Hace mucho tiempo que el nombre de Yolanda Correa no pasa inadvertido. Su danza sobrecoge al instante, da igual si interpreta a grandes clásicos del ballet, una pieza de danza moderna o una composición contemporánea.
Quizá se deba, más allá del talento innato, a la pasión que imprimió desde sus inicios en el sacrificado arte de la danza clásica. “Los grandes bailarines no son geniales por su técnica, son geniales por su pasión”, nos recuerda la maestra pionera de la danza moderna Martha Graham.
Yolanda Correa es eso: una artista genial. Hace quince años, en 2009, fue nombrada primera bailarina del Ballet Nacional de Cuba, la compañía que la vio nacer artísticamente hablando. Luego crecieron las ganas de ir más allá, aprender nuevas formas de expresarse a través del movimiento, beber de otras fuentes.
Así llegó al elenco del ballet de Víctor Ullate en España, y después pasó al Ballet Nacional de Noruega, en calidad de primera figura, para luego integrarse temporalmente al Staatsballett-Berlín y posteriormente volver a la compañía en Oslo, donde reside actualmente.
Le fue conferido el Premio Positano de la Danza Leonide Massine (2012), como mejor bailarina emergente en la escena internacional de aquel año, entre otros reconocimientos.
Yolanda ha deslumbrado con su destreza en escenarios de medio mundo; ha formado parte de elencos diversos, desde el Ballet del Teatro San Carlo de Nápoles hasta el Real Ballet de Dinamarca, presumiendo en todas su versatilidad. Ha sido Giselle, Odette/Odile, Aurora, Manon, la Tatiana de Oneguin, una Julieta para Romeo y otros tantos personajes que ha defendido con especial dedicación encima del palco.
Quienes tuvimos la oportunidad de seguir las presentaciones de la 27ma edición del Festival Internacional de Ballet de La Habana 2022, en el ocaso de la pandemia de COVID-19, cuando volvimos a colmar las salas y los teatros tras el largo confinamiento, encontramos a Yolanda. Como era de esperar, conmovió a los espectadores en varias de sus facetas coreográficas.
En medio de aquellas noches apoteósicas del evento vimos una Giselle diferente cada jornada —subieron a escena Anette Delgado, María Kochetkova, Susanna Salvi, Viengsay Valdés— y Yolanda mostró de qué era capaz con su magistral interpretación de la joven campesina que muere de amor. Su actuación junto al ruso Semyon Chudin, del Ballet Bolshoi, fue de las más aclamadas.
Luego la vimos en el centro de dos piezas memorables, entre “La muerte del cisne”, de Michel Fokine y Cygne, una coreografía tan arriesgada como sublime, del argentino Daniel Proietto.
Cuando menos lo esperaba el público habanero, Correa regresó durante las presentaciones del Jubileo por los 75 años del Ballet Nacional de Cuba, en octubre de 2023, junto a su compañero de formación en el Ballet Nacional de Noruega, el también cubano Ricardo Castellanos, para interpretar el segundo acto de El Lago de los cisnes y, en la gran gala de celebración del aniversario, el pas de deux Diana y Acteón.
Aquella gala todavía estremece en el recuerdo de quienes la vivieron. Varias generaciones, entre jóvenes que buscan su camino en este arte y figuras consagradas de la danza clásica cubana, se dieron cita para festejar un legado artístico compartido, el mismo que muchos de ellos defienden en otras latitudes.
Desde los más veteranos como Aurora Bosch, Alberto Méndez y María Elena Llorente, hasta los vibrantes Carlos Acosta, Lorna Feijóo, Joel Carreño, Alejandro Virelles, la propia Yolanda, y muchos otros, se unieron a la compañía de ballet cubano, actualmente dirigida por Viengsay Valdés.
Junto al público celebraron décadas de formación. Ese árbol vivo, de raíces cimentadas y frutos sanos diseminados alrededor del mundo son garantía de la diversidad y movilidad del legado artístico de los fundadores Alicia, Alberto y Fernando Alonso.
