hay ni un solo arbusto. En verano y con calor el nombre le viene como anillo al dedo. Ahí es cuando recuerdo haber tenido la ilusión óptica de ver derretirse la famosa estatua del Oso con madroño y todo.
Al mediodía hacía una pausa para almorzar algo acompañado de una cerveza helada. Más tarde merodeaba por la Puerta de Alcalá y La Cibeles, que más que admirar las esculturas de la madre de los dioses olímpicos y símbolo de la tierra y la fecundidad, sobre un carro tirado por leones, me daban ganas de zambullirme en el chorro de agua que brotaba con fuerza de la fuente.
Luego enfilaba hacia el Paseo del Prado hasta llegar al museo del mismo nombre. Aprovechaba la entrada gratuita que hay todos los días a partir de las 6 de la tarde. Con el aire acondicionado de la instalación, plácidamente disfrutaba un rato de obras como Las meninas, de Velázquez, sin que me produjera calor ver tanta indumentaria de época en aquella escena de la corte española del siglo XVII, con la infanta Margarita rodeada de su séquito y otros personajes de la realeza.
A pesar de ser una gran ciudad, Madrid cuenta con numerosas áreas verdes y extensos parques. El Retiro, con su hermoso estanque, bosques y jardines bien cuidados, es un oasis para mitigar el calor en el corazón de la urbe. En un bebedero público del parque, un señor al vere cómo me empapaba desesperado, me contó que Madrid se sobrecalienta en verano debido a la “isla de calor”.
Era la primera vez que escuchaba aquella expresión. Todo aquel fuego lo atribuía sólo al cambio climático. Es notable desde hace varios años cómo los veranos, en todas partes del planeta, son más cálidos y prolongados. O sea, el cambio climático influye en las olas de calor porque la tendencia a largo plazo al aumento de las temperaturas globales pueden contribuir a la frecuencia e intensidad de estos eventos extremos; pero no es puntualmente la explicación de los calores madrileños.
La isla de calor urbana es un fenómeno que ocurre en áreas densamente pobladas y es denominado así porque la temperatura en la ciudad es significativamente más alta que en las áreas rurales circundantes.
Se produce debido a la concentración de edificios, calles pavimentadas, infraestructuras urbanas, falta de lugares con sombra, poca vegetación y la liberación de calor generado por actividades humanas como el tráfico y la industria, entre otros factores.
Madrid combina la belleza de su arquitectura histórica con la creatividad y la innovación de la arquitectura contemporánea, creando un entorno urbano diverso y cautivador. Pero materiales de construcción y pavimentación como el concreto y el asfalto tienen una alta capacidad para absorber y retener el calor solar. De esta forma, la urbe tiende a calentarse durante el día y liberar calor durante la noche, lo que contribuye al aumento de las temperaturas.
Además, los inmuebles altos, como en la Gran Vía, crean sombra pero, a la vez, bloquean la circulación del aire y reducen la ventilación; lo que limita la capacidad de dispersión del calor acumulado y puede generar un aumento de la temperatura.
La isla de calor urbana puede tener efectos mortales. Puede aumentar el estrés térmico en los residentes y con ello aparecen los problemas de salud como insolación y golpes de calor. En 2022 4 700 personas murieron en España por causa del calor. De esa cifra, Madrid registró la más alta mortalidad.
Además, las temperaturas elevadas aumentan la demanda de energía para la refrigeración, aumentando el consumo de electricidad y el riesgo de apagones. Del mismo modo, la calidad del aire se afecta, a partir de la concentración de contaminantes.
Existen estrategias para mitigar los efectos de la isla de calor. Estas incluyen aumentar la vegetación y la cobertura de áreas verdes. Parques y jardines ayudan a refrescar el ambiente al proporcionar sombra y enfriar el aire a través de la evaporación del agua.
El uso de materiales y técnicas de construcción que reflejen la radiación solar y permitan mejor circulación del aire puede ser beneficioso. Además, la planificación urbana inteligente puede incluir la ubicación estratégica de edificios altos para proporcionar sombra y la implementación de políticas de eficiencia energética para reducir el calor generado por la actividad humana.
Durante mi estancia, las temperaturas oscilaron entre 34 y 38 grados Celsius (95 grados Fahrenheit). Un par de veces superó los 40 grados Celsius. La falta de lluvía y la baja humedad relativa agravaron la sensación de calor.
Gracias a que Madrid es tan linda que enamora, logré sobreponerme al infierno atmosférico. Ningún alza del mercurio en los termómetros impidió que recorriera la capital española y me despidiera enamorado y con ganas de volver, ¡aunque sea verano! Eso sí, estuve a la caza de cualquier pedacito de sombra y fui a todos lados con una botella de agua como si, además de la cámara, fuera una nueva extensión de mi cuerpo.