Cuando pequeño imaginaba que todos los cubanos que habían emigrado a Estados Unidos vivían en la Pequeña Habana. En mi mente, Miami se reducía a ese barrio del corazón de la ciudad. Crecí con esa idea, alimentada por la fuerte presencia cubana y la creciente fama de Little Havana, como se le conoce en inglés. No en vano es el ícono de la diáspora cubana a nivel mundial.
Hace más de un siglo el vecindario se llamaba Riverside y era predominantemente angloamericano. Curiosamente, ya entonces existían indicios de la presencia de algunas familias cubanas.
En los años 30 fue la comunidad judía la que impulsó el crecimiento de la zona, con la construcción de viviendas y negocios. Sin embargo, con la llegada masiva de cubanos tras el triunfo de la Revolución en 1959, el barrio comenzó a transformarse. Lo que era solo un rincón más de la ciudad se convirtió en el refugio de una comunidad de connacionales.
Muchos cubanos conocían bien Miami antes del 59. Desde los años 40 era común que la clase media de la isla visitara la ciudad para hacer compras y pasear. Sin embargo, la oleada de exiliados de los años 60 cambió para siempre la esencia de la Pequeña Habana. Los colores vibrantes, los aromas de la comida criolla, la música que resonaba en cada esquina… todo evocaba a Cuba; también en lo político; de hecho, uno de los rasgos más marcados. No era solo un barrio; era, para bien y para mal, un pedazo de la Isla traído al sur de la Florida.
El crecimiento de la comunidad cubana en Miami fue imparable. Para finales de los 60, más de 400 mil cubanos se habían asentado en la ciudad y sus alrededores. La Pequeña Habana se consolidó en torno a la nostalgia por una “islita chiquitica” (como le dicen en el clásico de cine), que se movía a otro ritmo y otra dirección, a apenas 90 millas de distancia.
Caminar por la Calle Ocho, arteria principal de la Pequeña Habana, es atravesar un portal hacia Cuba. Esculturas de gallos multicolores adornan las esquinas; restaurantes, bares y tiendas, sobre todo entre las calles 10 y 16, invitan a sumergirse en la esencia criolla.
Está el Paseo de la Fama, en honor a figuras cubanas y latinas destacadas en el arte, la música, el cine… En él, estrellas de mármol inmortalizan a aquellos que, fuera de Cuba, llevaron la cultura cubana más allá, como la gran Celia Cruz.
Precisamente la sonrisa de la Reina de la Salsa recibe al viandante en un mural a gran escala. En una gigantografía al doblar al doblar del Cine Teatro Tower se proyectan películas que celebran la cultura latina y frente al icónico Parque del Dominó, oficialmente llamado Máximo Gómez, los vecinos se reúnen para jugar, conversar y mantener viva una tradición que ha trascendido generaciones. A unas cuadras está el Parque de la Memoria Cubana, un boulevard en el que varios monumentos conmemoran la historia del exilio cubano.
Sin embargo, algo ha cambiado. Aunque el barrio sigue siendo una referencia de la cultura cubana, la Pequeña Habana parece haberse congelado en el tiempo, como un museo al aire libre.
Los cubanos ya no son mayoría en la Pequeña Habana. El vecindario ha sido transformado por una mezcla de inmigrantes centroamericanos, y las autoridades locales calculan que, de los 60 mil habitantes que residen allí, solo un tercio son cubanos.
La Pequeña Habana sigue siendo el corazón latente de la comunidad cubana en Miami. Sus calles narran la historia de una nostalgia y de una identidad que, lejos de desvanecerse, sigue palpable.