La trayectoria de Yolanda Correa ha sido un ejemplo notable de ello.
De Holguín a Oslo: la danza como camino, refugio y regocijo
Es 27 de octubre de 2023. Cae la tarde y en la sala Avellaneda se ensaya contrarreloj. Son varias piezas las que conforman el programa. Si alguien se toma más tiempo del debido ensayando, el resto se retrasa. Se intenta ser milimétrico, a pesar de los contratiempos habituales en la escena.
Al día siguiente, el Ballet Nacional de Cuba celebrará su aniversario 75 de fundado, fecha que, a pesar de la crisis de combustible e inestabilidad económica que padece Cuba desde hace tiempo, la compañía logra festejar con un variado programa de presentaciones durante todo octubre en el Teatro Nacional de Cuba, con buena afluencia de público.
El ensayo anticipa una velada memorable. Resulta sorprendente la capacidad que tienen los bailarines para sobreponerse a circunstancias físicas propias de un cuerpo humano. Los vemos tras bambalinas caminando, a veces con dificultad porque el maillot está más apretado que de costumbre, o sintiendo un músculo que está “dando guerra”, pero cuando salen al escenario esas dificultades se disuelven en sus danzas.
Una de las grandes batallas personales del artista escénico se libra en el backstage, en ese momento decisivo de cruzar el umbral para interpretar el ser ficticio. La transformación produce la magia que luego será apreciada y aplaudida por el público.
En medio de ese proceso artístico estaba Yolanda Correa cuando me le acerqué. Acababa de ensayar junto a Ricardo Castellanos el pas de deux “Diana y Acteón” —bailarían juntos por primera vez esta pieza—, coreografía inspirada en las creaciones de Agrippina Vagánova y Vajtan Chabukiani sobre el relato mitológico de la diosa y el cazador que narra el poeta romano Ovidio en Las metamorfosis.
Resulta que un día Acteón y los suyos, junto a sus perros, salieron de cacería por el bosque. En un desvío, Acteón se topa con la diosa Diana y sus ninfas, al otro lado de un río, mientras tomaban un baño. La casual imprudencia de Acteón despertó la ira de la diosa, que había sido sorprendida desnuda.
“Ahora para ti, que me has visto dejado mi atuendo, que narres —si pudieras narrar— lícito es”, dijo la diosa —en la narración de Ovidio— antes de convertir en ciervo al cazador, que sería devorado luego por sus propios perros. La escena ha sido inspiración de pintores, escritores y, por supuesto, coreógrafos.
Y ahí estaba Diana, o mejor dicho, Yolanda, con los pensamientos, a priori, en los pasos que acaba de ensayar de un pas de deux que conoce a la perfección y ha protagonizado en varias ocasiones. Algo no estaba saliendo como ella quería y necesitaba otra pasada antes de la gran función del día siguiente. Su mirada mostraba la concentración propia que exige un proceso creativo; más si se trata de una pieza que está en el ADN artístico de una intérprete. En definitiva, se trata de ser exigente para que el trabajo salga como uno quiere.
Desde que integró por primera vez las filas del Ballet Nacional de Cuba en el año 2000, el sino de Yolanda Correa ha estado marcado por el trabajo constante, además del perfeccionamiento de una técnica que pronto destacaría junto a la de otros compañeros de generación, como Sadaise Arencibia o Elier Bourzac.
En 2002 fue promovida al rango de primera solista y en 2004 a bailarina principal. Luego vendría su estreno en el papel de Giselle, en 2006, prueba de fuego para las futuras primeras bailarinas. Tres años después de su debut en el personaje icónico del romanticismo, Correa ascendió a la máxima posición a la que podía aspirar dentro de una formación danzaria.
El tiempo ha sido testigo de la valía de una intérprete que logra la mimetización con cada personaje que asume, sin descuidar lo técnico y lo artístico. Es la misma artista que ahora está sentada en uno de los camerinos del Teatro Nacional Cuba, entre el bullicio propio de los jóvenes bailarines que van de un lado al otro, el trasiego de los técnicos y la preocupación por que la llamen para el ensayo del gran desfile de cierre de función.
