Tras el fracaso de los intentos reformistas ante la Junta de Información, el proceso conspirativo que se intensificaría tendría por escenario principal el centro y el oriente de la isla, pero el espíritu insurgente se extendía por todo el país. De ello dan fe, además de ciertos hechos, documentos redactados por la oficialidad española. En ellos se refería cómo el sentimiento libertario anidaba —según la expresión castrense— hasta en los adoquines que pisaban sus plantas.
Entre el 8 de mayo de 1868 en que Pedro (Perucho) Figueredo le solicitó al músico Manuel Muñoz Cedeño que orquestase la melodía compuesta por él, como himno revolucionario, y el 11 de junio en que esta se escucha por vez primera en la Iglesia Mayor de la ciudad de Bayamo, se produce en La Habana el debut de la primera de nuestras compañías bufas el día final del mes de mayo.
La compañía llamada Los Bufos Habaneros irrumpió en un medio escénico donde imperaba la ópera italiana, la zarzuela y el drama post romántico españoles con una propuesta caracterizada por el humor y un marcado tono satírico.
Sus representaciones se estructuraban en un programa para toda una noche que incluía parodias de obras breves renombradas, una comedia de autor cubano y los ritmos que ya se reconocían como “del país” en forma de canciones y danzas —por lo general guarachas y rumbas—, puesto que los comediantes se acompañaban de un grupo de músicos y danzantes.
A partir de entonces sobre las tablas se desplegarían historias y situaciones propias presentadas en un lenguaje, un ritmo y un color típicos que, a la vez, resultaba novedoso para los escenarios formales, con personajes rápidamente identificables para la audiencia por cercanos.
Para colmo, la obra que abre la temporada bufa fue Los negros catedráticos, la primera de la famosa trilogía creada por el teatrista Francisco (Pancho) Fernández, dando lugar al llamado “catedraticismo”, un fenómeno de largo aliento en nuestras tablas que tenía por protagonistas a personajes negros, de clara ascendencia africana quienes, no obstante, intentan suplantar la identidad del sujeto blanco que domina la sociedad. Así, alientan y asumen costumbres, conductas y, sobre todo, un modelo de lenguaje —la base de la caracterización y también del éxito popular— regido por el recurso de la distorsión de términos, frases y sentido. Muy temprana presencia —tómese nota— del absurdo en nuestra escena.
Aunque algunos han pretendido exponerlo como una burla hacia el negro, y, por tanto, una operación discriminatoria, la perspectiva cambia cuando se examina el contexto político social de la época. Salta a la vista la férrea censura del poder metropolitano, omnímodo y despótico, las regulaciones arcaicas que regían en la isla, aún bajo el Código Penal español de la primera mitad de siglo, así como los hechos que muestran el profundo desprecio de los funcionarios peninsulares hacia la población criolla.
Toda la producción cultural y artística tenía que ser aprobada por la figura del Censor (de prensa o de espectáculos), motivo suficiente por el cual autores como Dumas, Bretón de los Herreros, Milanés, Avellaneda y otros ochenta y cinco nombres engrosaron el índex de artistas prohibidos. Entre tanto, los bandos y reglamentos de policía de teatro establecían con precisión el comportamiento, casi monacal, que se debía mantener en las instalaciones durante los espectáculos. Más de un visitante foráneo comparó estas instituciones con los templos.
Mientras los llamados autores cultos cubanos no lograban llegar a escena, el bufo escondió sus críticas y burlas a personajes encumbrados, costumbres y orden político-social en general bajo el ropaje del desenfado, la chacota y la música en obras supuestamente intrascendentes, salvo por el hecho indiscutible de que representaban una identidad otra y consiguieron la resonancia y el diálogo con su base social.
De esta manera los personajes catedráticos se mofaban —el público con ellos— de toda impostación y falsedad, de la banalidad y el vacío que normaban la vida de las altas clases de la época, de la imitación, la hipocresía y la mentira, del afán por “parecer”. Lo más valioso es que lo hicieron mediante fórmulas netamente artísticas y sumamente originales.
Molestaban, y mucho, estos negros que pretendían, a como fuera, “pasar por blancos” y remedaban —sin límites y sobre esa tribuna que es un escenario— vestuario, comportamiento, gustos, modas, locuciones y, en fin, toda la subjetividad de los estamentos de poder.
La reticencia de los gacetilleros que reseñaron los programas de los días iniciales de junio —donde no solo tuvimos “obras catedráticas”— hubo de ceder en las entregas siguientes ante el entusiasmo creciente del público. El éxito era tal que en unos meses la capital tuvo ocho compañías bufas que acapararon las ganancias de la temporada.
