Hace unos años, atravesando la Sierra Madre camino a la costa del Pacífico, nos apeamos en una villa fundada en el siglo XVII en el norte de Sinaloa nombrada El Fuerte. Después de intentar quedarnos en la Posada del Hidalgo, donde según la leyenda nació el mismísimo Diego de la Vega (el Zorro), descubrimos que esa noche del 15 al 16 de septiembre era la víspera del Grito, o sea, las fiestas patrias. Si fuera cierto que el pueblo no rebasaba los 12 mil habitantes, parecía que todos estaban en la plaza, donde casi no se podía caminar. En verdad, nunca he conocido un pueblo que celebre el día de la independencia como los mexicanos.
La semana pasada volví a tener la misma sensación, corregida y aumentada, cuando unos amigos cubanomexicanos me invitaron al Zócalo, la noche del Grito. La imagen de la gigantesca plaza atestada de gente bajo la lluvia, esperando el último discurso del presidente López Obrador (AMLO, como lo llaman) en la fecha, valió más de mil palabras.
Cuando todo terminó, mientras esperábamos una hora para salir de aquella explanada, donde las bandas de música más populares no paraban de tocar hasta la madrugada, evoqué otras noches y días, hace muchos años, en medio de marejadas de gente que ocupaban las calles de pueblos y ciudades, haciendo política, cantando y bailando al mismo tiempo. Eran otros tiempos de cambios radicales, otro clima y otro mundo, pero el entusiasmo y la intensidad se parecían mucho.
Las relaciones de Cuba con las revoluciones y la izquierda mexicana a lo largo de los siglos XIX y XX son parte inextricable de nuestra historia. Los cubanos crecimos habituados a que José Martí nos hablara de México, nos enseñara las cosas mexicanas, sus próceres, pensadores y movimientos políticos e intelectuales; sus causas en defensa de la soberanía y la justicia social.
No por gusto “Nuestra América” (1893) se publicó en un periódico mexicano. Así como su última carta, que todos recordamos de memoria, se dirigió a un íntimo amigo mexicano, Manuel Mercado, contándole en secreto sus últimas preocupaciones sobre el futuro de la independencia de Cuba bajo la sombra de los EE. UU.
La Revolución Mexicana, iniciada en 1910 y extendida durante décadas claves de la lucha política y social en ambos países, dejó una huella profunda en la Cuba de los años 20 y 30. Su legado en la modernidad política cubana tejió conexiones muy visibles entre aquella cultura de izquierda y la nuestra, que nutriría en sus orígenes a la Revolución de 1959. En las frecuencias que nos llegaban de los movimientos populares y la Constitución de 1917; la diversidad de corrientes socialistas arraigadas en su cultura política; los liderazgos de Emiliano Zapata y Pancho Villa; el ejemplo de intelectuales orgánicos como los Flores Magón o Vicente Lombardo Toledano; las profundas transformaciones en la sociedad y en la estructura política mexicanas derivadas de aquel proceso revolucionario.
De manera natural, México fue el abrevadero ideológico de los revolucionarios cubanos de entonces, así como tierra de exilio, pues las revoluciones por las que luchaban en ambos lados eran en cierto modo la misma.
Más conocida es la conexión mexicana de la tercera revolución cubana, iniciada en 1953 para derrocar a la dictadura batistiana. La retaguardia principal de esa revolución no fueron los Estados Unidos, como en época de Martí, sino México, en donde se organizó y de donde partió la insurgencia en 1956.
Nada extraño entonces que en los primeros días de 1959 ya estuvieran presentes en Cuba muchos mexicanos vinculados desde antes con esa insurgencia y su proyecto, como Lázaro Cárdenas. En aquella Cuba, donde la Reforma Agraria se convirtió pronto en el eje de definición del cambio social y político que la Revolución traía consigo; y donde economistas como Juan F. Noyola, acompañantes desde el principio, traían consigo el pensamiento renovador de la CEPAL, y ayudaban a proyectar un futuro diferente, como asesores al más alto nivel en el nuevo Estado.
Único país latinoamericano y caribeño que entre 1965 y 1970 mantenía relaciones con la isla, en aquella etapa de casi perfecto aislamiento en la región, México era la puerta giratoria cubana con el mundo latinoamericano. Ese acompañamiento dejó una marca en la gente cubana. De manera que cuando el presidente Luis Echeverría visitó la isla a principio de los 70, esa gente se desbordara, celebrando a un México que, sin coincidir con la ideología o la política de nuestra Revolución, seguía defendiendo el derecho de Cuba a decidir por sí misma su futuro.
Mirándolo en sentido inverso, me pregunto por qué México siempre ha mantenido relaciones con la Revolución cubana; y no simplemente “con la República de Cuba,” como dijo un cierto canciller mexicano, creyendo poder modificar a voluntad o a través de un decreto la naturaleza política de esa relación. Marcada como está por un acumulado como el esbozado arriba, al margen de cuál sea el partido en el Gobierno y quién sea el presidente de Cuba, como el tiempo se ha encargado de demostrar.