“Debemos estar pendientes, por si nos llaman. ¿Se escuchará si nos llaman?”, advierte Yolanda preocupada por que la echen en falta en el ensayo, pero luce dispuesta a conversar con OnCuba en este encuentro para el cual había reservado un cuarto de hora.
La charla, sin embargo, se extendió, pues Yolanda es cordial, genuina, apacible y habla sin límites sobre su vida, las dificultades enfrentadas y los sueños que la han ayudado a no rendirse.
Comienza a hablar con el pensamiento puesto aún en los pasos del ensayo. Poco a poco se relaja y recuerda que el esfuerzo en su profesión es requisito indispensable para emprender el camino. La historia de vida de Yolanda Correa es, sin duda, un ejemplo para cualquier intérprete novel que desee labrarse un trayecto exitoso. Recuerda entonces su paso por el Ballet Nacional de Cuba como “el entrenamiento perfecto” para todo lo que siguió en su carrera.
“Cuba es un país que siempre ha tenido una situación muy difícil, y la cultura —los artistas—, para sobrevivir, ha tenido que esforzarse mucho. El hecho de que podamos hacer funciones, aunque tengamos pocas condiciones de trabajo, con escasez, te entrena para cuando vas a un lugar en el que tienes todas las facilidades. Vivir en Cuba, saber adaptarse y lidiar con diferentes situaciones, por supuesto que te hace mucho más fuerte. Así lo sentí cuando me fui de Cuba”, comenta la holguinera.
Yolanda se acomoda y se recrea en sus recuerdos. Asegura que hace siete años, tal vez ocho, no visita su ciudad natal; aunque sus padres no se han perdido ninguna de las recientes presentaciones de su hija en La Habana. Oslo ha marcado gran parte de los últimos quince años de su vida y trabajo, pero reivindica orgullosa sus orígenes. “Siempre que vengo a Cuba y no puedo ir a Holguín me duele mucho, porque es mi ciudad, la tierra a la que pertenezco. Allí comenzó todo”.
Empezaste en plena década de los 90. Imagino que no habrá sido fácil salir de Holguín para emprender un nuevo camino formativo en La Habana.
Fue muy duro para mi familia, como lo ha sido para muchas otras. Éramos muy pobres; no teníamos ayuda de ningún pariente externo, como otras personas que tal vez sí podían recibir un apoyo que hiciera la vida un poco más fácil en aquel período.
En Holguín teníamos una escuela vocacional de arte y allí nos proporcionaban la educación, pero no teníamos todos los medios, como las zapatillas de punta y demás. Esa situación influyó en que mi nivel como bailarina al llegar a la capital fuera mucho más bajo que el del resto de las muchachas.
Viajar de Holguín a La Habana, por los problemas de transporte, devino en aventuras indescriptibles que enfrentamos juntos mi padre y yo.
Cuando comencé mis estudios en La Habana era una de las más atrasadas del grupo y ello requirió que tuviera que trabajar mucho más. Eso también me entrenó; sabía que si quería alcanzar el nivel tenía que hacer el esfuerzo, trabajar el triple, a pesar de la dificultad que suponía dejar mi tierra para venir a estudiar ballet en esta ciudad, estar lejos de los amigos con los que crecí, la familia y adaptarme a la mentalidad capitalina.
No sé ahora, pero en aquella época la forma de pensar en La Habana era distinta a la de Holguín y adaptarme a una nueva dinámica, a una forma de ver el mundo muy diferente a la que estaba acostumbrada, me costó. Fueron años difíciles, sí, que me formaron y me ayudaron muchísimo a ser una bailarina y una persona fuerte.
¿Cómo te recuerdas de niña?
