Siempre que llueve obstinadamente en el oriente de Cuba, al menos sobre la casa donde guardo algunas de mis pertenencias, pienso en lo que suelo llamar “mi biblioteca errante”.
La gente y los libros tienen una conexión: a estos los protege de la lluvia un tejado de cemento, construido de manera tal que los vuelve vulnerables. Fue cubierto por arena y está sellado por losetas de arcilla.
Con los años, la mezcla se ha ido desgastando. Como el tejado del que hablo forma ondulaciones para permitir al agua escurrirse por las paredes, al estar los desagües taponeados por la hojarasca, la humedad termina por dañar la superficie del techo. Llueve dentro y llueve afuera. La familia sufre, y mis libros no pueden quejarse.
Mi biblioteca errante se encuentra en montones de cajas y fardos que han ido de un lugar al otro, sobreviviendo a alimañas y a la intención malvada de alguna persona. Alguien se habrá quedado con un libro mío, pero si el propósito era leerlo habrá sido para bien. Pero, ¿y si terminaron usándolo para atizar un fuego o para envolver un alimento?
Son ejemplares que he comprado o adquirido a lo largo de mi existencia. Se encuentran tan lejos que no los puedo hojear, observar, consultar en caso de tener necesidad de hacerlo; de ellos solo tengo presente el eco de su lectura y el recuerdo de sus páginas y portadas. Puedo olerlos, llegar al momento exacto en el cual los adquirí.
A veces me pregunto si son verdaderamente míos o ya más de las cucarachas, las polillas y de las ratas que se alimentan con sus hojas y materia: ¿son míos o del lugar donde permanecen sin nadie que se ocupe de leerlos? Tal vez esos libros ya cumplieron su función, aún cuando a veces los necesite por cuestión de compañía.
Cuando vuelvo me presento ante ellos como si visitara a un amigo sabio. Sentado por horas, los limpio, ordeno, hojeo y, al final, siempre escojo unos pocos que cargo para juntar a los ejemplares de la biblioteca que tengo en el lugar donde vivo.
No puedo saber bajo qué signos se escoge este o aquel libro. No comprendo qué preceptos tengo en cuenta para decidir entre tanto material. Recuperarlos, sin embargo, me tranquiliza.
Hay gente que tiene estanterías colmadas de libros en una habitación especial. Hay gente que tiene unos pocos ejemplares sobre su cabeza y eso les basta: representan el refugio, el sedante, la compañía, la rampa de lanzamiento o el portal para trasladarse a otras dimensiones. Dice Rosa Montero que toda la vida ha tenido la impresión de que si tienes un libro cerca nada muy malo te puede pasar.
El periódico El País nos presenta una sección sobre este asunto que a mi me parece fascinante: “La biblioteca de…” parte de entrevistas a escritores de generaciones diversas. Encuentros que suceden en sus espacios de trabajo, en sus viviendas que en algunos se trata de verdaderas “casas de libros”.
“El libro es una criatura viva o no te sirve de nada”, comentaba Adrés Trapiello a la periodista Eva Baroja. Javier Cerca aseguró que “el libro es una partitura”, Paco Ignacio Taibo II está seguro de que “elimina telarañas del cerebro” y Arturo Pérez-Reverte advierte que leer es “el ejercicio más humilde del mundo”.
Algunos, como Margo Glantz, tienen mala suerte; no por los libros mismos, sino por los ladrones que le han despojado de primeras ediciones guardadas en años como tesoro. La escritora y periodista Maruja Torres ha vivido tantas vidas como libros perdidos acumula en ellas.
Hay escritores a los que el libro como objeto no les interesa nada, tal es el caso de Eduardo Mendoza, que se considera un nómada y por lo tanto poco dado a acopiar. Incluso, le importa poco que se le pierda un ejemplar, si total, dice, un libro siempre se puede volver a comprar.
Habrá quien prefiera el caos y otros que opten por el orden en una biblioteca; tanto, que se acompañan de perfectos estantes organizados por temas, sensibilidades, autores, épocas o geografía. Para Juan José Millas, su biblioteca significa el “modo de estar instalado en la realidad”, asemejándole al concepto “atmosférico” que le confiere Manuel Vicent.
Precisamente para este, Vicent, “leer es como volar”. Entonces, no es raro que establezca con su biblioteca la analogía de un aeropuerto, “inservible, pero respirable”. Y hasta tiene un manual para aspirantes a este vuelo particular: “Hay dos formas de leer”, dice, “una panza arriba y otra panza abajo, pero “a la hora de volar”, advierte: “panza arriba”.
Personalmente me gustar estar rodeado de libros, y, en última instancia, saber que cuento con ellos, aunque algunos, como he dicho, anden por ahí apilados. No me sirven como compañía, pero me dan fuerzas para volver a reunirme con ellos. Que estén en desorden, que nunca se abran, que formen bultos, pilas y quiten espacio, eso me fascina. Me da igual lo que diga Marie Kondo.