Según la Letra de los yorubas, este año viene bajo la égida de Elegguá, el que abre los caminos, y Oyá, reina de los cementerios y los vientos huracanados. Digamos, fuerzas encontradas que, lejos de disminuir, reafirman la índole contradictoria del mundo real y, en vez de simplificar, complejizan la visión sobre el futuro.
En tales condiciones no es extraño que el voluntarismo de varios políticos y el racionalismo lineal de algunos intelectuales converjan, cada cual a su manera, para oscurecer el presente y sobre todo confundir el ejercicio de predecir y la vocación de predicar. Como si examinar lo que ocurre fuera lo mismo que opinar y poner por delante los deseos de cada uno; como si no hubiera manera de elucidar dónde estamos y hacia dónde estamos yendo sin tomar partido de entrada.
En cambio, los sacerdotes de la Regla de Ocha, más modestamente, dan cuenta de lo que indican los oddun, en lugar de anteponer sus especulaciones y opiniones por encima de lo que dicen los caracoles.
Una simple inspección de ese tablero a gran escala que es el mundo actual revela lo que podría llamarse la paradoja de la democracia: mientras más se extiende su defensa como doctrina y bandera ideológica global, más grandes son las fisuras que emergen en su ejercicio práctico, incluso en los países tenidos por paradigmáticos.
En una antigua metrópoli colonial y modelo de democracia como el Reino Unido, el jefe de gobierno (no elegido por sufragio universal y directo, sino por su partido), él mismo hijo de inmigrantes ex-coloniales, no solo está abogando por cerrarles la entrada, sino por exportarlos, como si fueran desechos tóxicos, a Ruanda, un país africano caracterizado por su inseguridad y violencia.
La república que nació de una gran revolución, bajo el lema de Libertad, igualdad, fraternidad, y que antes conoció las guerras de religión más feroces de Occidente, ha experimentado conflictos de intolerancia, violencia religiosa y auge del racismo que alcanzan cifras récord, luego de un año de incesantes manifestaciones de calle en defensa de los derechos de jubilación, mientras el Gobierno se prepara para celebrar unos juegos olímpicos, como si tal cosa.
En la democracia considerada como la más vieja del mundo, la gente se concentra en su principal rito político: unas elecciones, que dividen a la población en dos mitades, en las que compiten un par de candidatos que se acusan de “comunista” y “nazi” respectivamente; es decir, de totalitarios.
Si fuera poco, uno de ellos, sujeto a varios procesos judiciales por más de 90 cargos (incluido incitar a la violencia contra los poderes establecidos), alcanza cuotas de popularidad asombrosas.
Lo último en América Latina y el Caribe, y también en EE. UU., es que la política se “judicializa”. En Perú, Colombia y recién en Guatemala, la Fiscalía, que se supone independiente como poder judicial, y el Congreso, dominado por la derecha, han entorpecido al presidente electo y su toma de posesión, respondiendo al interés de un establishment conservador digno de los años 70. Digamos, que dos de los poderes conspiran para bloquear al tercero, y legalizar una cierta modalidad de golpe de Estado al presidente electo, como acaban de hacer con Bernardo Arévalo en Guatemala, primer presidente que toma posesión de madrugada porque los otros no lo dejaban.
En la medida en que la política de EE. UU. ha ido “populistizándose”, no solo los seguidores de Trump han intentado coaccionar, en el mejor estilo de una banana republic, a las instituciones establecidas (como en el asalto al Congreso); también los demócratas han procurado usar los tribunales (incluida la Corte Suprema) para sacar del juego a sus oponentes.
Por último, el sistema internacional (no el orden institucional, sino los que, como dirían los yorubas, “cortan el bacalao”) no es mucho más democrático y repartido de lo que era en los años de la Guerra fría.
Por ejemplo, hace dos años Rusia invadió Ucrania, un país soberano y cuyo territorio no le pertenece, invocando razones de seguridad nacional. La alianza occidental ha bloqueado a Moscú con todo tipo de sanciones económicas, político-diplomaticas, y sataniza a su liderazgo en términos similares a la retórica anticomunista del peor momento de la Guerra fría (aunque no sea precisamente el PCR quien gobierna Rusia).