Era terrible (sonríe). Tenía demasiada energía y me costaba mantenerme tranquila en una sola actividad, porque era hiperactiva. Mi madre dice que es porque tuve una niñez muy difícil, pues nos mudábamos mucho; vivíamos en lugares muy pequeñitos y desarrollé cierta ansiedad, caminaba en puntas de pie y me costaba ponerlos en el piso. Incluso, en aquella época tuvieron que recetarme unas gotas para tranquilizarme.
Siempre estaba corriendo, jugando con los varones, subiéndome en las matas de mango, montando chivichanas. “Mataperreando”, como se dice en Cuba, de una forma muy inocente, que me parecía divertida, porque necesitaba gastar esa energía.
Entonces mi madre me descubrió una escritora sueca, Astrid Lindgren —Pippi Calzaslargas (1945), Ronja, la hija del bandolero (1981), entre otros títulos—, cuya obra me cautivó. Ese mundo se convirtió en un refugio para mí y todo lo que tenía que ver con historias suecas, cuentos de trolls, gnomos, me fascinaba. Es un universo fantástico que me protegió mucho de la situación difícil que teníamos en casa y en la escuela, porque como era hiperactiva, hablaba mucho, alto y me gustaba cantar, a veces los profesores me tomaban por “rara”, pero simplemente no sabía qué hacer con aquella energía y este mundo de fantasías me sirvió mucho.
Recuerdo leer El Hobbit y El señor de los anillos y entender que por ahí estaban mi imaginación y mis intereses, que luego se encauzaron hacia la danza. De alguna manera me sentía fuera de lugar, pero esa energía me ayudó a buscar mis propósitos, porque siempre he sido apasionada y creo que he puesto mucho de mí en cualquier cosa que me guste. Eso formó mi carácter e influyó mucho en quien soy hoy.
¿Cuándo te percatas de la pasión por la danza clásica?
Mi papá me llevaba a ver el ballet en Holguín cuando era niña, pero sinceramente no recuerdo mucho esos momentos. Dice que una vez me quedé dormida durante la función y eso se ha quedado como una anécdota familiar. Lo cierto es que para mí el ballet se convirtió en una forma de mantenerme activa y canalizar mis energías.
Antes practiqué gimnasia y mis padres pensaron que entrar en la escuela de ballet sería mejor que el deporte. Desde que entré me fascinó el espacio y los entrenamientos, ver que podía moverme al ritmo de la música, eso me encantó; pero no tenía conciencia de qué era esa danza. Solo la tuve cuando vine a La Habana, cuando fui a la Escuela Nacional de Ballet y me di cuenta de que mi técnica no era muy buena, que estaba atrasada. Sentí cierta desilusión y pensé que tal vez eso no era lo que yo debía hacer.
Entonces vi por primera vez una presentación del Ballet Nacional de Cuba, en la sala García Lorca. Aquella noche vi a Lorna Feijóo en el protagónico de Don Quijote y fue un flechazo increíble. Me paré a aplaudir cuando no tocaba y la gente me mandó a sentar (sonríe). Cuando salí de la función sentí algo que no sabía explicar, pero estaba decidida a llegar allí, segura de que eso era lo que quería hacer. Me inspiró mucho.
Estuve tres años trabajando muy duro. El primer año hacía ejercicios hasta las 10 de la noche porque sabía que había potencial; la maestra me lo decía. Pero debía trabajar más, aprender a pensar cómo ejecutar los pasos. Para ese momento tenía claro que quería llegar a ser parte del Ballet Nacional de Cuba y ser primera bailarina.
Los cuentos que leías de pequeña te acercaron a cierta magia presente en las obras que luego has interpretado en el ballet. ¿Hasta qué punto fue importante la fantasía de los clásicos para traducirla en la técnica?
Tienes que creer en la energía para poder contar la historia, porque al final eso es lo que quiere ver el público. Claro que quiere ver el desarrollo técnico-artístico y el virtuosismo, pero si la historia no está contada ha sido por nada. Al final, sea El lago de los cisnes o Giselle, cuentas una historia y hay que creerse el personaje, estudiarlo para saber en cada paso qué dice y qué piensa, para que llegue al público.