Las relaciones mexicanas con Cuba se explican por una lógica multidimensional, que rebasa lo bilateral. En primer lugar, responden a una función del principio de autodeterminación, clave de la política exterior mexicana. En segundo, la dimensión de política interna, analizada en textos como el clásico de Olga Pellicer, México y la Revolución cubana, que enfatiza la triangulación con la izquierda de allá: Cuba ha sido parte del diálogo del Gobierno mexicano con esa oposición de izquierda. En tercero, el triángulo México-Cuba-Estados Unidos, donde la política hacia la isla es un espejo de la independencia mexicana en política exterior frente a los Estados Unidos, y cuya significación no necesita enfatizarse.
La mayoría de los autores se quedan en estas tres dimensiones, aunque hay una cuarta, referida al marco regional y multilateral. Abarca la dimensión latinoamericana y caribeña, así como el Movimiento de Países no Alineados, al que México no pertenece en pleno, sino como observador, pero cuya agenda comparte.
El entorno multilateral en estos planos y en los foros internacionales, ha sido un espacio de entendimiento y cooperación diplomática con Cuba, cuyo papel sobresale por su activismo y capacidad para tejer alianzas transcontinentales, desde los años 60 y sobre todo 70. La interacción mexicana con corrientes donde la isla ha navegado tributa a su política exterior global.
Reconociendo estas dimensiones comúnmente aceptadas, quiero añadir un par de acotaciones críticas y notas al margen acerca de convergencias políticas de especial significación.
Algunos autores convierten la densa relación entre México y Cuba en una lógica de pragmatismo lineal: no meterse en los asuntos internos del otro, esperando reciprocidad. A soslayar diferencias ideológicas, por intereses de política interna como los mencionados. O al simbolismo de una imagen de autonomía frente a los Estados Unidos.
Si la midiéramos apenas en términos de tópicos de política exterior mexicana y cubana, veríamos que no se trata de algo tan elemental como “México respaldaba a Cuba mientras que Cuba era respetuosa con México y no incentivaba una revolución armada o política”, según algunos pretenden explicar como “el gran pacto desde 1959 que llega incluso hasta el momento actual”. Según esa visión, Cuba sería “un as en la manga del presidente” mexicano, porque la utilizaría como un recurso ideológico de política interna, y con ese giro se disolverían 50 años de cooperación diplomática e intereses mutuos [AMLO visita La Habana: “Cuba es un as bajo la manga del presidente mexicano que esté en turno” – BBC News Mundo].
En cambio, para ilustrar el espacio común de intereses y valores, y la voluntad política de entendimiento entre Cuba y México, voy a comentar tres casos bien conocidos.
El primero, los acuerdos para proscribir armas nucleares en la región, donde México ha tenido un papel protagónico desde 1962, a raíz de la Crisis de los Misiles, y en particular, el Tratado de Tlatelolco (1967), obra de arquitectos de la diplomacia mexicana como Alfonso García Robles y Jorge Castañeda. Esta problemática regional y global ha sido una meta estratégica de su diplomacia en Naciones Unidas, igual que el proyecto de América Latina y el Caribe como Zona de Paz (2014), y su papel destacado en el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (2017).
Cuba, como se sabe, se resistió a firmar ese Tratado de Tlatelolco hasta 1995, en una lógica que el liderazgo cubano caracterizó con un argumento moral: si la isla ha sido el único país amenazado directamente por las armas nucleares, si el país amenazante han sido los Estados Unidos, y si los Estados Unidos no están sujetos a ese Tratado de Prohibición de Armas Nucleares, había una asimetría de carácter moral inaceptable en el acto de comprometernos a no tener armas nucleares en nuestro territorio, mientras los Estados Unidos se eximían de ese compromiso, y al contrario, eran un actor principal de la carrera armamentista.
A esta cuestión de principios se añadía la paradoja, en términos estrictamente estratégicos, de que las armas nucleares soviéticas habían salido de Cuba en 1962, pero las norteamericanas seguían posándose en nuestro territorio, cada vez que un portaviones o un submarino nuclear atracaba en la Base Naval de Guantánamo; y esa presencia no deseada de vectores nucleares en territorio cubano no estaba restringida por el Tratado de Tlatelolco. Cuando Cuba aceptó firmarlo en 1995, lo hizo como un gesto muy especial hacia México y la comunidad regional, a pesar de que la asimetría se mantenía igual.