Aunque la presencia de esta modalidad escénica pareció un hecho súbito, en la dimensión cultural un largo proceso la respaldaba. Sus inicios pueden rastrearse en las expresiones que prefiguraron la comedia greco-latina como los fescennini, la farsa fliacica, la farsa atelana, desde el siglo VI A.C; trayecto abonado, más tarde, por los intermezzo, la Commedia dell’arte el teatro de los Siglos de Oro español (XVI y XVII) con sus pasos y entremeses y, después, por la tonadilla escénica que ganó tan enorme popularidad en La Habana cuando ya declinaba en España.
A la par el asunto mostraba lazos comunes con el llamado género chico del teatro musical español de los años 40 del XIX, con el minstrels show que se impuso en la escena estadounidense, caracterizado por sus intérpretes blancos ocultos tras peluquines y caras pintadas de negro (the blackfaces) que fecundó de tamaña manera la música estadounidense (ragtime, blues, jazz). Exhibía unos nítidos precedentes —incluso nominalmente— en la Ópera Bufa de Offenbach, en París (1858), y los Bufos Madrileños de Arderíus, en España (1866), lo cual nos sitúa de plano en la escena occidental de la época y reconoce en el bufo cubano —observado en su momento histórico— su condición de producto contemporáneo signado por la singularidad que le proporciona la cultura propia.
Por su parte, el examen de nuestra específica producción cultural y teatral previa revela importantes antecedentes. Al respecto destaca el personaje literario de Creto Gangá creado por el peninsular Bartolomé Crespo Borbón con la identidad de un hombre negro pobre, otrora esclavo, que escribe sátiras costumbristas en bozal; las comedias publicadas y algunas estrenadas de Milanés, Luaces, Tula Avellaneda, Millán y De Cárdenas y, de forma singular, el aporte del gran caricato Francisco Covarrubias —que cubrió la primera mitad del siglo— quien, tomando el molde de los populares sainetes de don Ramón de la Cruz, produjo una extensa serie de “sainetes del país” con las situaciones, personajes, modelos de habla que ya referían una sensibilidad distinta, exclusiva de los nacidos en esta tierra. Además, construyó un peculiar personaje de campesino cubano y un temprano Negrito —según referencias de la época.
Con el triunfo sostenido del bufo cubano en los escenarios, que se hacía extensivo a otras ciudades de provincia, se llega a las funciones del 21 y 22 de enero de 1869, a poco más de tres meses del inicio de nuestra Guerra Grande.
Si no existiesen otras evidencias con respecto al sentimiento de independencia que recorría la isla y palpitaba en la capital, serían suficientes los hechos protagonizados por los adolescentes Fermín Valdés Domínguez y José Martí: la salida del primer ejemplar de El diablo cojuelo el día 19, y la publicación del primer y único número del periódico La patria libre, el 23, donde Martí publicó su poema dramático “Abdala”.
En el Teatro de Villanueva los bufos, esta vez representados por la compañía de Caricatos Habaneros, ofrecían una pieza costumbrista de Juan Francisco Valerio, Perro huevero aunque le quemen el hocico…, sin mayor trascendencia, si bien el programa de la noche incluía otros momentos que, al menos por sus títulos, a la luz del presente parecen inquietantes como la canción “La crisis” y la danza de estreno “La insurrecta”. Dirigía la orquesta La Flor de Cuba el maestro Juan de Dios Alfonso. En la noche del 21 se produjo un incidente: el guarachero Jacinto Valdés —conocido como Benjamín de las Flores— tras entonar la popular guaracha “El negro bueno”, había dado un viva a Céspedes.
En la atmósfera de distensión que se esforzaba por implantar el recién llegado Capitán General Domingo Dulce las medidas tomadas por las autoridades contra Valdés no pasaron de una multa y una admonición, sobre todo, porque se justificó el suceso con la excusa de alguna bebida de más ingerida por el cantante.
Pero la función del 22 se anunciaba desde la prensa y algunos volantes como algo particular y se exhortaba a asistir pues se daría a beneficio de “unos insolventes”.
El viernes antes de las 7:30 de la noche, hora de inicio, las mujeres acudieron al teatro llevando el cabello suelto —señal de indocilidad— y luciendo vestidos y cintas de color blanco, azul o rojo, mientras los hombres portaban en el traje una escarapela tricolor con los mismos tonos.