Te vimos en la temporada de Jubileo por los 75 años del BNC asumiendo el rol del cisne blanco. ¿Qué sentiste sobre el escenario? ¿Qué sucedió ahí?
Intento sentir cada músculo… no como un cisne, porque en realidad no se me ocurre cómo se siente el animal. Mi estrategia es buscar cómo sentiría una mujer transformándose en una criatura y lo que intento, cuando interpreto al cisne, es sentir cada músculo de mis brazos y del torso para lograr esa sensación y que sea percibida.
El cisne debe mirar su reflejo en el agua. Si pienso en el paso y fallo en reproducirlo, ese momento se pierde y el público solamente ve un paso que falló, pero si estoy mirando mi reflejo en el agua, quizá los espectadores no ven el paso, pero ven al cisne reflejado; ahí sí estás contando la historia. Eso intento cuando estoy bailando. Se trata de que la técnica se transforme en sentimiento y que el paso técnico no se perciba.
Pero desconectar el personaje de la dificultad técnica es difícil; siempre intento al menos que se vea que es un cisne el que hace un paso técnico y no Yolanda. Eso es algo que nos dijo Natalia Makarova (Leningrado, 1940) cuando preparamos su versión de El lago de los cisnes: “El paso técnico sucederá. La técnica está y saben cómo usarla, pero lo que todos queremos ver es el cisne mirando su reflejo”.
¿Cómo es volvere a la realidad, cuando acaba la función?
Es difícil desconectar después de la función. Me cuesta dormir luego de cada presentación, porque me quedo pensando en lo que hice, en lo que salió bien, en lo que no. Cuando termina la función y la gente viene y me felicita, es complicado para mí, porque permanezco en un estado de tránsito emocional. Digamos que se vuelve complicado ser yo otra vez del todo. En esos momentos me siento un poco lenta a la hora de responder y es porque acabo de usar mucha energía y mi cerebro ha estado tan metido en la función que estoy como en standby.
Son muchos los personajes que avalan tu destreza interpretativa y has ostentado el título de primera bailarina en tres compañías. ¿Qué representó el tránsito del Ballet Nacional de Cuba a una nueva etapa en Europa?
Sucedieron muchas cosas. Me sentía preparada para dar el paso, aprender más con mucha emoción y ganas, pero también con un poco de tristeza porque sabía que iba a estar un tiempo prolongado fuera de Cuba. Sabía que no volvería a ver en mucho tiempo a la familia, los amigos y a pesar de que el comienzo de mi carrera internacional fue muy bueno, el gorrión lo sentí bastante pronto.
Había logrado ser primera bailarina en Cuba; no quería saltarme ningún paso, quería aprender lo más posible de las maestras en mi tierra —Josefina Méndez, Alicia Alonso, Svetlana Ballester, entre otras—, quería nutrirme primero y alcanzar una reconocida posición en la isla. Ese anhelo siempre fue muy importante y luego podía pensar en depurar la técnica con otras escuelas internacionales.
¿Cómo aparece la propuesta del Ballet Nacional de Noruega?
Yo tenía un contrato para una compañía en Hungría que, casi firmando, tuvo que cancelarse por los efectos de la crisis económica de 2008. Entonces el maestro Víctor Ullate estaba de visita en Cuba y, luego de verme debutar en La bella durmiente del bosque, me dijo que le gustaría que pasara un tiempo en su compañía. Fue donde comencé mi camino por Europa.
Fue un buen comienzo, porque con él trabajábamos de un poco más neoclásico, muy físico, y sentí el cambio de haber bailado solamente ballet clásico a hacer algo diferente.
Tener el componente clásico de la escuela cubana y haber bailado con Víctor Ullate me ayudó mucho en Noruega, una compañía con un repertorio vasto que tiene todos los clásicos, todos los contemporáneos y que otra vez fue un nuevo entrenamiento para mí, algo más que aprendí.