Un segundo momento en que Cuba y México tuvieron estrechísima colaboración fue en la negociación del conflicto centroamericano en los años 80, para poner fin a la guerra de la contrarrevolución nicaragüense con el apoyo de los Estados Unidos, involucrados también en los conflictos armados en El Salvador y Guatemala. Aunque Washington se negó a que Cuba formara parte de los procesos de paz negociada de tales conflictos que México y otros países de la región propiciaban (Contadora y Esquipulas), el Gobierno cubano favoreció una solución negociada, y recomendó a los revolucionarios centroamericanos buscar una salida pacífica a los conflictos, en lugar de prolongar la guerra. Si bien México no pudo lograr que Cuba estuviera presente en la mesa de negociación, coordinó con la isla cada paso del proceso de conciliación a lo largo de los 80, como saben los diplomáticos mexicanos que desempeñaron un papel activo en aquellas negociaciones.
El último tópico que ilustra cooperación e intereses especiales no precisamente ideológicos, es la reacción de México frente a la Ley Helms-Burton, la vuelta de tuerca al bloqueo de EE. UU. en 1996. Junto con Canadá, el Congreso de México rechazó esta ley por su alcance extraterritorial, y votó una legislación opuesta a su instrumentalización para dictar los términos de la relación comercial o financiera de las empresas mexicanas con la isla. No neutralizó el efecto inhibidor de la Helms-Burton, pero contribuyó a que los presidentes de EE. UU. (hasta Trump) suspendieran la aplicación de los títulos III y IV, que se consideraban sus “dientes”, por decirlo así.
En ninguno de estos tres casos la lógica del pragmatismo o el quid pro quo explican la conducta mexicana hacia la isla, ni tampoco la reacción cubana.
Hay una última cuestión referida al presente más actual: las lecciones que para América Latina, el Caribe y Cuba podrían derivarse del proceso político que ha tenido lugar en México en los últimos años. Me centraré en cuatro puntos especialmente significativos.
El primero es el manejo de la política interna, y la capacidad del presidente López Obrador como comunicador político, su manera de lidiar con asedios mediáticos hostiles; de defenderse de manera ecuánime, sin perder la serenidad y la capacidad para el debate; y al mismo tiempo, sin cerrar el espacio para la discrepancia, defendiendo el espacio para la discusión política. Y siendo capaz de refutar a esa oposición, en muchas ocasiones enconada, de manera eficaz y convincente.
El segundo atañe a renovar la proyección y ascendencia política de México en la región. País con un acumulado histórico, y una presencia mayor en las cosas latinocaribeñas, que había declinado ostensiblemente en las últimas décadas. A pesar de que AMLO no se la ha pasado precisamente viajando por la región, como otros presidentes, sino más bien al contrario, sin embargo, le ha devuelto a México visibilidad, no derivada tanto de su crecimiento económico, o incluso de la autoridad que le otorga un liderazgo político sólido en lo interno, sino de su capacidad para adoptar una postura como interlocutor ante EE. UU., negociadora y a la vez celosa de su soberanía, y hacerse cargo de problemas compartidos con la región, como la migración o la inflación.
Una tercera lección consiste en haber asumido la defensa de los derechos de los mexicanos de clases bajas, pobres, trabajadores, grandes mayorías, dentro de México, pero también de los emigrantes; para considerar tarea del Estado la protección de sus derechos, de esa emigración laboral que va a Estados Unidos o a Canadá, en un flujo numeroso, y que llegan a trabajar en condiciones precarias en comparación con otros, en desventaja respecto del trato y el respeto a las leyes laborales y a la protección sindical en ese país, y que constituye, más allá del muro y el cierre fronterizo, de si los dejan entrar o no, la latitud de su condición ciudadana, y sus derechos a recibir protección de su Estado dondequiera que estén.
Una última lección, derivada de la actual situación de México, resulta primordial: la cuestión de la herencia del líder carismático. Cómo asumirla, de manera que pueda canalizarse y hacerse efectiva, transformarse y recrearse. Y encima, hasta qué punto ese legado puede ser aprovechado por Claudia Sheinbaum, una mujer presidenta, la primera en la historia de ese país, que pudiera asimilar la continuidad y potenciarla como cambio, reafirmando la democracia social, la participación, desde abajo, y la reforma del Estado, por arriba. De manera que ese cambio impida al viejo aparato estatal comprometer la transformación; la inercia de la burocracia acostumbrada a ejercer el poder incontestado, a alinearse con las cadenas de intereses; de manera que no comprometan el avance de esas transformaciones en curso más allá del horizonte adonde fueron llevadas por el líder carismático.
La cuota de audacia para enfrentar ese desafío, incluida la determinada por el rol de género en la política nacional, para convertir el estilo de la presidencia en uno diferente, con el sello propio de una mujer dotada de la inteligencia y la sensibilidad para lidiar con los problemas y dirigir que no suelen tener los hombres.
El aporte de esta experiencia al contexto político latinoamericano, Cuba incluida, resultaría difícilmente exagerable.