Se cuenta que fuera de la instalación circular de madera, construida como circo en 1847, sin que destacara la solidez o esmero de su edificación, y convertida en teatro en 1853, se encontraban apostadas tropas del Cuerpo de Voluntarios.
No ha quedado referencia escrita alguna de lo allí acaecido, solo se tiene el testimonio de los participantes —que coincide en lo esencial— y las claras evidencias del clima de violencia atroz que se impuso desde esa noche y que asoló La Habana en los días siguientes, violó espacios privados y llevó a prisión a decenas de cubanos sin otro motivo que la sospecha de ser “infidentes”.
Cuando el personaje de Matías dijo su línea de texto “¡Qué viva la tierra que produce la caña!”, desde el espacio del público se escucharon vivas a Cuba libre y hay quien dice que también a Céspedes. Fue suficiente. Golpes, vidrios rotos desde la cantina, carga de los Voluntarios contra el edificio de madera y sobre los cuerpos de quienes, en estampida, abandonaban el lugar.
De allí salieron las huestes por varias calles de la ciudad disparando a mansalva, haciendo piras, aprehendiendo personas. Así llegaron a la casa del poeta y maestro Rafael María de Mendive, donde estaba el quinceañero Martí, a pocas cuadras del teatro, sobre la calle Prado. No importó que la esposa estuviese en labores de parto, Mendive fue apresado por sospechas de infidencia y vínculos supuestos con el escándalo patriótico del Villanueva.
Esa noche del Villanueva el teatro, a no dudarlo, tomó el lugar de la manigua mambisa. Durante meses el humor se había probado como otra dimensión de combate.
La intervención de las tropas regulares del Gobierno evitó, a duras penas, que los Voluntarios quemaran el teatro, pero la instalación fue clausurada. En 1887 sería demolida.
Nunca fue posible conocer las cifras de muertos y heridos como consecuencia de aquellas jornadas. Una de las escasas señales de la prensa aparece en la revista El Negro Bueno casi dos semanas más tarde, en el número 3, correspondiente al 4 de febrero. Allí queda dicho: “La ciudad de La Habana parecía entregada al saqueo de un feroz enemigo”.
Con el baño de sangre cierra abruptamente la temporada bufa a casi ocho meses de su inicio. Los artistas bufos son perseguidos con saña y obligados a marchar al exilio. Quienes se atrevieron a permanecer en la isla debieron llevar una existencia de bajo perfil.
Solamente al culminar la guerra, en 1878, les fue posible regresar al país. Se reorganizaron y en agosto de 1879 la compañía de Miguel Salas —Los bufos de Salas— anunciaba la reaparición del género sobre las tablas respondiendo ahora a las demandas del nuevo horizonte estético.
La elaboración musical y de diseño será mayor. Se extiende y afianza la galería de personajes tipos. Para el cambio de siglo asistiremos a un aquelarre de agrupaciones en esta línea y comenzará la segunda etapa del teatro popular cubano que tendrá en el Alhambra su exponente más conocido.
El 22 de enero de 1869 el teatro se ratificó como eterno arte del presente e insuperable espacio de comunicación vivísima con los públicos y signó un pacto con la historia patria y los destinos de la nación.
Por ello, en 1980, desde el Ministerio de Cultura fundado apenas unos años antes, en 1976, su Dirección de Teatro y Danza realizó la primera edición de un evento fundamental, algo que nos debíamos: el Festival de Teatro de La Habana, y definió su celebración en torno a la fecha de enero.
El 22 del mismo año develamos una tarja sobre las paredes de la Fábrica de Tabacos La Corona que se alzaba en la manzana donde antes estuvo el Villanueva, entre las calles Zulueta, Morro, Colón y Refugio.
Allí se avanza hoy en la construcción de uno de los nuevos hoteles que se establecen en la capital. Hasta el presente la referida placa conmemorativa se informa, oficialmente, como desaparecida.
Ante la paradójica fragilidad de los exponentes del patrimonio material es menester cultivar la capacidad de la memoria, preservar la zona inmaterial de esa heredad susceptible de transmitirse mediante el testimonio, la narración de hechos y el contagio, imprescindible, de la emoción.
Es la razón por la cual, sin blasón, escudo, añejos sillares, continuamos evocando, a menos de quinientos metros del mar, en la parte vieja de esta infinita, terca Habana, la afirmación desafiante de los cómicos de antaño:
Cuba, libre. De todos los males.
Cuba, de los cubanos y las personas de buena voluntad capaces de honrarla y enaltecerla.
¡Qué viva esta tierra, que haremos próspera, y su fiel, inteligente, poderoso y bravo teatro!