El director artístico de la Ópera y el Ballet Nacional de Noruega, Espen Giljane, estaba buscando una bailarina que pudiera hacer todos los ballets clásicos, que tuviera buena técnica, pero movimientos rítmicos, que pudiera hacer lo mismo Don Quijote que Romeo y Julieta. Vio un video mío de La bella durmiente en YouTube y me preguntó si quería audicionar. Desde España fui a Noruega para una audición y me dio el trabajo junto a Joel Carreño; fuimos los dos y allí comenzó, de nuevo, otra carrera para mí en Noruega, donde he aprendido mucho.
Imagino que para el BNC fue un poco doloroso que partieran a otra compañía. ¿Cómo gestionaron ese momento?
Alicia nos concedió el permiso. Creo que fuimos unos privilegiados, porque sé que para otros bailarines no ha sido igual. Digamos que, tal vez, en aquel momento ella se dio cuenta de que para nosotros era importante tener esta experiencia; además, algo que siempre dejamos claro fue que no queríamos perder el vínculo con el Ballet Nacional de Cuba.
Queríamos salir para aprender y poder traer lo aprendido a Cuba, mantenernos siendo primeros bailarines y volver siempre que fuera posible. Claro que ayudó mucho que ella lo entendiera, porque después pudimos regresar, trabajar en la compañía, asistir a los festivales. Ese vínculo para mí siempre ha sido muy importante y necesario.
En medio de esta aventura de vida y creación en Oslo, aparece el Staatsballet-Berlín.
Después de unos años en Oslo, quería seguir aprendiendo y necesitaba un cambio. Siempre he estado convencida de que eso hay que cuestionarlo constantemente: qué más puedo aprender y qué más puedo aportarle a mi carrera, mientras todavía estoy en condiciones de hacerlo.
El director del Staatsballet, Johannes Öhman, supo que yo estaba buscando algo temporal. Ya habíamos trabajado juntos cuando era director de la Ópera en Estocolmo. Entonces me invitó a bailar Don Quijote, en la versión de Nureyev, y me comenta: “Un pajarito me dijo que estás buscando un cambio”.
Fui, audicioné para hacerlo oficial y me dieron un puesto en la compañía. El Staatsballet Berlín, con un nivel extraordinario, buenos bailarines y gente excelente, es un grupo del que me sentí parte muy temprano.
Fui allí con permiso de mi directora del Ballet Nacional de Noruega, Ingrid Lorentzen; ella me fue concediendo años de permiso hasta que en un momento me dijo que debía regresar. Yo también sentía que ya era tiempo de volver a casa en Noruega y establecerme como bailarina y maestra, para compartir lo que he aprendido.
¿Tienes en la mira otra compañía, otro cambio?
No. Ha sido suficiente para mí. Además, mi directora me necesita para entrenar a jóvenes bailarines por todo el entrenamiento que he tenido en tantos lugares. Eso es lo que necesitan y me siento muy bien en la Ópera (de Oslo), sede la compañía; es como estar en casa y todo el que trabaja allí me es cercano, el personal de la ópera, los bailarines… somos una gran familia.
Me vienen a la mente piezas como Cygne, que te vimos interpretar durante el pasado Festival de Ballet de La Habana, o Du bist die ruh, una pieza cuyo video circula por YouTube. Como bailarina, demuestras qué importante es expandir la mirada y poder arriesgarse.
Es una suerte. Desde que salí de Cuba he estado explorando caminos: clásico, neoclásico, contemporáneo, teatro, canto, actuación. Cygne es un trabajo muy lindo, un poco más clásico pero rompiendo los patrones, llevando el cuerpo a un extremo; lo hice con Daniel Proietto y llevó mi cuerpo al límite. Está inspirado en Anna Pávlova y el abandono que ella experimentaba cuando bailaba. Él usó ese motivo.
Du bist die ruh es una pieza musical de Schubert que inspira a Andreas Heise, coreógrafo alemán. Lo llevamos adelante en el tiempo de la pandemia, en medio del aislamiento. Su trabajo es muy contemporáneo, muy primitivo y terrenal, e incluso me hizo cantar al final de la pieza. Al principio no me salía porque el movimiento es muy intenso, demanda otro tipo de fisicalidad. Tuve que entrenar mucho.