Por su parte, Israel, en respuesta al ataque de una organización que no representa al Estado o la nación, desencadena la matanza de civiles palestinos más sangrienta de la historia en apenas cien días, sobre un territorio que no le pertenece. Aunque cuestionado por la comunidad internacional, Israel no sufre sanciones de Naciones Unidas ni las principales potencias lo someten al ostracismo.
El último rasgo trendy de la democracia es que la derecha se vuelve popular, al punto de ganar elecciones. Se trata de una derecha que explota el nacionalismo y se ufana de rechazar el diálogo, lo mismo en Taiwán que en la República de Corea o Argentina. De manera que anticipar un 2024 en el que se espera que 70 países sometan a sufragio sus cargos no es exactamente una perspectiva optimista.
La segunda paradoja, muy relacionada con la anterior, vendría a ser la de la seguridad, según la memorable frase del ilustre presidente Wodrow Wilson: “Crear un mundo más seguro para la democracia”.
En la época de la Guerra fría, que algunos historiadores consideran vigente, la principal percepción de amenaza entre los gobiernos de nuestro hemisferio era, supuestamente, el comunismo y las guerrillas pro-cubanas o pro-chinas. El remedio para evitarlas, como se sabe, fue la hipertrofia de las fuerzas armadas y su rol político interno, lo que desembocó en una cadena de dictaduras militares esparcidas entre Centroamérica y el Cono Sur, que acabaron del todo con las democracias mismas.
La segunda preocupación principal de seguridad, en especial para EE. UU., la alianza soviético-cubana, había tenido su punto culminante con la Crisis de los Misiles, y se habría prolongado hasta las guerras centroamericanas, donde no hubo tropas soviéticas ni cubanas, pero sí el señuelo político de que los países del istmo iban a convertirse en “satélites de la URSS”.
Regresando al presente, resulta que durante los últimos veinte años, Rusia les ha vendido armas, y en algunos casos asesoría militar, a numerosos países de la región (Argentina, Brasil, Nicaragua, Colombia, Perú, Ecuador, Venezuela, México) sin que EE. UU. manifestara preocupación o rechazo. Paradójicamente, todos esos países han tenido más cooperación militar rusa reciente que Cuba.
Por otra parte, como se sabe, China se convirtió en el principal socio comercial de las mayores economías de la región.
Aunque algunos analistas políticos se resisten a reconocer esas diferencias —y otras tantas— con el periodo de la Guerra fría, el principal problema de seguridad nacional —y amenaza real a las democracias en América Latina— ya no es “el comunismo”, ni tampoco Rusia o China. A falta de dictaduras militares, la principal amenaza es el crimen organizado.
Digamos que la Letra yoruba, entre cuyas precauciones principales está “el incremento de las actividades delictivas”, parece estar más enfocada que muchos observadores independientes acerca de la realidad hemisférica. En efecto, América Latina y el Caribe cerró 2023 como la región con la tasa de homicidios más alta del mundo.
Entre los países de mayor población, esa tasa ha descendido en algunos casos (México) pero se mantiene alta (Colombia, Brasil, Venezuela, México). Lo nuevo, sin embargo, es que ha crecido en otros países tenidos hasta ahora por seguros, como Chile, Costa Rica, y de manera dramática, Ecuador, donde la tasa de homicidios superó la del resto de la región.
Si aterrizamos estas paradojas en la circunstancia cubana, tendríamos un grupo de contrastes, en sí mismos también paradójicos.
En cuanto a seguridad humana, según datos de la misma fuente citada arriba y del Minsap, el índice de homicidios habría crecido de 4,42 por cada 100 mil habitantes (2019) a 5,13 (2021), lo que coloca a la isla en el lugar 31 de los países de América Latina y el Caribe. Aunque el aumento estaría dentro de los parámetros que se registraron en el marco de la COVID-19 (en EE. UU. los homicidios aumentaron 29 % en 2020-2021), la principal diferencia está en el factor crimen organizado.