Siempre he tenido el “bichito” de cantar y me he lanzado a hacerlo en el escenario, pero sin ser la bailarina cantante. Es como un detalle que uno pone al baile. Me gustaría explorar mi voz, pero para eso necesitaría entrenamiento.
¿Cómo manejas las ideas de los creadores en la etapa de montaje? ¿Cómo es ese diálogo bailarina-coreógrafo?
Creo que si se entiende el concepto que propone el coreógrafo es mucho más fácil crear o improvisar. Es muy útil que el coreógrafo pueda trasladarte lo que quiere y te de las herramientas para poder desarrollar tu interpretación como bailarina.
Cuando no entiendo de qué va la pieza o lo que hay que decir es cuando la cosa se pone difícil. No me ha pasado mucho, pero sí lo he experimentado. He tenido que conversar con el coreógrafo y, a veces, quitar un poco de palabras, teorías o conceptos para identificar qué es realmente lo que quiere el creador, para sacar lo que está buscando.
Siempre que hay un diálogo, se puede llegar a algo. El bailarín es el vehículo y el intercambio fluido lo facilita todo.
¿Hay alguna pieza imposible para ti?
Sí, claro. Imposibles existen, pero aún así me atrevería a hacerlos. Me encantan los retos, sobre todo cuando parecen irrealizables. Hay cosas técnicas que todavía me resultan difíciles. Dicen que toda bailarina tiene un paso imposible, pero en mi caso no he querido desechar la idea de seguir intentándolo. Si no lo puedo hacer, lo volveré a ensayar, tal vez algún día lo logre.
Hay movimientos que requieren repetición para la coordinación, hay otros que, por lesiones, no puedo hacer y, aun así, intento buscarles la vuelta, hacerlos de otro modo, porque nunca me ha agradado la sensación de que no puedo hacer algo por edad o por lesión. Siempre busco la forma, aunque no salga como yo quisiera, pero al final trato de seguir luchando por algo que siento que me mantiene viva, con ganas de aprender.
¿Cómo lidias con el error, el fallo?
Pues en el momento en que ocurre siempre nos sentimos mal. Pero al fallo le sigue otro paso. El próximo paso debe disfrutarse; todo se puede arreglar al día siguiente mediante el estudio y la práctica constante.
¿Cómo sales de los contornos del ballet? ¿Qué hobbies te ayudan a explorar otros caminos?
Recibo clases de canto que me ayudan mucho y trato de no detenerme en ello. Estoy estudiando noruego y estudios sociales para aprender sobre historia, que me encanta. También me seducen la psicología y la neurociencia; cómo actúa el cerebro me parece fascinante.
También estoy estudiando administración y liderazgo, para aprender a dirigir, a ser buena líder.
¿Te ves dirigiendo una compañía en el futuro?
Es algo que quisiera hacer. Me gustaría, pero primero quiero trabajar con los bailarines y compartir lo que sé, sentirme parte de una compañía y trabajar con el grupo directamente.
Luego de este regalo para el público cubano con tu presencia durante el Jubileo por los 75 años del BNC, ¿te veremos en Cuba próximamente?
Me encantaría estar una temporada en Cuba bailando y enseñar aquí, dar clases, hacer ensayos y trabajar con los jóvenes del Ballet Nacional de Cuba. De momento, sigo en Noruega, explorando caminos, dando clases. El sueño de la maternidad también está rondando; sería muy hermoso.
Después de una carrera profesional en la danza que se extiende por más de dos décadas, de no haber sido bailarina, ¿imaginas otro camino?
Creo que la música. De hecho, el canto vino primero que el ballet. Había mucho de Disney en ello.
La fantasía sigue ahí, a veces me siento niña y canto en casa algunas canciones de las películas de Walt Disney; me gusta la ópera también, la música góspel, los coros de voces, incluso tuve mi faceta rockera, fanática de Aerosmith y Guns ‘N Roses. Definitivamente, el canto.