Algunos comentaristas que abordan el tema pasan por alto que, si se trata de comparación con América Latina y Caribe, y con EE. UU., no puede soslayarse esa notoria diferencia: a pesar de estar en el corazón del Caribe, en las rutas del narcotráfico histórico hacia EE. UU., y de que la principal industria es el turismo, ninguna agencia de aplicación de la ley de EE. UU. o de otros países ha podido documentar la existencia de redes del crimen organizado en la isla. Es ese un factor fundamental que explica, según fuentes especializadas (Insight Crime), la mitad de los asesinatos en la región.
Si, como dicen algunos, Miami es la segunda ciudad en población cubana, valdría la pena mencionar que la tasa de homicidios allí triplica la media nacional, y que en 2022 fue de 18,6 (por 100 mil habitantes), tres cuartas partes de los cuales se produjeron por armas de fuego. Por encima de Ciudad de México, y de la tasa nacional de países como El Salvador, Panamá, Nicaragua, R. Dominicana, Costa Rica, Perú, Argentina, Uruguay, Paraguay, Cuba, Chile, Bolivia.
La otra diferencia relevante en materia de seguridad humana para una comparación con Cuba es la violencia policial. Según el FBI, la policía de EE. UU. mató a 1 232 personas (cifra récord en más de una década) en 2023, una cuarta parte de las cuales fueron afroamericanos. A pesar de la falta de transparencia estadística que muchos le criticamos al Estado cubano, y de la continua denuncia en las redes sociales por parte de opositores acerca de abusos, violaciones de derechos, etc., nadie creería que la policía cubana anda disparándoles ni siquiera a delicuentes peligrosos, y mucho menos a los disidentes. Curiosa paradoja: falta de transparencia y certidumbre, todo mezclado.
No me alcanza este breve espacio para extenderme en las paradojas cubanas, ni siquiera restringiéndome a las del campo de lo político.
El examen ecuánime de las cuestiones políticas cubanas, el contradictorio proceso de las reformas, las relaciones con EE. UU., el flujo migratorio y sus complejos factores, los altibajos de una cultura cívica extraviada en la vida cotidiana, la caída de la participación, la dinámica de un consenso atravesado como nunca antes por el disentimiento, el abejeo de la esfera pública, y otras muchas tensiones inherentes a la transición, colman el sentido común de perplejidades.
Ese formidable campo de problemas se vuelve pasto de todos los intérpretes posibles, lo mismo el líder de una banda de jazz que un sacerdote, un cineasta que el dueño de una pyme, un médico jubilado que un escritor de novelas. Todos ellos pueden tener más crédito instantáneo que el análisis político, sobre todo cuando este se detiene ante esos problemas como ante un objeto opaco, inscrutable, ante el cual muchos recurren a la fórmula simple de atribuir todo a la misma, reiterada causa: “la ideología”.
Me propongo volver sobre ese análisis político y no meramente ideológico en próximos rounds. Solo quiero dejar anotado que lo primero, creo yo, es superar la soberbia y la pretensión de sabelotodos con que se abordan nuestros problemas y sus causas, siguiendo el consejo de los sacerdotes de Ifá: “Ser respetuoso con las diferencias entre los seres humanos para evitar conflictos y desavenencias innecesarias”.
De todas las premoniciones y lecciones que la Letra destaca, además de advertir sobre el auge de “testimonios falsos”, me quedo con la que dice: “La ignorancia hace de un hombre libre un hombre esclavo”. Quizá estamos todos atrapados en las redes de una cultura política que no ha cambiado lo suficiente.
Excelente artículo.
Original. Cien puntos. Se debe compartir en todos los medios, oficiales y no oficiales, nacionales y extranjeros. Hacer pensar, es la palabra de orden, en tiempos de ligereza y superficialidad en el pensamiento.
Un articulo para reflexionar